Sedientos de belleza

La Vanguardia
Xavier Antich

En un célebre pasaje del Fedro de Platón, dentro de la discusión en torno al amor, el filósofo recordaba la naturaleza benéfica de ciertos tipos de locura y enajenación. Platón pensaba en la locura profética o adivinatoria, en la vinculada a los misterios iniciáticos y en la locura poética. Pero pensaba sobre todo en aquella extraña locura que se vincula precisamente a la figura del "enfermo de amor": esa especie de locura que le adviene a quien ha conocido la belleza y, deslumbrado por esta revelación, deja de ser en parte el que es para estar, a partir de entonces, atravesado por un deseo ya irrefrenable, el deseo de belleza.

Platón recuerda el profundo estremecimiento que afecta a aquellos que, una vez que han contemplado la belleza, viven ya para siempre trastornados, persiguiendo aquel resplandor que han conocido, sin que, por ello, les importe que los demás les consideren como locos, puesto que en cada momento de su vida, a partir de entonces, perseguirán donde sea y como sea la experiencia de lo que llama "el placer más dulce". La filosofía ha explorado, de formas muy diversas, esta extraña experiencia, la estética, que no solo pone al ser humano en contacto con la belleza, sino que, también, provoca en él efectos a menudo irreversibles.

Pero pocas veces la reflexión ha tenido su correlato en casos concretos que ilustraran esta fascinación que cambia completamente a quien la padece, hasta el extremo de modificar su vida. La editorial Acantilado acaba de publicar un texto deslumbrante, atravesado por esa misma pasión, y que intenta establecer una galería de personajes tocados por ese mismo delirio: se trata del libro Peregrinos de la belleza. Viajeros por Italia y Grecia, un ensayo insólito que cruza dos tradiciones hasta el momento separadas, la literatura de viajes y la reflexión en torno a la experiencia estética radical, aquella que nos convierte en otros. Su autora, María Belmonte, ha retomado las historias y relatos de algunos de estos personajes que padecieron el trastorno de la belleza y que sucumbieron al deseo de su persecución: desde Winckelmann y Goethe, hasta D. H. Lawrence, Henry Miller o Lawrence Durrell y otros personajes, menos conocidos que ellos, pero no menos fascinantes, como el doctor Axel Munthe y el fotógrafo Wilhelm von Gloeden, Norman Lewis, Patrick Leigh Fermor o Kevin Andrews.

Cuando leemos la confesión de María Belmonte, en el prólogo, al ver por primera vez Santa María del Fiore en Florencia ("Repentinamente, comencé a llorar de forma convulsa, mientras grandes lagrimones brotaban de mis ojos. Nunca había sentido tanta felicidad"), sabemos que ella, también, es una peregrina de la belleza tocada por el fulgor que alcanzó a esos otros de los que habla. Tal vez esto es la garantía de este libro realmente excepcional, que nos recuerda que "la belleza es lo único que salva al ser humano de la absoluta soledad".