Schuster. «No tengo más recuerdo que daros»
A los 70 años de su muerte, un recorrido por la larga vida del beato Alfredo Ildefonso Schuster. «Parece que a la gente ya no le convencen nuestras predicaciones, pero ante la santidad todavía cree»«Es propio de los santos seguir siendo misteriosamente “contemporáneos” de cada generación: es la consecuencia de su profundo arraigo en el eterno presente de Dios». Esto lo escribió san Juan Pablo II en la carta Operosam diem (1 de diciembre de 1996) con motivo del 16° centenario de la muerte de san Ambrosio. Creo que estas palabras también pueden valer para el beato cardenal Alfredo Ildefonso Schuster, de cuya muerte se cumplen 70 años. ¿Qué nos puede seguir enseñando hoy?
Alfredo nació en Milán el 18 de enero de 1880. Su padre, Giovanni, fue un soldado pontificio, pero al finalizar el poder temporal del Papa se formó para ser sastre, aunque no ganaba demasiado y ya tenía 61 años cuando nació Alfredo, fruto de su tercer matrimonio con Anna Maria Tutzer, treinta años más joven que él, que aceptó hacerse cargo de los hijos del viudo. Cuatro años más tarde llegó su hermana Giulia, acompañada de pobreza y dolor, pues el padre murió cuando Alfredo tenía apenas nueve años. Siempre recordaría lo que sucedió después del funeral, cuando su madre abrió el armario y le dio a sus hijos dos o tres panes, unas monedas y dijo: «Esto es todo. Mañana ya no tendremos nada que comer». De hecho, solo la caridad de los vecinos y la laboriosidad de su madre –que trabajaba como mujer de la limpieza por horas– les permitió sobrevivir.
Alfredo no se dejó vencer –como les pasa hoy a muchos– por estas pruebas. Escribe en su Diario: «Vive recogido. Evita sobre todo el ocio como padre de todos los vicios. Mantente siempre ocupado y estudia». Así lo hizo, animado por la fe que le transmitió su madre. Su Diario sigue diciendo: «Ama, ama mucho, ama perdidamente, primero a tu Dios, y por tanto a su adorable imagen en todos los hombres». Ese fue su ideal y así se lo transmitió a su hermana pequeña, a la que escribía el 8 de mayo de 1907: «Nuestra patria, nuestro reino, nuestra casa paterna es el cielo (…). El reino de Dios está dentro de nosotros, en lo secreto de nuestra conciencia, en el silencio del alma, ahí es donde debemos vivir esta vida intensa de caridad y de fe que quiere Jesús». Nunca se avergonzó de ser pobre, de hecho afirma en su Testamento: «Nací y viví pobre, y siendo monje, incluso en el trono de san Ambrosio, siempre me he considerado, no ya propietario, sino dispensador de los bienes de mi Iglesia».
Nunca faltaron personas buenas, como el barón Pfiffer d’Althishofen, coronel de la Guardia Suiza, que en 1891 se interesó por que el joven Alfredo pudiera entrar con los “oblatos” del monasterio de San Pablo Extramuros. Los benedictinos siempre acogían a jóvenes pobres y se encargaban de su educación, compartiendo con ellos su forma de vida y su espiritualidad para que en su madurez estuvieran preparados para volver libremente con su familia y ganarse la vida.
Pero Alfredo decidió quedarse y continuar con esa forma de vida que le fue moldeando con el estilo que san Benito proponía desde hacía siglos y que se resume en un espléndido trinomio: «Ora. Labora. Noli contristari», que podría traducirse: “Cuida con equilibrio tu relación con Dios y con el mundo. ¡Comprométete! Pero hazlo todo con serenidad, sin desanimarte nunca”.
Esta forma de vida marcó la historia de la Iglesia y de la civilización europea. En el fondo, los ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola también se inspiran en la discretio que tanto recomendaba Benito y que Schuster aprende. El sabio ejercicio del compromiso, teniendo siempre presente el motivo: el amor de Dios por cada uno de nosotros y el que espera de nosotros con un respeto infinito por nuestra libertad. Todo ello realizado con equilibrio, sin dejarse vencer por la desilusión ni la dificultad. Así lo vivió el joven monje, como documentan muchos de sus escritos. «La esperanza forma parte esencial de nuestra misión porque Evangelio (…) significa buena nueva (…). (Dios) ama demasiado al género humano, hasta convertir el mal en bien». Y añade: «La santidad no consiste solo en la austeridad de la observancia, pues entonces los faquires nos superarían. El más santo es el que más ama. El más santo es el que más se entrega a Dios. El más santo es el que más se olvida de sí mismo». Consejos que creo que hoy conservan su validez.
