Cristianos

Jon Juaristi

En vísperas de otra intervención occidental por motivos humanitarios en conflictos internos de los países árabes, conviene recordar algo que dijo Kissinger en los ochenta, a propósito de la guerra entre Irak e Irán: «Lástima que no puedan perderla los dos». Y es que, en efecto, ¿qué más nos da el régimen asesino de Assad que los fundamentalistas sirios? ¿Qué se nos ha perdido en Egipto, entre los canallas del Ejército que masacran Hermanos Musulmanes y los Hermanos Musulmanes que masacran coptos? Gane el que gane, será malo para Europa. Si alguna medida humanitaria debieran tomar los países de la UE sería la de proteger a los cristianos de ambos países (y no digo a los judíos porque es altamente dudoso que quede algún judío por la zona fuera del Estado de Israel). No la de apoyar a uno o a otro de los contendientes en Siria ni a los militares o a los integristas en Egipto. No tiene sentido plantear un cui prodest sobre la posible victoria de éstos o de aquéllos, porque está claro que los únicos beneficiarios de la victoria serán los vencedores y de ninguna manera Europa. Ni los nacionalistas árabes ni los islamistas tienen la menor simpatía por la democracia occidental ni por la democracia a secas. Los demócratas que parecieron proliferar en los prolegómenos de la primavera árabe han desaparecido de la escena. O han emigrado o se han escondido debajo de las piedras.

Y en cuanto a los cristianos mismos, mejor no hacerse demasiadas ilusiones. El imperativo moral de socorrerlos no tiene que ver con la defensa de la democracia, porque, salvo en el Líbano, no hay demócratas entre los cristianos árabes. No hay demócratas, porque saben, mejor que nosotros, que la democracia árabe significa islamismo, y por eso optaron desde hace tiempo por el nacionalismo. El único modo de salvaguardar su identidad religiosa y la seguridad de sus comunidades era mostrarse más nacionalistas y más árabes que nadie, y así lo han hecho todos: coptos, caldeos, ortodoxos y grecocatólicos, con la excepción de los armenios, que nada tienen de árabes, y de los maronitas, católicos afrancesados hasta las cachas.

Pero ni siquiera ese expediente los ha favorecido demasiado. En los países árabes, de mayoría musulmana, la nación se identifica espontáneamente con el islam. Identidad árabe e identidad islámica son una misma cosa en el sentir de la población, para la que la presencia de minorías cristianas es mucho más perturbadora que la de minorías musulmanas para la muy secularizada Europa. Ya pronosticaba William Darlymple en 1997 que el éxodo de cristianos árabes hacia occidente aumentaría en el siglo XXI. Pero los que se han quedado tienden a radicalizar su nacionalismo, a pesar del empeoramiento de sus condiciones. Es el caso de los cristianos palestinos, magníficamente descrito por Jean Rolin en un libro-reportaje de 2002, Cristianos, publicado en España por Libros del Asteroide.

Los israelíes consiguieron rescatar a los judíos etíopes en sendas operaciones relámpago realizadas en un intervalo de siete años (la Operación Moisés, en 1984, duró mes y medio; día y medio la Operación Salomón, en 1991, con el doble de evacuados que en la anterior). Pero no es posible hacer nada parecido con los coptos, e incluso el establecimiento de un protectorado occidental sobre los cristianos árabes encontraría una fuerte resistencia en sus teóricos beneficiarios. Ante las dificultades reales e imaginarias, y pese a la insistencia de Bernard-Henry Lévy y de otras personalidades, lo más probable es que la Europa excristiana no haga nada por ellos. Intervendremos, sí, pero en la forma acostumbrada. Es decir, a bombazo limpio y del brazo de algún criminal amistoso.