Las dos muertes de Antonio Machado

El Mundo
Ignacio García de Leániz Caprile

Pocas muertes habrá en nuestra historia reciente tan desoladoras –tal vez la de Jovellanos–,pero conmovedora como aquella otra de Alonso Quijano el Bueno. Un mes antes, al llegar a la frontera francesa en destartalado éxodo, Corpus Barga tuvo que explicar al comisario de policía para que lo dejaran entrar: «Se trata de don Antonio Machado, un viejo poeta que es en España lo mismo que Paul Valéry en Francia, y que se encuentra enfermo y tan achacoso como su madre». Su equipaje –una humilde maleta– se había perdido al cruzar los Pirineos con sus libros y notas, salvo una cajita con tierra española que portaba consigo, cumpliendo la máxima de Cicerón, «Omnia mea mecum porto: Todo lo mío lo llevo conmigo». Tal vez porque conocía muy bien la amarga reflexión de Danton de que uno no puede llevar a la patria en la suela de los zapatos. Pero sí al menos en los bolsillos, pensaría palpando la arqueta en su gabán durante sus alicaídos paseos frente al mar. Apenas dos años antes había escrito a Maeztu: «Lo específicamente español es la modestia (…). El español tiene ‘orgullo modesto’». Por eso añade en el Mairena esa frase formidable que resume su creencia más íntima y –según él– más nuestra y que contiene lo que hemos aportado a la cultura occidental: «Por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser un hombre». Era su versión acrisolada de aquel refrán castellano que desde pronto le encandiló: «Nadie es más que nadie». Y murió ciertamente como muere un don nadie. Muy poco después lo haría, también entre despojos, un poco más al norte en Montauban, Manuel Azaña. Habría que hacer el recuento de los españoles muertos literalmente de pena por las aflicciones de nuestro país. No creo que ningún otro alcance tamaño registro. Y con Machado bien a la cabeza de ellos –como antes Unamuno en Salamanca y a punto Ortega en Madrid– como muestra su última fotografía premortem tomada al pie de los Pirineos quizá por Corpus Barga. Los ojos como cavernas de mirada perdida, el rostro ajado y el cuerpo ya desmoronado recitan los versos cervantinos del Persiles: “Puesto ya el pie en el estribo, /con las ansias de la muerte, / gran señor, ésta te escribo”.