Esas normas de sabio equilibrio le sirvieron en sus 25 años de episcopado en Milán. Poco más de un mes después de su nombramiento arzobispal (8 de septiembre de 1929) estalló la terrible crisis del 29. Luego la guerra italiana en África y el combate entre los totalitarismos de entonces (bolchevismo, nazismo, fascismo) que se cobró la piel, la sangre y la fe de los españoles, con la muerte de decenas de miles de hombres y mujeres, sacerdotes, monjas y obispos. Después la Segunda Guerra Mundial, el sacrificio de 56 millones de muertos y las bombas de Hiroshima y Nagasaki, que marcaron también el derrumbe de imperios como el inglés y el francés, mientras que el sangriento imperialismo bolchevique de Stalin todavía duraría mucho. La respuesta o propuesta de Schuster en ese contexto fue: «En medio de una atmósfera oscurecida por el odio, brilla el astro del amor (…). Dios es amor. Amaos unos a otros». Lo resumió de manera espléndida con motivo de la Pascua de 1945: «¡Este año volvemos a celebrar nuestra Pascua en guerra! (…) Cristo es nuestra Pascua y donde está Cristo siempre es Pascua, aunque fuera brame la guerra, porque el Señor verdaderamente ha resucitado».
En esta “lucha” por el bien, Schuster no se ahorró nada. Desde que se despertaba a las 3:30h hasta las 21h, cuando se retiraba, era infatigable, con su famosa invitación, amable pero firme: «¡Vamos! ¡Adelante!». Nunca desistió y cuando alguien le sugería que descansara un poco, respondía con las palabras de san Carlos: «Para alumbrar a los demás, una vela debe consumirse». A una colaboradora que le reprochó que hacía demasiada penitencia, le contestó: «Dios es un Dios celoso». Nunca nada es demasiado para quien ama.
De ese amor nace toda su actividad, que parece increíble: cinco sínodos diocesanos, cinco visitas pastorales por toda su inmensa archidiócesis, dejándose ver de rodillas en la puerta de la iglesia ante los ojos aún somnolientos del sacristán o del párroco. Allí donde hubiera necesidad de la palabra del obispo, para denunciar cualquier abuso, allí estaba él, como cuando Mussolini suspendió la Acción Católica en mayo de 1931 y no en vano la policía escribió en su Informe secreto: «A pesar de todas las apariencias (Schuster) es un enemigo firme e irreconciliable del fascismo. Ningún prelado es más contrario al régimen que el actual arzobispo de Milán, y de hecho Mussolini haría bien alejándolo de Milán».
En realidad se dejaba guiar solo y sin temor por el evangelio en su defensa de los oprimidos y contra la barbarie. Recordemos el coraje con que logró que el 14 de agosto de 1944 retiraran los cuerpos de los partisanos fusilados en la plaza de Loreto. El mismo coraje que tuvo el 29 de abril del año siguiente, cuando amenazó con ir él mismo a recoger el cadáver de Mussolini que habían colgado de forma bestial en esa misma plaza.
Tampoco se puede olvidar su homilía del 13 de noviembre de 1938, cuando condenó las Leyes Raciales fascistas con el mismo coraje que san Ambrosio frente al emperador Teodosio: «Viene de fuera y serpentea por todas partes una especie de herejía (…). Es lo que llaman racismo. (…) La Iglesia no hace política ni economía social, pero distinción de razas en la Iglesia cristiana, no, ¡no podemos hacer trizas a Cristo!». Esas leyes eran una “herejía”, lo que significaba autorizar a los católicos a desobedecer al Duce, que ya era un dictador.
No solo fue profético sobre el fin de los totalitarismos, tan poderosos entonces, sino también sobre el futuro de la Iglesia. Ya en 1931 decía: «Solo el santo puede dominar y conquistar el mundo. Concordatos, eje eclesial, capas canónicas y armiños, no sabemos qué quedará de toda esa parafernalia medieval dentro de cincuenta años. Para bien o para mal, lo que queda es que el mundo de hoy todavía entiende a don Bosco, a don Orione, a don Guanella, a don Plácido que entra en el bosque y ¡se quita los pantalones para dárselos a un pobre que le ha pedido caridad! (…) Hombres quizá de pocas palabras y de formas bruscas porque su predicación más eficaz era su propia vida. Pues bien, el pueblo comprendía su mensaje, que llegaba, mientras que muchas otras predicaciones duran lo que duran».
