El Papa en Kinshasa durante su encuentro con las víctimas de la violencia de la guerra en el Congo (Foto Vatican Media/Catholic Press Photo)

África. De viaje con el Papa, otro mundo en medio del mundo

Entre las diversas etapas de la visita de Francisco, el encuentro con las víctimas de la violencia de una guerra que golpea el Congo desde hace décadas. Y el florecimiento de una «inesperada belleza» que parece imposible
Stefano Maria Paci

Hay viajes del Papa que son como un puñetazo en el estómago, durante los que vives episodios que te quitan el aliento. Ya he estado en África una veintena de veces, en viajes papales o en otros reportajes. He entrado en pueblos perdidos y en periferias urbanas destrozadas, con hogueras al aire libre, me he encontrado con brujas y hechiceros, he abrazado a niños en barracones llenos de barro donde la piedad humana te hace un nudo en la garganta y parece que te va a ahogar, y he visto barrios ricos que parecen “otro país” dentro del mismo país. He visto en muchos lugares el extraordinario trabajo de voluntarios como los de AVSI, luces en medio de las tinieblas, rayos de esperanza allí donde los nativos ni siquiera se atreven a pronunciar esa palabra.

Lo que está claro es que uno nunca se acostumbra al sufrimiento, a la miseria, a la violencia. Pero a veces hay algo que te asombra aún más, tanto que se convierte en titular en los medios, como el millón de personas que acudió a la vistosísima misa de Kinshasa (entrevisté a gente que había caminado durante varios días para poder estar), a pesar de que no me esperaba que, nada más llegar al Congo, el Papa pidiera enseguida y con tanta fuerza en su primer encuentro público con el presidente y las autoridades políticas unas elecciones libres y democráticas; a pesar de que, hasta que el papa Francisco no se reunió con un grupo de ellos, no era consciente de que en Sudán del Sur hay más de cuatro millones de desplazados en una población de solo doce millones de personas… “a pesar de” todo eso, fue un encuentro “menor” el que me abrumó y me conmovió hasta las lágrimas. Un puñetazo en el estómago.

Fieles congoleses en la misa del papa Francisco en Kinshasa (Foto Vatican Media/Catholic Press Photo)

Estamos en la República democrática del Congo, es por la tarde. Una pequeña sala de la nunciatura, la embajada de la Santa Sede en el país, la casa donde Francisco come y duerme estos días de visita. Han venido a verlo varias víctimas de la violencia en el este del país, donde el Papa quería ir pero no ha podido por motivos de seguridad. Allí la guerra sacude con especial crudeza. En el vuelo de ida a África, pude entregar al Papa, cuando fui a saludarlo, una carta de la madre Rosaria, la madre superiora del monasterio trapense de Vitorchiano, pidiendo al pontífice una bendición especial para el monasterio trapense de Mokoto, situado en la zona este de la República democrática del Congo, y contándole que dentro del monasterio, durante el conflicto con Ruanda, se había dado refugio a muchos desplazados que huyeron allí escapando de la devastación y de las masacres cometidas en las ciudades y pueblos vecinos. Los monjes ofrecieron todos los bienes que tenían, pero llegó un momento en que tuvieron que dejar el monasterio para salvar la vida. Setecientas personas fueron asesinadas dentro de la iglesia, que fue incendiada junto al monasterio. Ahora los monjes vuelven a vivir allí, pero están en un grave peligro, rodeados y aislados, con la posibilidad de que vuelvan a atacarlos por su hospitalidad con aquella gente.

En el Congo, la guerra ya dura décadas y se ha cobrado cinco millones de muertos, una cifra increíble a pesar de que la mayoría de la población occidental la desconoce. Y en Sudán del Sur, que se separó del norte tras una sangrienta guerra civil que lo convirtió en el país más joven del mundo, tampoco han cesado los conflictos ni la violencia. Durante su viaje, el papa Francisco señaló al comercio de armas como la peor plaga de nuestro tiempo, denunciando que en ambos países hay potencias económicas externas que se valen de la corrupción interna para alimentar las guerras, gracias a las cuales pueden explotar el riquísimo subsuelo de sendas naciones. «Diamantes ensangrentados», como llamó Bergoglio a las joyas que venden y exhiben con orgullo como imagen de belleza a los países ricos. Mientras las víctimas que se reunieron con el Papa en la nunciatura no han visto jamás esas joyas que lucen las “mujeres adineradas” de Occidente.

