La fe es un don que "necesita" de los hombres

Federico Ferraù

«El Tú de Dios, y esta es la genialidad del catolicismo, nos alcanza mediante los “tú” humanos». Por eso uno puede aprender la fe de su propia abuela, como le sucedió al papa Francisco. «Todos necesitamos un testigo, uno que viviendo en primera persona la fe haga posible nuestra adhesión personal al don de Dios». La fe es una luz que no viene de nosotros, sino que ha entrado en la historia de los hombres, y se transmite de persona a persona, como una llama, dice la nueva encíclica, Lumen fidei. Una "llama" que nada quita a nuestra libertad de hombres. Habla Javier Prades, teólogo de la Facultad San Dámaso de Madrid.

La nueva encíclica del papa Francisco explica la fe con la metáfora de la luz, ¿por qué?
En Occidente, la metáfora de la luz para indicar el conocimiento de la verdad tiene una larga tradición que se remonta a Platón y que retoma Agustín. Por eso podemos decir que el hombre que llega a comprender lo real “ve”, gracias a la “luz” de la razón. Esta tradición se encuentra con la riqueza de la Sagrada Escritura, donde san Juan y san Pablo presentan a Jesús como Aquel que es la luz y que viene a traer la luz definitiva al mundo.

«Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino», dice la encíclica, precisamente porque no es una luz humana. Entonces, ¿qué ve quien no cree?
No es exacto decir que la luz de la fe no es humana. Más bien es una luz que no viene de nosotros, aunque eso sea sin duda lo que más deseamos. Es luz de Dios y como tal no es producto de nuestras fuerzas; por eso quien cree recibe la potencia y la ayuda necesarias para comprender la realidad del mundo y de sí mismo hasta su origen primero, que es Dios mismo. Qué ve quien no cree, me pregunta usted. Ve muchas cosas, porque el hombre está dotado de una razón que es luz para ver. Gracias a la ciencia, a la filosofía y a todas las modalidades del conocimiento, los hombres ven mucho. Quedan por tanto dos cuestiones abiertas: puesto que la luz de la razón se ve oscurecida por el pecado, es muy frecuente que los hombres vivan en la confusión o en la apariencia; por otra parte, la razón no llega a conocerlo todo hasta el fondo, siempre se ve empujada hacia un más allá que no puede alcanzar por sí sola.

Parece que la fe, como don de Dios, implica dos aspectos: la iniciativa de otro y nuestra respuesta ante ella como adhesión a alguien o a algo. ¿Qué es lo que prevalece, Dios o nuestra decisión?
Bien mirado, la alternativa que se contiene en su pregunta es ajena a la experiencia cristiana. Es el fruto de una separación entre fe y razón que se ha consumado en Occidente en los últimos siglos, por la cual ambas se conciben ajenas una a la otra. La fe siempre viene de otro: la iniciativa es de Dios, pero también nuestra respuesta se hace posible gracias a ese don, a su presencia en nosotros, que suscita nuestra respuesta.

¿Puede explicar mejor este punto?
No existe una proporción inversa – a más don, menos libertad –, sino una proporción directa: la sobreabundancia del don hace posible y más sencilla la respuesta libre. Se podría documentar por analogía en el ámbito de la experiencia elemental de cada hombre: cuanto más intenso es un amor, más inesperado, más conmovedor, tanto más capaces somos de movernos para responder a él. Su iniciativa nos precede siempre y hace posible la nuestra. No en vano la encíclica vincula la fe tanto a la verdad como al amor.

La encíclica cita hasta 23 veces la palabra “corazón”. ¿Qué significado tiene este término en relación a la fe?
La encíclica es precisa al usar el término “corazón” en un sentido bíblico, que nada tiene que ver con una reducción sentimental del corazón, como habitualmente sucede en la literatura o en el sentido coloquial del término. Corazón es el yo humano en su integridad y en la unidad de todos sus dinamismos afectivos, volitivos y cognitivos. El corazón es la verdadera sede del don de Dios, que toca lo más profundo del hombre e interesa a toda su persona.

