Charlie Hebdo. No, querido Umberto Eco, el problema no es borrar todos los credos, sino si nuestro credo es más fuerte que el de ellos

Tempi
Rodolfo Casadei

La reacción del europeo medio occidental frente a la masacre de la redacción de Charlie Hebdo es la del pensamiento dominante desde hace 50 años a esta parte. Ayer por la noche, en el programa Matrix de canal 5, Oliveiro Toscani lo expresó como Jonh Lennon lo había cantado en su canción Imagine en 1971: «La historia del mundo está llena de masacres y de homicidios inspirados en la fe religiosa. Los musulmanes no tienen la exclusiva en esto. Los Cruzados mataban en nombre de la fe. En Noruega un pirado cuyo nombre era Breivik mató a 77 personas para restaurar el cristianismo en Europa. Los nazis llevaban escrito “Gott mit uns”. Si no hubiera tantas religiones, habría menos masacres».

Imaginad un mundo sin religión: ¡oh, qué pacífico sería! La versión culta de este pensamiento la ha expresado en el Corriere della Sera Umberto Eco, entrevistado por un periodista milanés: «Los hombres siempre se han masacrado por un libro: la Biblia contra el Corán, el Evangelio contra la Biblia, etc. Las grandes guerras se han desencadenado desde las religiones monoteístas por un libro. Son las religiones del libro las que provocan las guerras para imponer las ideas contenidas en sus textos».

El hombre que en los últimos 50 años ha objetado del modo más inteligente esta interpretación relativista y tardo-ilustrada de la religión es un sacerdote italiano: don Luigi Giussani. Justo en estos días los seguidores del movimiento que él fundó, CL, han empezado un nuevo ciclo de catequesis tomando como referencia el libro Por qué la Iglesia, que en el primer capítulo, a modo de introducción, pone el dedo sobre el error conceptual, metafísico y antropológico de los promotores de la abolición de la religión en favor del bien y de la paz. El error está en no admitir que cada uno de nosotros, también el ateo o el que pasa de la religión por dejadez o por una decisión consciente, en realidad tiene un dios y por lo tanto todos los días su vida tiene una implicación religiosa. El hombre no puede vivir, y de hecho no vive, sin un significado último al cual entrega, o al menos tiende a entregar, su vida.

Escribe Giussani: «Durante una conversación en la que me vi implicado, un importante profesor universitario dejó escapar esta frase: “¡Si no tuviese la química, me mataría!”. Algo parecido ocurre siempre en nuestra dinámica interior, aunque no se explicite. Siempre hay algo que hace que la vida sea a nuestros ojos digna de ser vivida, sin lo cual, aunque no llegáramos a desearnos la muerte, todo resultaría insípido y decepcionante. A este “algo”, sea lo que sea, sin necesidad de que esté teorizado o expresado en un sistema mental –pues puede estar implícito en una banalísima práctica de la vida–, le dedica siempre el hombre toda su devoción. Nadie puede evitar alguna implicación final: cualquiera que esta sea, desde el momento en que la conciencia humana le corresponde al vivir, lo que está expresando es una religiosidad, un nivel de religiosidad que está realizando».

Giussani llamaba a este dinamismo interior que define al hombre “sentido religioso”, y señalaba la negación a reconocerlo por parte de la mayoría de los contemporáneos occidentales: «Hay en nosotros una repugnancia, que se ha hecho instintiva, a que el sentido religioso domine y determine conscientemente nuestros actos. Aquí está precisamente el síntoma de la atrofia y la parcialidad en el desarrollo de nuestro sentido religioso: esta dificultad grave y muy extendida, esa extrañeza que advertimos cuando sentimos decir que el “dios” es el determinante de todo, el factor al que no se puede escapar, el criterio con el que se elige, se estudia, se da sentido al propio trabajo, se afilia a un partido, se investiga científicamente, se busca mujer o marido, se gobierna una nación».

La clave, el cambio de mentalidad al que todos estamos llamados frente a esta tragedia pseudo-motivada por la religión en la redacción de Charlie Hebdo, consiste exactamente en esto: no sirve apuntar con el dedo al dios de los asesinos, no basta con execrar su distorsionado sentido religioso, es necio invocar la erradicación de las religiones de la vida del hombre.
La primera respuesta a la provocación de esta violencia homicida en nombre de una idea de dios, realizada por personas que están preparadas para matar o morir como mártires en nombre de ese dios, es tomar conciencia de cuál es nuestro dios, de qué es lo que determina nuestra vida, e interrogarnos acerca de esto. Esto, escribía Giussani, nadie quiere hacerlo en Occidente por una sencilla razón: la mayoría de la gente descubriría que este dios para el que vive es inadecuado, no responde de verdad al deseo del corazón humano, y entonces debería cuestionarse.

