JMJ. Un pueblo distinto y una certeza contagiosa

La vaticanista portuguesa Aura Miguel cuenta cómo ha vivido la Jornada Mundial de la Juventud, entre adultos sorprendidos y una multitud juvenil sin miedo a llevar a Cristo a las calles
Aura Miguel

Lisboa nunca había vivido nada parecido: un millón y medio de jóvenes reunidos en nombre de Cristo. Vinieron invitados por el Papa e invadieron Portugal con una alegría y un dinamismo que muchos adultos se quedaron asombrados porque nunca habían visto unas multitudes tan felices, pacíficas y dóciles.
El día de su llegada, el Santo Padre se reunió con las autoridades del país y definió Lisboa como «ciudad de encuentro» y «ciudad del océano», dejándole un importante consejo que viene a reforzar la vocación universal de esta capital, una de las más antiguas de Europa. «Lisboa, sé tú misma, sé fiel a tu identidad», dijo en su primer discurso. A esta ciudad llamada a navegar «hacia horizontes nuevos cada vez más amplios», que siempre ha sido poliédrica y multicultural, el Papa le ha pedido que abra sus brazos a los jóvenes del mundo entero.

Meses antes de la JMJ, hubo muchas críticas en Portugal sobre los beneficios que este evento podría aportar a un país cada vez más secularizado, como la mayor parte de los países europeos. «¿De qué sirve todo este dispendio de energías cuando las iglesias están llenas de ancianos y los jóvenes se están marchando?», objetaban.
Francisco, con gran realismo, afrontó esta cuestión durante su encuentro con obispos, sacerdotes, religiosos y laicos implicados en la vida de la Iglesia portuguesa. «Vivimos un tiempo difícil, lo sabemos, pero ¿te conformas solo con el pasado o te atreves a echar nuevamente con entusiasmo las redes?», preguntaba el Papa, desafiando a la Iglesia a abrazar el mundo con esperanza para convertirse en «un puerto seguro para quienes afrontan las travesías, los naufragios y las tormentas de la vida».
De este modo, durante su primer día en Portugal, el Santo Padre nos preparaba para el gran impacto de la JMJ en Lisboa, como si nos estuviera diciendo: «¡Corred el riesgo, adelante!».

Uno de los aspectos más sorprendentes de estos días ha sido ver la ciudad invadida por tantos, tantísimos jóvenes, siempre presentes por todas partes. Se movían por grupos, divertidos y obedientes a las indicaciones de sus responsables y a las autoridades. Uno de los principales agentes de las fuerzas de seguridad decía que sus hombres nunca se habían encontrado ante multitudes tan pacíficas y amistosas. Otra sorpresa era la naturalidad con que los jóvenes hablaban de Cristo. Entrevistados en la radio o televisión, o sencillamente cantando por las calles, todos expresaban con claridad su entusiasmo por Jesús, con tanta evidencia que me hacían pensar que en esta vieja Europa, tan cansada de su fe y tan individualista, es realmente asombroso oír hablar de Cristo tan explícitamente en la plaza pública. Esta certeza de los jóvenes en Cristo ha contagiado a muchos adultos que salieron de sus casas para asistir a los encuentros presididos por el Papa.

Con motivo de la fiesta de bienvenida del jueves y el Via Crucis del día siguiente, la multitud abarrotó el Parque Eduardo VII, en el corazón de la ciudad. Más de 800.000 personas se repartieron por la zona, junto a la estatua del marqués de Pombal y aledaños. En el siglo XVIII, en el año 1759, el entonces ministro del reino, marqués de Pombal, el famoso ilustrado que decretó la expulsión de los jesuitas de Portugal, intentó junto al papa Clemente XIV acabar con la Compañía de Jesús. Resulta curioso que en 2023 su estatua se viera rodeada de una enorme multitud católica aclamando a un Papa jesuita.

Con su alegría habitual, aplausos y eslóganes como “esta es la juventud del Papa”, los jóvenes disfrutaron cada momento de la celebración. Cuando Francisco tomó la palabra, fue directo al clavo. «Qué hermoso estar juntos aquí, en Lisboa. Habéis venido porque os he llamado», dijo, pidiendo un aplauso para el cardenal patriarca Manuel Clemente y para los obispos y catequistas que acompañaban a los jóvenes en Lisboa. Después añadió: «Pero es Jesús quien os ha llamado, ¡démosle gracias!». Estallaron los aplausos y continuó. «No estáis aquí por casualidad. El Señor os ha llamado, no solo estos días sino desde el inicio de vuestra vida. Nos ha llamado a todos desde el inicio de nuestra vida. Sí, Él nos ha llamado por nuestro nombre».

