El otro es un bien, también en España

España no es Italia. En España hay un gobierno con mayoría absoluta que da, de momento, estabilidad política al país y que puede pilotar con cierta firmeza las necesarias reformas económicas. España no es Italia. Pero se parece en muchas cosas. Lo ha puesto de manifiesto Álvaro Delgado Gal en su reciente artículo "La democracia naufragada". Se ha producido una intensa polarización, una desafección hacia los políticos y la política. Aumenta el radicalismo.

Entre los observadores más agudos hay un cierto consenso: la gran obra de la Transición, la que el historiador Stanley Payne ha calificado como "la mayor aportación de España al mundo en la edad contemporánea", se ha ido al traste. Jon Juaristi, una de las mentes más preclaras del panorama actual, señalaba hace unos días, en un artículo precisamente titulado "Transición", la mutación que se ha producido en la clase media. Esa clase media que, en el paso de la dictadura a la democracia, percibía lo mucho que tenía en común con el otro, que compartía con el diferente el deseo de desarrollo y de paz, que quería perdonar los horrores de la guerra civil, ahora está radicalizada. "Se está produciendo en España una radicalización de la clase media perceptible en dos fenómenos que solamente en superficie parecen desconectados: el descrédito de la casta política y el auge de los nacionalismos", señalaba Juaristi.
En esta situación es especialmente pertinente el artículo que la semana pasada publicaba Julián Carrón, presidente de la Fraternidad de Comunión y Liberación, en La Repubblica. Llevaba por título "También en política el otro es un bien". Y señalaba que "la situación actual de bloqueo es el resultado de la percepción del adversario político como un enemigo, cuya influencia debe ser neutralizada o por lo menos reducida a la mínima expresión". No siempre fue así, Europa se reconstruyó porque el otro se percibió como un recurso. En España sucedió lo mismo hace 35 años.
Un proceso complejo ha destruido esa evidencia social. La historiadora Paloma Aguilar Fernández, que puede considerarse "progresista", explica que el concierto básico de la Constitución del 78 se quebró "en las vísperas de los comicios electorales de 1993", cuando la izquierda vio peligrar su permanencia en el poder y "cuando decidió romper el acuerdo político y hacer una campaña desesperada contra el Partido Popular mediante la instrumentalización de su pasado franquista" (Guerra Civil. Mito y memoria. Marcial Pons). Delgado Gal sitúa la quiebra en los atentados de Atocha de 2004: "desde entonces, la democracia ha perdido vigor institucional y arraigo en los corazones. La euforia económica encubrió la decadencia institucional. Pero se había roto un resorte. Se había roto seriamente. La crisis económica ha puesto las cosas al desnudo".

Otro progresista como es el escritor Antonio Muñoz Molina ha puesto de manifiesto recientemente la "traición" de la izquierda a sus ideales (Todo lo que era sólido. Seix Barral). Por su parte, la derecha, que no ha tenido suficiente profundidad cultural y que se ha dejado dominar por el economicismo, ha sido incapaz de superar la dialéctica de la polarización.
Como dice Juaristi, urge "una transición política para reconstruirlo antes de que se venga abajo definitivamente". Esa segunda Transición, como la primera, hay que hacerla desde más allá de la política para que pueda ser política. "Si no encuentra espacio en nosotros la experiencia elemental de que el otro es un bien para la plenitud de nuestro yo, y no un obstáculo, será difícil salir de la situación en la que nos encontramos, tanto en la política como en las relaciones humanas y sociales", señala Carrón.
La tarea fundamental de los católicos, en este panorama, es contribuir a recuperar esa evidencia. No defender una posición partidista, ni tampoco convertirse sólo en el bastión de unos principios o de una agenda que se considera irrenunciable. Una contribución que sea útil a todos no puede basarse solo en la ética o en los derechos naturales.
Con la vuelta de la democracia la Iglesia española optó por no construir un partido católico. Ahora es evidente que no tendría sentido. Pero queda siempre la tentación de intentar construir una forma de presencia que, de alguna manera, sueñe con reconstruir una hegemonía perdida. Para que ciertos valores queden tutelados. Carrón, sin embargo, señala que la aportación social que puede hacer la Iglesia es poner de manifiesto que la política no se basta a sí misma. Y ofrecer, para la reconstrucción de la conciencia del valor del otro, la experiencia de Cristo resucitado. Porque "sin la experiencia de una positividad real, capaz de abrazar todo y a todos, no es posible volver a empezar. Este es el testimonio que todos los cristianos, empezando por los que están más implicados en política, están llamados a dar, junto a cualquier hombre de buena voluntad, como contribución para desbloquear la situación: afirmar el valor del otro y el bien común por encima de cualquier interés partidista". ¿Una fuga espiritual? Ni por asomo. Esa experiencia es generadora de diálogo, de obras, de empeño en las instituciones.
El otro es un bien, también en España.