El dios del hombre y la mujer occidental es el prestigio social, el consumo de bienes, la embriaguez del poder sobre las cosas y las personas, el placer en todas sus formas y variantes, la exaltación narcisista de la imagen de uno mismo. Pero lo son también el enamoramiento de una persona por la cual todo se sacrifica, el hacer todo por los hijos, el vivir solo para la química o para escalar el Himalaya. Si cada uno se interrogase sobre la religiosidad implícita en estos modos de vivir, se daría cuenta de que no responden plenamente a la grandeza y a la profundidad del deseo del corazón humano, que desilusionan cuando rascas un poco (incluso la dedicación total al hombre o a la mujer que se ama, el sacrificio de uno mismo por los hijos) y se pondría en búsqueda.

En la circunstancia histórica en la que vivimos, caracterizada por la presencia y la acción de los individuos y de organizaciones ramificadas y ahora casi estatales (véase el Califato de Mosul Raqqa) cuyos miembros matan y se hacen matar en nombre de un dios, cumplen sacrificios humanos y se sacrifican en nombre de su dios, tenemos que preguntarnos si nuestro dios nos hace bastante fuertes para que no nos sometamos a su dios. Tenemos que preguntarnos si nuestra fe es más fuerte que la de ellos, si nuestra capacidad de sacrificio en nombre de nuestro dios es más grande que la suya. Si la respuesta a estas preguntas es negativa, el éxito histórico será solamente uno: la sumisión. La sumisión a la voluntad y al poder de los extremistas islámicos.

Y no será solamente una sumisión material, política. Será también una sumisión espiritual, cultural. Muchos, y cada vez más, intelectuales y líderes católicos no lo entienden, un espiritualismo que se insinúa cada vez más no les permite entender que el ejercicio de la fuerza política por parte de un poder totalitario produce cambios antropológicos sobre los que se ejerce. Los totalitarismos, que son construcciones políticas, producen conformismo y subordinación cultural en las masas y en los líderes de las articulaciones sociales de las masas.
Muchos católicos no entienden esto, pero lo entienden ateos inteligentes y sofisticados como Michel Houellebecq y Michel Onfray. El primero con su novela que acaba de publicar en Francia y el segundo en muchas entrevistas –la última en Corriere della Sera– convergen en un mismo juicio: los europeos se someterán al islam político porque la civilización europea está agotada por su nihilismo (o sea, por los dioses inadecuados que se ha creado en substitución del Dios cristiano a partir de la Ilustración).
Onfray dice: «Houellebecq sigue pintando el retrato de una Francia después del 68. Tiene razón en ver un agotamiento, menos en relación con la breve etapa de Mayo del 68, más con el largo período de civilización judeo-cristiana que derrumba. Esta civilización nació con la conversión de Constantino a principios del siglo IV, el Renacimiento mermó su vitalidad, la Revolución Francesa acabó con la teocracia, Mayo del 68 se contentó con registrar el agotamiento. Estamos en este estado mental, físico, ontológico, histórico. Houellebecq es el terrible retratista de este Bajo Imperio que ha llegado a ser la Europa de los plenos poderes entregados a los mercados. Europa ha muerto, ¡por eso los políticos quieren hacerla!».

Toneladas de bombas lanzadas en estos años sobre las cabezas de los yihadistas en varios países (y sobre los civiles que tenían la mala suerte de ser sus familiares o vivir cerca) e ininterrumpidos bombardeos culturales a base de pornografía, consumismo, hedonismo y materialismo no han tenido ningún efecto; al contrario, han hecho más decidido, eficaz y numeroso al enemigo: los islamistas que van a matar o a procurarse la muerte por su dios son cada vez más, y más activos. La potencia económica, militar y tecnológica de Occidente, aparentemente superior, se tambalea en realidad por una simple razón: nuestro dios es débil, no estamos seguros de creer verdaderamente en el dios que profesamos, no estamos dispuestos a la dureza del sacrificio, dudamos si preferir la muerte a la sumisión.

