Dos papas, dos carismas

Cristina López Schlichting

Hace falta mucha talla para cambiar los ritmos de una institución tan universal y antigua como el Papado. Por mucho que repitamos que se han producido otras dimisiones a lo largo de los siglos, Benedicto XVI escribió ayer una de las páginas de la Historia. Gregorio XII dejó el puesto en 1415 y Benedicto IX, en 1032, pero hace tanto de aquello que sin duda la decisión del Papa Ratzinger es revolucionaria. Me gusta la Iglesia una barbaridad, que diría Ussía, porque aquí cada uno vive intentando ajustarse a la recta conciencia y poniéndose ante Dios, pero en plena libertad, una libertad que no se da en ningún otro sitio. Siempre hay jefes, costumbres, leyes, pero para el cristiano, sujeto sólo a Su Señor y al amor, el libre albedrío es la única norma. Por eso el padre Damián fue un aventurero que murió leproso en la isla de Molokai; Tomás Moro vivió casado en la corte de Enrique VIII; Francisco de Asís y Teresa de Calcuta eligieron vivir entre los más pobres de entre los pobres y Teresita de Lisieux vivió recluida en un convento y se convirtió después en patrona de las misiones. Se equivocan los que incluso dentro de la Iglesia intentan destilar normas rígidas, porque no las hay. Ni el matrimonio ni el celibato; ni la riqueza ni la pobreza; ni la intelectualidad ni la sencillez de Fray Escoba; ni el mundo ni el claustro garantizan la santidad, pero todos ellos son espacios donde ser santo es perfectamente posible si a Cristo le da la divina gana. La cuestión es que con Juan Pablo II hemos aprendido a vivir la vejez y el sufrimiento de la enfermedad con una grandeza envidiables y ahora con Benedicto XVI recibimos una enseñanza definitiva sobre la inteligencia y la humildad necesarias para reconocer que otro puede hacer tu tarea mejor que tú. ¿Cómo se puede alabar a la vez dos conductas tan distintas? Pues se puede, porque cada hombre tiene una trayectoria única e irrepetible, que nadie puede sustituir. Cada persona es imprescindible y la realidad, compleja. En su bellísimo y profundo texto de despedida Joseph Ratzinger hace un guiño sobre la diferencia entre él y Woijtyla: «Soy muy consciente –dijo ayer– de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevando a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también, y no en menor grado, sufriendo y rezando». Y sin embargo, el Papa explica que el mundo y la Iglesia están cambiando de forma irreversible: «En el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve, para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio es necesario también el vigor del cuerpo». Evidente.