Acompañar la vida, siempre
Un documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe aborda el cuidado de las personas en las fases críticas y terminales de la vida. Breve itinerario por la Carta “Samaritanus bonus”El 22 de septiembre de 2020 la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó la Carta Samaritanus bonus sobre el cuidado de las personas en las fases críticas y terminales de la vida. Su objetivo, como dice en la Introducción, es responder a la necesidad de una aclaración moral y de una orientación práctica ante el progreso tecnológico, que incrementa el poder de la práctica médica para condicionar los procesos vitales, y el nuevo contexto social, definido por una normativa internacional cada vez más permisiva en materia de eutanasia y suicidio asistido.
El capítulo 1 presenta los fundamentos antropológicos, afirmando que la persona humana, corpore et anima unus, es una criatura limitada y finita abierta a lo Ilimitado e Infinito, como demuestra la exigencia de sentido que plantean la enfermedad y la aproximación de la muerte de manera dramática. Por este motivo urge adoptar una noción de cuidado integral, que aborde las necesidades físicas, psicológicas, sociales y espirituales que caracterizan la búsqueda de un sentido que permita apreciar el valor de la vida, también en el momento de la enfermedad, cuando afloran los interrogantes más radicales e inquietantes: ¿por qué el dolor y el sufrimiento?, ¿qué me espera después de la muerte?
El capítulo 2 identifica en el Crucificado el lugar donde se manifiesta la cercanía de Dios al dolor y al sufrimiento humano. En él se aúnan los males del mundo: físico, por la tortura y la muerte en cruz; psicológico, por la traición, la negación y el abandono; moral, por la condena a un inocente; espiritual, por la percepción de la lejanía de Dios. El evento pascual ofrece también el paradigma de la actitud del cuidado, encarnado en los que permanecen bajo la cruz, María con las otras mujeres y Juan. La vida encuentra justificación en la experiencia de sentirse amados y reconocidos en nuestro valor, único e irrepetible, sobre todo en los momentos más dramáticos e intensos de nuestra existencia.
El capítulo 3 remarca el valor incalculable de la vida humana, que es un bien fundamental, condición para disfrutar de los demás bienes, incluida la libertad, que por tanto está llamada a vivirse responsablemente. Por este motivo, eliminar a un enfermo que pide la eutanasia no implica reconocer su autonomía, pues esta se ve fuertemente condicionada por la aflicción a la que está sometida, sino desconocer el valor de su vida, impidiendo cualquier relación humana que le permita un sentido del vivir o un crecimiento teologal.
El capítulo 4 describe los factores que en la actualidad limitan la capacidad de reconocer el valor de la vida. En primer lugar el utilitarismo, que se centra en el bienestar psico-físico, descuidando otras dimensiones más profundas de la existencia, de orden relacional, espiritual y religioso. Después, el emotivismo, que concibe como compasión secundar la muerte del que sufre en vez de acogerlo, apoyarlo y ofrecerle afecto y los medios necesarios para aliviar sus padecimientos. Por último, el individualismo, raíz de la perniciosa soledad que aumenta cada día, provocando un empobrecimiento de las relaciones y una falta de solidaridad.
El capítulo 5 constituye el núcleo doctrinal del documento, que aborda varios temas, como el rechazo de la eutanasia, el suicidio asistido y el encarnizamiento terapéutico, los cuidados básicos y paliativos, el papel de la familia, el cuidado en la edad prenatal y pediátrica, la objeción de conciencia y el acompañamiento pastoral a quien solicita la eutanasia o el suicidio asistido. Las cuestiones más relevantes para el debate público son tres. En primer lugar, la eutanasia, que indica la eliminación voluntaria del paciente con el fin de eliminar su sufrimiento, y el suicidio asistido, que indica el acto mediante el cual el paciente se quita la vida con ayuda médica para poner fin a su dolor. A nivel moral, ambas prácticas son intrínsecamente malas y ninguna circunstancia o intención las puede justificar. La vida afectada por el dolor y el sufrimiento no es indigna, más bien el dolor y el sufrimiento son indignos de la vida, motivo por el cual hay que rechazar la eutanasia y el suicidio asistido y promover todas las ayudas humana y técnicamente posibles para el paciente.