Cada uno de los presentes, invitado a reconocerse llamado por su nombre. «A los ojos de Dios somos hijos valiosos, que Él llama cada día para abrazar, para animar, para hacer de cada uno de nosotros una obra maestra única, original. Cada uno de nosotros es único y es original, y la belleza de todo esto no la podemos vislumbrar». Francisco lanzaba así su propuesta: «que estos días sean ecos vibrantes de la llamada amorosa de Dios, porque somos valiosos a los ojos de Dios, a pesar de aquello que a veces ven nuestros ojos, a veces nuestros ojos están empañados por la negatividad y deslumbrados por tantas distracciones». El gran objetivo era «que grabemos en el corazón que somos amados como somos». Este es el punto de partida de la JMJ, pero también de la vida. «En la Iglesia hay lugar para todos. ¡Todos, todos, todos!». La capacidad de Francisco para dialogar con los jóvenes se caracteriza por sus improvisaciones.

El Via Crucis incluía meditaciones sobre temas complicados y dramas que afectan a los jóvenes. Se siguió con enorme belleza estética y expresividad, donde no faltaron los fados ni otros elementos de la cultura portuguesa. El Papa invitó a todos a hacer unos minutos de silencio. «Que cada uno de nosotros piense en el propio sufrimiento, piense en la propia ansiedad, piense en las propias miserias. No tengan miedo, piénsenlas. Y piensen en las ganas de que el alma vuelva a sonreír». Inmediatamente se impuso el silencio entre la multitud y no se oía más que el canto de los pájaros.

Pero el fin de semana trajo consigo un esplendor aún mayor porque la inmensa belleza de Jesús, que ya había empezado a desvelarse los días previos, se reflejaba en los rostros del millón y medio de jóvenes que se reunieron en el parque del Tajo, donde el paso del río, unido a la estructura blanca del altar formando ondas, brillaba tanto la vigilia del sábado con un atardecer inolvidable como la mañana del domingo con una luminosidad que se reflejaba en las aguas del río.
«No nos volvemos luminosos cuando nos ponemos debajo de los reflectores, aunque nos sintamos fuertes y exitosos. Nos volvemos luminosos acogiendo a Jesús», destacó Francisco, porque «la verdadera belleza que brilla es una vida que arriesga por amor». Fue también inolvidable el gran silencio que invadió el parque del Tajo cuando se expuso el Santísimo Sacramento el sábado por la noche. Un silencio de intensa adoración con la mayoría de los jóvenes rezando arrodillados. «Cerré los ojos y era como si no hubiera nadie conmigo, solo Jesús y yo. Para mí fue el momento más fuerte de la JMJ», declaró un peregrino.

El domingo, con un calor intenso y ante millón y medio de jóvenes, Francisco recordó las famosas palabras de Juan Pablo II. «Queridos jóvenes, quisiera mirar a los ojos a cada uno de ustedes y decirles: no tengan miedo. Es más, les digo algo muy hermoso, ya no soy yo, es Jesús mismo quien los está mirando en este momento. Él los conoce, lee vuestros corazones, os sonríe y os repite que os ama siempre e infinitamente. Siempre e infinitamente. ¡Id pues a llevar la sonrisa luminosa de Dios a todos!». Y todo aquel mosaico de colores y diversidad, unido a Cristo y al Papa, vibraba entusiasmado.

A su regreso a Roma, Francisco decía a los periodistas que esta había sido la mejor experiencia de la JMJ que había vivido nunca. Días después, en la audiencia general del miércoles, el Santo Padre resumía lo sucedido en Lisboa. «No eran unas vacaciones, un viaje turístico, y tampoco un evento espiritual sí mismo; la Jornada Mundial de la Juventud es un encuentro con Cristo vivo a través de la Iglesia, un encuentro que hace crecer la fe y donde muchos descubren la llamada de Dios». Esa gran multitud de jóvenes, «llamados por gracia a formar parte del pueblo de Dios», es, en palabras de Francisco, «un pueblo distinto, que no tiene territorio, lengua, ni nacionalidad, pero que es enviado a anunciar a todos los pueblos con alegría el Evangelio de Cristo: que Dios es Padre y ama a todos sus hijos».