El método eficaz no consistía por tanto en muchas palabras sino en “mucha” vida creyente y convencida. Fue amigo de santos como Luigi Orione o Giovanni Calabria, con los que compartió una certeza: «La caridad y solo la caridad salvará al mundo». También fue animador de santos: abrió la Causa de beatificación del cardenal Andrea Carlo Ferrari y Serafino Morazzone. Y en su época se formaron muchos “santos”, como Gianna Beretta Molla, Carlo Gnocchi, Luigi Monza, Giuseppe Lazzati, Marcello Candia… Un elenco interminable que aún nos sigue asombrando… y estimulando: “¿Por qué no podría serlo yo?”.
Tal vez esta “explosión” de santidad se deba también a cómo cuidó la catequesis. Durante su episcopado, la diócesis creció en un millón de habitantes y se lo proponía a todos sin cansarse. «A un párroco que me pidió consejo hace tiempo sobre si debía empezar por la iglesia parroquial o por el oratorio, le respondí sin dudar: “Empiece ya con el oratorio, porque del oratorio se pasa a la iglesia parroquial y no al contrario”. Un templo parroquial sin oratorio acaba convirtiéndose fácilmente en un desierto». También fue profético en esto.
Había una forma “concreta” de verificar si la catequesis era eficaz y daba fruto: el paso al compromiso de la caridad. Es precioso lo que escribe a los párrocos en 1939: «A los jóvenes no les basta una vida de fe de comunión, catequesis, charlas, etcétera. Su fe necesita el paso de la caridad cristiana. Sobre todo con visitas periódicas a las casas de los pobres, a los enfermos en los hospitales, a los presos, a los que se mueren de frío en los suburbios de las grandes ciudades, ahí es donde los jóvenes pueden encontrar la realización completa de su vida cristiana». Son muchas las iniciativas, que siguen siendo actuales y que no conviene perder porque están llenas de vida.
Un ejemplo entre otros muchos. Cuando en enero de 1946 leyó en la prensa que el día de Navidad tres personas habían muerto de frío, tendió la mano en nombre de todos: «Las estadísticas de Milán hablan de miles y miles de familias que no tienen casa, que durante este crudo invierno se exponen a mil padecimientos de hambre y frío. (…) Ahora, en nombre de la caridad y la justicia me atrevo a lanzar un llamamiento a todos los que dispongan de medios, banqueros, industriales, financieros (…), y quieran colaborar en esta obra cristiana de construir casas para los que no la tienen». Nace así la Domus Ambrosiana, trece palacios construidos en la periferia con las ofrendas de los fieles, cuyos apartamentos se asignarían a parejas de recién casados o familias necesitadas con alquileres más bajos. En esta iniciativa se implicaron también los oratorios, pues esa era su tarea: comprometerse.
Schuster animaba al compromiso de los laicos en la parroquia y en el mundo. Ya entonces hablaba de los Consejos parroquiales. «Proporcionan una gran ventaja a los párrocos, ofreciéndoles una visión y un cuadro más completo sobre el estado de la parroquia y sus necesidades. Implican a muchas personas y familias para sostener y apoyar la tarea del párroco». Junto a los Consejos parroquiales, también prestó atención a los institutos seculares, formas de vida de hombres y mujeres consagrados a Dios que lo testimonian en su forma de vivir el trabajo, que no se diferencian de los demás por su hábito sino por su corazón. Son demasiados para citarlos todos, porque es una fuente que sigue brotando con vivacidad, desde el Instituto de Cristo Rey a los Memores Domini. Y aún no hemos terminado.
Quisiera hacer mío y proponer a todos su despedida de este mundo. En el ocaso del 14 de agosto de 1954, agotado por el cansancio, el cardenal llegó al seminario menor de Venegono para reposar unos días su corazón enfermo por su celo pastoral, que lo consumió en sus 25 años de episcopado. Salió al balcón al oír cantar a los seminaristas, que se habían reunido debajo del apartamento arzobispal a esperar su saludo. Les dijo: «Vosotros queréis un recuerdo mío, pero no tengo más recuerdo que daros que una invitación a la santidad. Parece que a la gente ya no le convencen nuestras predicaciones, pero ante la santidad todavía cree, todavía se arrodilla y reza. Parece que la gente vive ajena a las realidades sobrenaturales, indiferente al problema de la salvación. Pero cuando pasa un auténtico santo, vivo o muerto, todos corren a verlo pasar. No olvidéis que el diablo no tiene miedo a nuestros estadios ni a nuestros cines, pero tiene miedo a nuestra santidad».
A los pocos días un cortejo impresionante acompañaba su cuerpo desde Venegono hasta Milán. Y era cierto: «Cuando pasa un santo, todos corren a verlo pasar».
*Ex rector del Pontificio Seminario Lombardo, actualmente responsable del Servicio para las Causas de los Santos en la Archidiócesis de Milán y consultor del Dicasterio para las Causas de los Santos