La conducta de la redactora que, amenazada de muerte, comunicó a los terroristas la combinación para abrir la puerta blindada de la redacción e irrumpir en ella, es la tristísima síntesis de las razones de la previsible derrota de Occidente. Para no perder la vida y no dejar huérfanos sus hijos, se sometió al chantaje extremo, cosa que facilitó la matanza de sus compañeros de trabajo. Si invertimos los roles, es prácticamente seguro que las cosas habrían sido diferentes: la esposa de un terrorista y madre de su hijos habría preferido dejarse matar antes que facilitar a los cuerpos especiales franceses que neutralizaran al marido yihadista.
Para encontrar cristianos que no están dispuestos a someterse, tenemos que mirar hacia el Este, bajo las tiendas y en los prefabricados de los refugiados cristianos iraquíes que han perdido todo con tal de no renunciar a su fe. En un reportaje de Tempi de hace unos años, el arzobispo de Mosul contestaba a la pregunta sobre el sentido de ser pastor de un rebaño afligido por extorsiones, secuestros, matanzas por creer en Cristo: «Significa enseñar que no tenemos que tener miedo de morir», contestaba Amel Nona, sucesor de Paulos Rahho, que había muerto después de ser secuestrado. «Para no tener miedo a morir hay que saber cómo vivir. Mediante la palabra y con nuestra vida, nosotros los pastores enseñamos cómo vivir».

Es difícil imaginar algo semejante en Occidente, sea entre cristianos practicantes o entre cristianos culturales como son nuestros ateos.
La sumisión parece realmente el pronóstico favorito. Lo confirma lo que ha escrito en el Financial Times un destacado comentarista, Tony Barber: «Francia es la tierra de Voltaire, pero demasiado a menudo la locura editorial ha prevalecido en Charlie Hebdo. Esto no significa de ninguna manera justificar a los asesinos, que tienen que ser capturados y castigados, o sugerir que la libertad de expresión no tendría que extenderse a las representaciones satíricas de la religión. Significa simplemente que un poco de sentido común sería útil para publicaciones como Charlie Hebdo y el danés Jyllands-Posten, que quieren apoyar la libertad provocando a los musulmanes, mientras que son solo estúpidas».
Naturalmente, admitir el derecho de Charlie Hebdo a la blasfemia –porque tenemos que llamar a las cosas con su nombre, y es de esto de lo que estamos hablando–, porque no hacerlo en este momento significaría someterse a los yihadistas, no significa aprobar la línea editorial de este periódico y la filosofía que lo inspira. Los redactores de este semanario son, como todos nosotros los occidentales, corresponsables de lo que ha pasado, no porque hayan ofendido a dios o herido los sentimientos de los musulmanes. Dios no necesita que los hombres le defiendan de las ofensas, si así fuera no sería Dios; y los que se sienten ofendidos tienen a su disposición muchas maneras para reaccionar ante la ofensa que no sea el exterminio de los que les ofenden. La blasfemia y la profanación alimentan la violencia en la sociedad no porque inciten a reacciones violentas por parte de los creyentes, sino porque, si no hay nada sagrado, si todo puede ser profanado, también la vida humana pierde sacralidad.

Profanar a Dios significa automáticamente profanar todo lo que de Dios proviene. Significa profanar a las criaturas, por tanto también al hombre. Si ya no hay nada sagrado, tampoco lo es la vida humana. Ya sea el yihadista o el atracador, el antisistema o el toxicómano que busca dinero, se sentirán legitimados para violar la vida humana que ya no es sagrada, como resultado de la profanación del Creador.

Esto no significa que todos los redactores de Charlie Hebdo hubieran perdido el sentido de lo sagrado. Poco tiempo antes de la masacre el director, Stephane Charbonnier, había declarado en una entrevista filmada: «Prefiero morir de pie antes que vivir de rodillas». Uno que dice algo así, algún sentido de lo sagrado tiene. Es consciente de que hay algo grande, por lo que merece la pena vivir y merece la pena morir. Algo que es más importante que la vida del individuo, porque es lo que da sentido a su vida misma.
John Lennon cantaba que habría sido hermoso vivir en un mundo donde no hubiera nada por lo que matar o dejarse matar. Pero la verdad es que si no hay nada por lo que merezca la pena hasta morir, ni siquiera hay algo por lo que merezca la pena vivir. Mientras haya alguien en Occidente que testimonie que aquello por lo que se vive es también aquello por lo que estamos dispuestos a morir, la lucha no está perdida y la sumisión no es inevitable.