El hombre y la posibilidad de encontrar el infinito

Javier Prades

En el ámbito de la cultura plural de Occidente, donde conviven diferentes expresiones de relación con el infinito, incluso contrapuestas, se puede escuchar la experiencia de una relación singular con el infinito: la historia de los primeros hombres que se encontraron con Jesús y que le reconocieron como el Cristo, el Mesías de Israel, el Hijo de Dios.
El Evangelio es un largo relato de experiencias de este tipo. Muchas personas corren a contar a otras algo que les ha cambiado la vida: el encuentro con Jesús de Nazaret. No nos sorprende que Benedicto XVI afirme que «el Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida» (Spe Salvi 2).
¿Qué veían en Jesús? Muy resumidamente, podríamos decir que en aquel «encuentro» reconocían una presencia excepcional, sin parangón posible, en la que intuían que Dios se hacía cercano, es más, que estaba allí, con ellos.
Teniendo presente el título del Meeting («La naturaleza del hombre es relación con el infinito»), se podría decir que cuando aquellos hombres conocieron a Jesús hicieron una singular experiencia de relación con el infinito, porque aquel hombre portaba el infinito, lo hacía – por decirlo así – sentir, ver y oír, y así advertían que su vida encontraba un cumplimiento sobreabundante en aquella relación.
San Marcos describe claramente el comienzo de la actividad pública de Jesús (Mc 1, 16-39). Él llega al corazón de los afectos más personales, enseña en la sinagoga y deja con la boca abierta a quien le escucha, tiene poder sobre los demonios y la gente dice: «¡Este actúa con una autoridad nunca vista!».
Durante la convivencia con este hombre extraordinario, iban descubriendo los rasgos inconfundibles de un nuevo modo de conocer el infinito misterio de Dios y, por tanto, de conocerse a sí mismos. Salía a la luz la estatura infinita de su yo, hasta descubrir con admiración y sorpresa que su yo era más grande que el mundo.
No he encontrado un modo más eficaz de describir esta sorprendente valoración de uno mismo y del propio destino, fruto del encuentro con Jesús, que las palabras que don Giussani dirigió a Juan Pablo II en mayo de 1998: «“¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para darle poder?”. Ninguna pregunta me ha impresionado tanto en la vida como esta. Solamente ha habido un Hombre en el mundo que podía responderme, planteando una nueva pregunta: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si luego se pierde a sí mismo? O, ¿qué podrá dar el hombre a cambio de sí mismo?”. ¡No he escuchado jamás ninguna otra pregunta dirigida a mí que me dejara tan cortada la respiración como esta de Cristo! Ninguna madre ha escuchado jamás otra voz hablar de su hijo con la misma ternura original y valoración indiscutible del fruto de su seno, con semejante afirmación totalmente
positiva de su destino: únicamente la voz del hebreo Jesús de Nazaret. Pero, más aún:
¡ningún hombre puede sentirse mejor afirmado con la dignidad de quien tiene un valor
absoluto por encima de cualquier logro suyo! ¡Nadie ha podido jamás hablar así en el
mundo!».
Lo que habían percibido los primeros discípulos, lo que expresaba don Giussani con esta dramática sensibilidad, y lo que tal vez también cada uno de nosotros ha podido descubrir con estupor y humildad, es que se puede conocer a uno mismo, al mundo y a Dios, según una novedad inimaginable. Se puede mirar todo con una mirada infinita, con la mirada de Dios. Es sobre esto sobre lo que sentimos la responsabilidad y la alegría de hablar a todos.