En la introducción se lee que la cultura contemporánea ha relegado la fe a la “oscuridad”, en oposición a la luz de la razón. «Nuestra cultura ha perdido la percepción de esta presencia concreta de Dios, de su acción en el mundo». ¿Existe un camino para redescubrir hoy la fe?
Sí. Puesto que la fe es un don, el camino para redescubrirla es tener un encuentro gratuito con una Persona, toparse con un acontecimiento. La fe no es producto de factores antecedentes, sino don de Dios en sentido “puro”: el hombre no puede, por así decir, construir una escala que poco a poco le lleve a la posesión del Dios vivo y verdadero. Si Cristo no se dona, haciéndose presencia humana para el hombre en la comunidad cristiana, no hay otro camino alternativo que haga posible la fe cristiana.

Sin embargo, existe una disposición del hombre hacia la verdad.
En el hombre existe un conjunto de exigencias y evidencias que le hacen más fácil reconocer y acoger este don con todo lo que implica. Si existe un camino hacia la fe, ese es el de toparse en un encuentro con Jesús, con la sencillez de la que habla el Evangelio, con un corazón de niño.

En la Vigilia de Pentecostés (18 de mayo), a la pregunta sobre cómo había podido alcanzar en su vida la “certeza de la fe”, Francisco respondió que «fue sobre todo mi abuela (…) quien marcó mi camino de fe». Sin embargo, otros que la recibieron del mismo modo la han perdido.
Puesto que viene de fuera de mí, la fe está intrínsecamente ligada a una relación, porque es en una relación como acontece un don entre personas. El Tú de Dios – y esta es la genialidad del catolicismo – nos alcanza mediante los “tú” humanos. El ejemplo del Papa resulta muy adecuado porque demuestra que todos necesitamos un testigo, uno que viviendo en primera persona la fe haga posible nuestra adhesión personal al don de Dios. Esta trama de relaciones que constituyen el mundo de la vida es el cauce a través del cual nos llegan tantos bienes, tantos conocimientos, tantos beneficios para nuestra vida, y Dios se ha querido plegar a este mismo método para comunicarse, mediante los testigos. Con gran escándalo para muchos; pero es el método que Dios ha elegido.

¿Por qué María es «icono perfecto de la fe»?
Porque en María se cumplen en plenitud todas las dimensiones de la fe. Por ejemplo, la dimensión histórica: es hija de Sión, es decir, se inserta en la tradición de los “justos de Israel”, aquellos que esperan el cumplimiento de la promesa de Dios; o la dimensión existencial, porque ella acogió el don del Altísimo en la plenitud de su humanidad como nadie más puede hacer. Fue hasta tal punto agraciada por el don divino que en ella la libertad como adhesión fue pura.

¿Qué quiere decir?
Que en ella don y libertad se cumplen recíprocamente. Aquí se ve la superación de la contraposición de la que se hablaba antes. La Virgen es aquella que ha recibido un don superior a cualquier otro, el Don más alto que se pueda tener. Por eso es la que ha sido capaz de dar la respuesta más personal e íntegramente humana a Dios que se pueda imaginar en el mundo.

¿Dónde reside la novedad de esta primera encíclica del papa Francisco?
Es una bellísima síntesis sobre la fe, que atesora todo lo propuesto en los documentos del Concilio y en las encíclicas de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Ahora, por primera vez, tenemos una enseñanza sistemática del magisterio sobre la fe. En segundo lugar, es evidente la decisión de privilegiar la dimensión de acceso a la verdad propia de la fe, mientras que a veces se subraya más la oscuridad de la fe o el no ver. En la encíclica, la fe es sobre todo un ver, ella misma es una luz que ilumina la razón y que hace posible conocer la realidad. Luego, en tercer lugar, esto lleva a un despliegue sacramental y eclesial, con consecuencias decisivas para la vida personal y social, pero ese es un tema que exigiría profundizar más.