Foto Ansa-Zumapress

Sexualidad. Mujeres y hombres nuevos

La carta de los obispos escandinavos. La imagen de Dios «en la complementariedad entre lo masculino y lo femenino». La experiencia de una misericordia que «no excluye a nadie, pero establece un alto ideal»

Queridos hermanos y hermanas, los cuarenta días de la Cuaresma son un reclamo a los cuarenta días que Cristo ayunó en el desierto. Pero no solo eso. En la historia de la salvación, el tiempo de cuarenta días marca varias etapas en la obra de redención que Dios llevó a cabo y que sigue haciendo aún hoy. Una primera intervención tuvo lugar en tiempos de Noé. Viendo la ruina causada por el hombre (Gen 6,5), el Señor sometió la tierra a un bautismo purificador. «Estuvo lloviendo sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches» (Gen 7,12). He ahí un nuevo inicio.

Cuando Noé y su familia volvieron a un mundo que el agua había limpiado, Dios hizo su primer pacto con «toda carne». Prometió que el diluvio nunca más destruiría la tierra. A los hombres pide justicia: honrar a Dios, construir la fe, ser fecundos. Estamos llamados a vivir felices sobre la tierra, a encontrar la alegría los unos en los otros. Nuestro potencial es maravilloso para recordar quiénes somos, «porque a imagen de Dios hizo Él al hombre» (Gen 9,6). Estamos llamados a dar cumplimiento a esta imagen a través de las decisiones que vayamos tomando en la vida. Para ratificar su alianza, Dios puso un signo en el cielo: «pondré mi arco en el cielo, como señal de mi alianza con la tierra. Aparecerá el arco en las nubes, y al verlo recordaré la alianza perpetua entre Dios y todos los seres vivientes, todas las criaturas que existen sobre la tierra» (Gen 9,13-16).

El signo de la alianza, el arco iris, se reivindica hoy como símbolo de un movimiento político y cultural al mismo tiempo. Reconocemos lo noble que hay en las aspiraciones de este movimiento. Las compartimos en la medida en que hablan de la dignidad de todos los seres humanos y de su deseo de visibilidad. La Iglesia condena cualquier discriminación injusta, cualquiera, también la que se basa en el género o la orientación sexual. Sin embargo, disentimos cuando este movimiento propone una visión de la naturaleza humana que se sustrae de la integridad encarnada en la persona, como si el sexo fuera algo accidental. Y nos oponemos cuando dicha visión se impone a los niños como una verdad probada y no como una hipótesis atrevida e impuesta a los menores como una pesada carga de autodeterminación para la que no están preparados. Es curioso: nuestra sociedad, tan preocupada por el cuerpo, se lo toma de hecho a la ligera, negándose a ver el cuerpo como signo de identidad y suponiendo en consecuencia que la única individualidad solo puede ser fruto de una autopercepción subjetiva, construyéndonos nosotros mismos a nuestra imagen.

Cuando profesamos que Dios nos hizo a su imagen, esta no solo se refiere al alma. También pertenece misteriosamente al cuerpo. Para nosotros los cristianos el cuerpo está intrínsecamente unido a la personalidad. Nosotros creemos en la resurrección del cuerpo. Naturalmente, «todos seremos transformados» (1Cor 15,51). Es difícil imaginar lo que será nuestro cuerpo en la eternidad. Creemos en la autoridad bíblica, fundada sobre la tradición, que la unidad de mente, alma y cuerpo durará para siempre. En la eternidad se nos reconocerá por lo que ya somos ahora, pero los aspectos conflictivos que aún impiden el desarrollo armónico de nuestra verdad quedarán resueltos.

«Por la gracia de Dios soy lo que soy». San Pablo tuvo que luchar consigo mismo para hacer esta afirmación de fe. Así nos pasa a menudo también a nosotros. Somos conscientes de todo lo que no somos; nos concentramos en los dones que no hemos recibido, en el afecto o la afirmación que falta en nuestra vida. Estas cosas nos entristecen y queremos remediarlo. A veces es razonable. A menudo es inútil. El camino de la aceptación de nosotros mismos pasa por nuestro compromiso con lo que es real. La realidad de nuestra vida abraza nuestras contradicciones y heridas. La Biblia y la vida de los santos nos muestran que nuestras heridas pueden, por gracia, llegar a ser fuente de curación para nosotros mismos y para los demás.

La imagen de Dios se muestra en la naturaleza humana mediante la complementariedad entre lo masculino y lo femenino. Hombre y mujer fueron creados el uno para la otra: el mandamiento de ser fecundos depende de esta reciprocidad, santificada en la unión nupcial. En las Escrituras, el matrimonio entre hombre y mujer se convierte en la imagen de la comunión de Dios con la humanidad, que será perfecta en las bodas del cordero, al final de los tiempos (Ap 19,6). No significa que dicha unión sea para nosotros fácil o indolora. A algunos les parece una opción imposible. A un nivel interior, la integración de rasgos masculinos y femeninos puede ser ardua. La Iglesia lo reconoce. Dese abrazar y consolar a todos los que viven con dificultad este problema.

