Ratzinger ante los monstruos

ABC, 24/03/10
Gabriel Albiac

«HEMOS rechazado todo aquello que en nosotros anhelaba la bestia»: Malraux, acerca de la grandeza humana; la del animal que se sabe a un milímetro del monstruo y que combate desesperadamente consigo mismo para no serlo. Me ha retornado Malraux mientras leía el último texto de uno de los grandes intelectuales europeos actuales y uno de sus pocos sabios: Joseph Ratzinger, hoy Papa, pero igual de grande en lo teológico desde sus años profesorales a final de los cincuenta. No es necesario creer en nada, salvo en la inteligencia, para apreciar la elegancia conceptual de Benedicto XVI. Puede que sea incluso más sencillo.
La Carta pastoral a los católicos de Irlanda del 19 de marzo es un tratado de los monstruos. Repleto de sabiduría. Y de piedad. Ambas son lo mismo: ¿y quién no recuerda la pena de la criatura de Frankenstein en la película prodigiosa de James Whale: «soy malo porque sufro», soy un monstruo porque sufro, soy un monstruo porque soy humano?
Los monstruos son signo de lo más encubierto del alma humana: «monstruo de sueños», llama al alma Malraux. Signo de lo más oscuro. También, de aquello que nos horroriza porque lo sabemos parte del coste sombrío de ser hombre. El monstruo es la parte de lo humano que nadie soporta ver. Y ante la cual decimos sorprendernos, porque es demasiado duro afrontar hasta qué punto su vergüenza acecha a todo aquel que renuncie a darle seca batalla.
El abuso sexual de los menores -en torno al cual en la Iglesia irlandesa gira la dolorosa carta de Ratzinger- es uno de los más universales horrores que anidan en el inconsciente humano.