González Sainz: «El alma ha sido reemplazada por internet»

El Mundo
Matías Néspolo

Si pudiéramos expresar nuestros estremecimientos como lo hace un árbol, tal vez precisaríamos de lenguaje. Porque las 27 letras dan para mucho, pero hay zonas a las que no alcanzan, no pueden acceder. Y sólo el susurro de la brisa entre el follaje y el ligero temblor de la fronda parece capturar el misterio.
En ese límite entre lo decible y el misterio se mueve el soriano José Ángel González Sainz (1956) en El viento en las hojas (Anagrama). Una lograda y unitaria colección de cuentos con la que el celebrado autor de Un mundo exasperado (Premio Herralde) y Volver al mundo, novelas totales con las que cosechó todo tipo de elogios y que lo compararan a Sánchez Ferlosio y a Benet, regresa a las distancias cortas después de 25 fértiles años en el largo aliento. De hecho, esa cifra redonda es el aniversario de su debut en el sello de Jorge Herralde con los relatos de Los encuentros.
Con un estilo moroso y sutil, en el que cada matiz cuenta, González Sainz se empecina en rozar lo inefable, y lo consigue, para desgranar en relatos un abanico de encrucijadas vitales de engañosa apariencia anodina. Una niña que sonríe al abismo soplando pompas de jabón desde el pretil de un puente, mientras su madre la custodia atemorizada. Una pareja de ancianos que pasean su sosiego de la mano, hasta que se topan con un dionisíaco joven de cruel belleza y su dóberman de la correa. O un niño que se deleita cada día en la inagotable posibilidad de sabores que le ofrece la heladera para escoger siempre el mismo, como puede que también haga su padre en su vida conyugal que sabe a limón.
Siete relatos que exploran situaciones muy disímiles entre sí «y también los registros son variados», admite el autor, pero íntimamente ligados entre sí por una imagen que condensa su sentido, a veces de manera antagónica, allí donde no bastan las palabras. El susurro de las hojas de los chopos mecidas por el viento. «No concibo un cuento, sino un libro de cuentos, para que todos ellos encajen en una estructura mayor de significado», explica el narrador que entiende el relato como un «fragmento» en su etimología latina. «Un trozo de un edificio que ha preexistido», dice. Se trata de «la idea imposible de restituir con fragmentos algo anterior a la ruptura», añade.
«He intentado narrar en cada uno de ellos algo importante: la fascinación del mal, el deseo, la libertad, la vejez», explica. Y la imagen que da título no es azarosa, porque no sólo condensa el sentido de las historias, sino que marca el límite de expresable como el blanco hacia donde apunta el soriano. «Hay una razón narrativa que se cumple en su propia cancelación. Es la derrota de la trama y de la historia, porque el relato no llega más allá de ese inefable que es el sonido del viento entre las hojas», explica.
Lo curioso es que esa expresividad no articulada del follaje, que pareciera encerrar una sabiduría profunda, impregna la cristalina prosa de González Sainz. De ahí que apunte a un lector exigente y atento, dispuesto «a poner de su parte y a crear también». «Vivimos un tiempo de abdicaciones. Desde el rey para abajo todos hemos abdicado de algo. Sobre todo de eso que la cultura llama alma, interior o inconsciente», se queja el autor y lleva razón, porque hace años que los desarreglos del alma se malcuran con fármacos.
Espíritu o vida interior que «se debe alimentar y la buena literatura es ese alimento», advierte. Cultivo del espíritu lo llamaban los clásicos, que en la era de las pantallas sufre de inanición «porque hemos reemplazado el alma por las descargas de internet, y con eso no se puede enhebrar existencialmente nada», advierte González Sainz. Y el riesgo que de ello se deriva lo ilustra el auge de la pseudoliteratura de autoayuda, «una función que antes cumplían Séneca o Cervantes», arremete. Porque «leer es recoger y aprender a leer es aprender a vivir», sintetiza el soriano.
Lo cierto es que la cosecha de El viento en las hojas no tiene desperdicio porque González Sainz no esquiva el bulto a los males espirituales del presente. «A los síntomas de desarreglo interior me gusta sacarles punta existencial», concluye de forma filosófica e irónica.