Monjas trapenses de Vitorchiano

El perdón y el fin del mal

Vivir cada instante delante de Dios, no avergonzarse del dolor, aceptar el amor del otro, intentar reparar los errores: perdonar es posible y fecundo. El testimonio de las monjas trapenses de Vitorchiano

«Antes de acabar el día hacer las paces con quien se haya reñido» (Regla de san Benito, capítulo cuarto, versículo 73). ¿Pero se discute en el monasterio? ¡Por supuesto! Cruzar las puertas de la clausura no es suficiente para quitarse de encima las consecuencias del pecado original. Entramos y vivimos en el monasterio con toda nuestra humanidad. De hecho, en cierto sentido, una vez despojadas de tantas cosas superfluas, nuestra humanidad sale a relucir más abiertamente con todas sus cosas buenas y nobles, pero también con todos sus aspectos de miseria, pasiones, pecados…
Si además tenemos en cuenta que la nuestra también es una comunidad numerosa… Imaginad lo que podría ser la vida de 70 mujeres que viven codo con codo las 24 horas del día. Sin embargo, esto no solo es posible sino que también es hermoso… muy hermoso.

¿Qué lo hace posible? ¿Qué es lo que marca la diferencia? El hecho de vivirlo todo delante de Dios. Lo bueno, lo malo, la alegría, la rabia, la fatiga, las preguntas…
Siete veces al día vamos al coro a rezar, es decir, siete veces al día interrumpimos lo que estamos haciendo para poner nuestra persona delante de Dios, nuestro trabajo y las necesidades del mundo, las intenciones de oración que se nos confían. Puede que en ese momento yo esté agobiada porque las cosas no están saliendo como esperaba, pero las palabras de los salmos ensanchan mi mirada ante un horizonte de espacio y de tiempo más grande que ese pequeño inconveniente momentáneo. O puede que entre en la iglesia enfadada con una hermana, pero ponerme con ella en el coro a pronunciar las mismas palabras ya es en sí un juicio sobre mi ira: hay algo que vale más que mis razones, hay una justicia más grande que la que me gustaría conseguir con mis propias manos. Entonces brota en el corazón el dolor por el pecado y el deseo del perdón.

No siempre es fácil, no siempre es rápido este paso del corazón, de hecho generalmente es una lucha, una guerra que solo termina cuando acaba el mal, como dice una canción de Anastasio, a orillas del mar de Dios, es decir, cuando nuestra comunión con Dios y entre nosotros sea plena… ¡entonces será una fiesta! Mientras tanto, esta guerra que se libra en nuestro corazón es como la de Caín y Abel, Hamás e Israel, Rusia y Ucrania

La dificultad que más afecta hoy a la conciencia singular y colectiva es la tendencia –que se ha convertido en mentalidad– a concebir la propia libertad como única autora de nuestros juicios y elecciones. Dicho en otros términos, el propio capricho u opinión se convierten en criterio de elección y de acción que nuestra conciencia en cierto modo secunda.
Solo la experiencia concreta del perdón puede romper esta lógica. Ver el amor en los ojos de una madre después de que tú la hayas traicionado, dejarte abrazar por la hermana a la que has herido, escuchar las palabras “yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, es como experimentar ya algo que será el cumplimiento de nuestra vida.

El perdón no es una palmadita en la espalda, no es hacer como si no hubiera pasado nada, el perdón es reconocer que necesitamos el amor del otro para que nos diga que no somos el mal que cometemos, pero también es aceptar que tenemos algo que perdonar al otro, pues de lo contrario el resentimiento seguirá ahondando entre nosotros espacios de guerra.

Para nuestros padres esto es tan importante que la Regla establece un momento en la jornada donde nos reunimos justamente para pedirnos perdón. Antes este momento era por la noche, antes de las completas, para terminar el día reconciliadas. Ahora lo hemos desplazado a la mañana, justo después de la misa, y esto da al gesto una profundidad cristológica porque subraya el hecho de que nuestra comunión, nuestra capacidad de perdón, nace de la eucaristía que acabamos de recibir.

Hace falta fuerza para pedir perdón y hace falta libertad para perdonar, y esa fuerza en cierto sentido la da el perdón mismo. Pero no es algo mágico ni automático, requiere un camino que, cristianamente, se llama penitencia. La penitencia forma parte del sacramento de la reconciliación. No sirve mucho para reparar el mal causado, cuando además hay cosas que ni siquiera se pueden reparar. La penitencia que se nos pide es algo que vuelve a ponernos en el camino de la conversión para recuperar nuestra dignidad y la libertad de volver a decir “sí”. El arrepentimiento y el perdón no son un estado de ánimo, son las piedras que convierten los escombros que ha dejado el mal en nuevos pilares.

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La literatura cristiana ha sabido expresar esto de manera luminosa con ciertas figuras como el Miguel Mañara de Milosz o el Innominado de Manzoni. El perdón es sin duda el don más hermoso que Cristo nos hizo al morir en la cruz y resucitar. Lo que deseamos es acoger este don y vivirlo entre nosotras para testimoniar al mundo no solo que es posible, sino sobre todo que solo de esta fuente puede brotar la paz.
Comunidad de las monjas trapenses de Vitorchiano