Como vuestros obispos, queremos señalar que estamos aquí para todos, para acompañar a todos. El deseo de amor y la búsqueda de una integración sexual afecta íntimamente a los seres humanos. En este aspecto somos vulnerables. El camino hacia la integración requiere paciencia – y alegría para dar el paso siguiente. Ya hay, por ejemplo, un enorme salto cualitativo en el paso de la promiscuidad a la fidelidad, independientemente del hecho de que una relación estable corresponda plenamente o no al orden objetivo de una unión nupcial bendecida sacramentalmente. Cualquier búsqueda de la integración es digna de respeto y merece ánimo. El crecimiento de la sabiduría y la virtud tiene un desarrollo orgánico. Se da de manera gradual. Al mismo tiempo ese crecimiento, para dar buenos resultados (o para ser fecundo) debe avanzar hacia una meta. Nuestra misión y nuestra tarea como obispos es indicar el camino pacificador y vivificador de los mandamientos de Cristo, estrecho al principio pero que se va dilatando a medida que avanzamos. Os estaríamos defraudando si ofreciéramos menos. No nos han ordenado para predicar pequeñas nociones.

En la fraternidad hospitalaria de la Iglesia hay sitio para todos. La Iglesia, dice un texto antiguo, es «la misericordia de Dios que se esparce sobre los hombres» (La cueva de los tesoros, siglo IV). Esta misericordia no excluye a nadie, pero establece un alto ideal. El ideal enunciado en los mandamientos, que nos ayudan a crecer respecto a concepciones de uno mismo demasiado angostas. Estamos llamados a ser mujeres y hombres nuevos. En todos hay elementos caóticos que hay que ordenar. La comunión sacramental presupone un consenso vivido coherentemente en las condiciones puestas por la alianza sellada con la sangre de Cristo. Puede ser que las circunstancias hagan imposible que un católico pueda recibir los sacramentos durante un cierto periodo. No por ello deja de ser miembro de la Iglesia. La experiencia de exilio interior abrazado en la fe puede llevar a un sentido de pertenencia más profundo. En las Escrituras los exilios nos suelen desvelar esto. Cada uno de nosotros tiene un éxodo que hacer, pero no caminamos solos.

El signo de la primera alianza de Dios nos circunda también en momentos de prueba. Nos llama a buscar el sentido de nuestra existencia, no tanto de los fragmentos de luz del arco iris, sino de la fuente divina del espectro entero y maravilloso que es Dios, y que nos llama a ser semejantes a Dios. Como discípulos de Cristo, a imagen de Dios (Col 1,15), no podemos reducir el signo del arco iris a algo menor que el pacto vivificador entre el Creador y la creación. Dios nos ha concedido «preciosas y sublimes promesas para que, por medio de ellas, seamos partícipes de la naturaleza divina» (2Pe 1,4). La imagen de Dios impresa en nuestro ser reclama la santificación en Cristo. Cualquier consideración del deseo humano que ponga el listón más bajo que esto no es adecuado desde un punto de vista cristiano.

Ahora bien, la noción de lo que significa ser humano, y por tanto ser sexuado, está en devenir. Lo que hoy se da por descontado mañana puede ser negado. Cualquiera que apueste muy alto sobre teorías pasajeras corre el riesgo de acabar siendo mortificado. Necesitamos raíces profundas. Tratemos pues de hacer nuestros los principios fundamentales de la antropología cristiana, mientras nos acercamos con amistad y con respeto a aquellos que se sienten ajenos a ella. Se lo debemos al Señor, a nosotros mismos y a nuestro mundo, para dar cuenta de lo que creemos y de por qué creemos que es verdadero.

Muchos miran con perplejidad la enseñanza cristiana tradicional sobre la sexualidad. Ofrezcámosles una palabra amistosa de consejo. En primer lugar, intentad familiarizaros con la llamada y la promesa de Cristo, conocerlo mejor a través de la Escritura y la oración, mediante la liturgia y el estudio de todo el magisterio de la Iglesia, no solo con fragmentos tomados aquí o allá. Participad en la vida de la Iglesia. Así se ensanchará el horizonte de las preguntas de las que partís, y también vuestra mente y vuestro corazón. En segundo lugar, consideremos los límites de un discurso puramente laico sobre la sexualidad. Necesita ser enriquecido. Necesitamos términos adecuados para hablar de estas cosas tan importantes. Podremos ofrecer una valiosa contribución si recuperamos la naturaleza sacramental de la sexualidad en el designio de Dios, la belleza de la castidad cristiana y la alegría de la amistad, que muestra la gran intimidad liberadora que se puede encontrar también en las relaciones no sexuales.

Este punto del magisterio de la Iglesia no consiste en reducir el amor, sino en llevarlo a cumplimiento. Al final del prólogo, el Catecismo de la Iglesia Católica de 1992 cita un pasaje del Catecismo Romano de 1566: «Toda la finalidad de la doctrina y de la enseñanza debe ser puesta en el amor que no acaba. Porque se puede muy bien exponer lo que es preciso creer, esperar o hacer; pero sobre todo debe resaltarse que el amor de Nuestro Señor siempre prevalece, a fin de que cada uno comprenda que todo acto de virtud perfectamente cristiano no tiene otro origen que el amor, ni otro término que el amor». Con ese amor se hizo el mundo y tomó forma nuestra naturaleza. Ese amor se puso de manifiesto en el ejemplo de Cristo, en su enseñanza, en su pasión salvífica y en su muerte. El amor triunfó en su gloriosa resurrección, que celebraremos con alegría durante los cincuenta días de la Pascua. Que nuestra comunidad católica, llena de matices y colores, pueda testimoniar con verdad este amor.