A nivel legal, el derecho a la vida constituye el fundamento del ordenamiento jurídico, pues es la base de todos los demás derechos, incluido el ejercicio de la libertad. Por tanto, no existe ningún derecho a disponer arbitrariamente de la propia vida, de la que tenemos el deber de hacernos cargo responsablemente. A nivel clínico, la petición de eutanasia y suicidio asistido va acompañada del dolor no gestionado y la falta de esperanza, humana y teologal, que suele ir acompañada de una falta de asistencia humana, psicológica y espiritual. Las súplicas de los enfermos graves suelen ser casi siempre peticiones angustiosas de ayuda y de afecto. En segundo lugar, el encarnizamiento terapéutico, que se refiere a intervenciones inadecuadas a la situación del enfermo, desproporcionadas frente a los resultados que se pueden esperar, y/o gravosas para él y su familia. El texto indica que siempre hay que cuidar y tratar de mantener las funciones fisiológicas básicas, al menos mientras el organismo sea capaz de beneficiarse de ellas, mientras que los tratamientos orientados a frenar un proceso patológico en acto deben aplicarse utilizando medios ordinarios y proporcionados, es decir, clínicamente apropiados y subjetivamente no gravosos. En tercer lugar, los cuidados básicos, entre los que el texto menciona la alimentación y la hidratación, y omite la referencia a la respiración. La diferencia entre medios de nutrición y/o hidratación y medios de ventilación se debe a que los primeros proporcionan sustancias que el organismo asimila de forma autónoma, mientras que los segundos también tienen la finalidad de restablecer una función fisiológica ausente.
Para terminar, la Samaritanus bonus dos beneficios principales. A nivel doctrinal, ayuda a realizar un discernimiento ético sobre el uso de medios para conservar la vida, entendiéndolo como un proceso gradual que supone el resultado de una valoración de los datos objetivos y subjetivos, en un clima de diálogo entre el paciente (o sus representantes) y los sanitarios. En caso de que la valoración clínica y/u objetiva se inclinara por no adoptar o suspender algún medio porque resultara inútil y/o gravoso, el tratamiento continuaría con los cuidados paliativos, donde confluyen las intervenciones orientadas a controlar los síntomas físicos (dolor, disnea, náuseas, vómitos), psicológicos (ansiedad, depresión, angustia), espirituales (desesperación) y sociales (deterioro de las relaciones) debidos a la enfermedad. La visión antropológica que subyace a los cuidados paliativos sigue un modelo «biopsicosocial-espiritual» en el que, como dice Daniel Sulmasy, «tienen espacio no partes separadas de la realidad humana a repartir entre especialistas, sino dimensiones distintas siempre presentes e interrelacionadas en la integridad de la persona».
LEE TAMBIÉN – La niña de Millet y el arte de cuidar
A nivel pastoral, ayuda a ver el valor educativo del dolor y el sufrimiento, que corrigen la aspereza que suele acompañar la vida («El hombre no perdura en la opulencia», Sal 48,13) y nos disponen a pedir la salvación, es decir, a liberarnos del mal y de la muerte. Por otro lado, el dolor tiene un poder desarmante y disuasorio que puede llevar a la desesperación. Por este motivo, los cristianos, junto a los hombres y mujeres de buena voluntad, están llamados a cuidar la vida afligida y sufriente, testimoniando la cercanía y compasión de Cristo que rompe las cadenas mortíferas del dolor, como leemos en la Conclusión, que remite al icono del Buen Pastor, paradigma del cuidado de la vida que los discípulos del Señor están llamados a encarnar y testimoniar.