Encuentro con las víctimas de la violencia en la Nunciatura Apostólica de Kinshasa, Congo (Foto Vatican Media/Catholic Press Photo)

Allí estaba Ladislas, que a sus 15 años contó cómo vio desde su escondite a unos hombres con uniforme militar haciendo pedazos a su padre y metiendo su cabeza en un cesto que arrojaron junto a su madre, a la que nunca encontraron. O Léonie, que aún estudia enseñanza elemental pero ha visto cómo mataban uno a uno a sus familiares para luego recibir de manos de sus verdugos el cuchillo ensangrentado entre risas, diciéndole que se lo llevara a las fuerzas armas. También estaba Kambale, de 13 años, que fue secuestrado y convertido en niño soldado; y Bijoux, de 17, que hace tres años fue secuestrada junto a otras chicas cuando iba a buscar agua y cuenta que «durante años fui violada como si fuera un animal, y obligada a sufrir torturas indecibles». Llevaba consigo a dos niñas gemelas, que nacieron en aquel horror y que han crecido junto a ella desde que logró huir hace dos años. Sus amigas nunca regresaron.

Junto al Papa, escuchamos el testimonio de Dèsiré, que vivía en un campo de desplazados cuando llegó un grupo armado. «Allí vi algo salvaje: personas despedazadas como carne de animal, mujeres destripadas, hombres decapitados». En la sala también está Emelda, secuestrada a los 16 años y utilizada como esclava sexual. Cada día abusaban de ella entre cinco y diez hombres, ella y sus compañeras estaban obligadas a vivir desnudas para que no escaparan y las forzaban a comer a diario la carne de los hombres que mataban sus raptores. «A las que se negaban a comer las hacían pedazos, y las otras tenían que comerse esos pedazos». Relatos devastadores, terribles, como terrible es no solo leerlos, sino escucharlos de viva voz y ver el rostro de quien ha vivido algo así, demostrando que la guerra es repugnante e inmunda, siempre y en todas partes, porque exalta la maldad del hombre abandonado a sus instintos.

Pero después del relato de todo este horror, surgió algo profunda y radicalmente distinto. Absolutamente sorprendente. De pronto, “otro mundo” que vive en este mundo.

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Uno a uno, niño, adolescente, hombre o mujer, al terminar su relato ante el Papa (que les dice que sus lágrimas son también las suyas; y su dolor, su mismo dolor) se ponen a los pies del Crucificado, a los pies de la imagen del sufrimiento que padeció Jesús depositan los símbolos de la tortura que han sufrido. Y pronunciando unas palabras humanamente inimaginables, que parece imposible oír después de haber escuchado tanto sufrimiento, cada uno de ellos ofrece su perdón sincero a quien ha cometido tales atrocidades. «Nosotros, víctimas de atrocidades y barbaridades horribles, perdonamos a nuestros verdugos todo lo que nos han hecho, los actos de violencia increíble que nos han infligido», dice Emelda, mientras deja bajo la cruz unas prendas como las que llevaban los hombres armados que la usaron como objeto de su propiedad. Dejan a los pies de Jesús un machete igual que es que Désiré les vio usar para matar a hombres y mujeres; y luego una estera que Bijoux describe como «símbolo de mi miseria como mujer violada»; y un cuchillo «como aquel con el que vi que hacían pedazos a mi padre», dice Léonie.

Perdón. Una palabra que, mientras el papa Francisco cierra los ojos para contener con esfuerzo las lágrimas que le asoman, brota sorprendente, como una flor de inesperada belleza, en los labios de quien ha recibido la Gracia de encontrar un mundo distinto en medio de un mundo devastado por el horror y la violencia.