Españolismo involuntario

ABC, 05/03/2010
Ignacio Camacho

En su afán por rechazar y alejarse de la identidad española, los independentistas catalanes han reverdecido uno de los fenómenos más genuinos de la cultura celtibérica; pocas cosas hay más nacionales que la polémica sobre las corridas de toros, que lleva ahí tanto tiempo como la fiesta misma. Si acaso hay algo aún más nacional es el vicio de prohibir, y esos tipos han caído de golpe en las dos pasiones con un reflejo inconsciente. Les guste o no, España está cosida con ciertos hilos invisibles y uno de ellos es esta morbosa inclinación a la controversia estéril, a un antagonismo banderizo que ni siquiera es ideológico -hay numerosos antitaurinos de derechas e izquierdistas taurófilos-, sino puramente visceral, impulsivo y exaltado. Españolísimo, mal que les pese.
Si algo de novedoso tiene esta enésima edición de un debate secular es la liviandad intelectual con que lo ha planteado el Parlamento de Cataluña. Un litigio histórico en el que han participado Unamuno y Ortega, Goya y Jovellanos, Pérez de Ayala o Noel, Bergamín y Pérez de Ayala, Ferrater Mora o Cossío, no se puede actualizar en una comisión semianónima de ganaderos en crisis, veterinarios ecologistas, sociólogos posmarxistas, escritoras melancólicas, psicólogos conductistas y un alcalde comunista franchute, que por cierto está a favor de la lidia. El único guiño de enlace con la rutilante veta de la querella taurina es un torero que se llama Joselito, al que encima le negaron la traducción del catalán para que se notase el toque identitario. Ese florilegio tan posmoderno será muy del gusto del esquerrismo pero ahí falta masa crítica, enjundia filosofal, materia gris, prestigio doctoral y brillantez retórica. Esa ganadería va corta de trapío; eso no es una discusión de sabios sino un debatillo de penenes.
Claro que si llamasen a gente de peso se iba a notar el desequilibrio en perjuicio de los abolicionistas, que a día de hoy no tienen a un Savater o a un Vargas Llosa, y que para compensar la carencia tratan de hacer pasar por filósofos a profesores de filosofía. Esta desventaja no es de ahora mismo; en la vieja disputa dialéctica sobre la tauromaquia hay una superioridad flagrante, en talento y fama, del bando favorable. Con honrosas excepciones, casi todas dentro de la Generación del 98, la expresión del pensamiento antitaurino ha sido siempre más bien una superficial propaganda de agitación más o menos apasionada. Los adversarios de la fiesta no cuentan en sus filas históricas con un Picasso, un Alberti o un Lorca, por citar sólo ejemplos de incuestionable filiación ideológica.
Pero eso importa poco cuando existe un designio político. El independentismo catalán ha formulado un diktat contra la fiesta por su incuestionable raíz española, aunque lo disfrace de ecologismo y esté tropezando con la cerrada defensa de los franceses. Y en esa ceguera sectaria no cae en la cuenta de que incurre de lleno en una españolísima intransigencia.