Custodiar como José, confirmar como Pedro

José Luis Restán

Pedro y José. Dos hombres elegidos misteriosamente para que se cumpla el designio del amor de Dios al mundo. La celebración de la Misa de Inicio del Pontificado de Francisco los ha entrelazado bellamente. José es el hombre a quien el Señor quiso poner al frente de su casa, el custodio. José no inventa, no planifica, José obedece el designio del Dios bueno que había aprendido a reconocer dentro de la historia de Israel. El papa Francisco ha querido identificarse con su misión de custodiar.

El custodio es uno que reconoce algo grande que le precede. Algo que no entiende del todo pero por lo que merece la pena dar la vida. José hizo “lo que le había mandado el ángel del Señor, y así veló por María y por su hijo Jesús”. Pero esa encomienda se extiende al Cuerpo de Cristo en la historia, la Iglesia. Ahí está el vínculo que le anuda con Pedro, el pescador de Galilea al que Cristo convoca para ser “piedra”, cimiento del edificio de la Iglesia.

Del mismo modo que Benedicto XVI no quiso trazar en su inicio de pontificado un programa, tampoco ha querido hacerlo Francisco. Porque al igual que José en la primera iglesia de Nazaret, lo primero es estar a la escucha de lo que diga el Señor, estar disponible a sus proyectos y leer sus signos. “Dios no quiere una casa construida por el hombre sino la fidelidad a su Palabra, a su designio”. Quizás sea éste el núcleo de la primera homilía del papa Francisco. Como Pedro, él ha recibido del Señor el encargo de confirmar en la fe, de atar y desatar, pero siempre al servicio de la gran misión de salvar a los hombres.

Su único poder es servir como Cristo, abrazando a los pobres y los abandonados con una misericordia que no es de este mundo, con una palabra que sólo es eco de la única Palabra que salva. Y como viene repitiendo estos días, es un servicio cuya culminación está en la cruz. Vano sería cualquier atajo, para Francisco y para la Iglesia que ahora preside en la caridad. Para que la estrella de la esperanza no deje de brillar sobre un mundo en el que siguen acechando las sombras.