El entonces cardenal Joseph Ratzinger en el Meeting de Rímini en 1990

Una compañía siempre ‘reformanda’

El video y el texto íntegro de la intervención del entonces cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en el Meeting de Rímini de 1990
Joseph Ratzinger

Giancarlo Cesana. Es una gran alegría que esté hoy aquí con nosotros el cardenal Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Esta tarea le convierte en un altísimo punto de referencia para la salvaguarda de un bien muy valioso para el pueblo de Dios, la fe en Cristo vivo. La presencia del cardenal Ratzinger supone para nosotros una gran ocasión para recordar el gran momento del 82, cuando vino el papa Juan Pablo II y tuvo la bondad de responder a nuestras preguntas. Concretamente, la persona del cardenal, sus reflexiones y sus textos, empezando por su Introducción al cristianismo, no dejan de ser para nosotros un valioso alimento y una gran ayuda para vivir una experiencia de fe capaz de vivir la realidad y la historia, tal como nos han enseñado. Doy la palabra al cardenal Ratzinger.



Joseph Ratzinger. Queridos amigos, gracias por esta acogida tan calurosa. Ya conocéis el título de mi conferencia: “Una compañía siempre reformanda”. No hace falta mucha imaginación para adivinar que la compañía de la que quiero hablar es la Iglesia. Tal vez se evitó mencionar el término “Iglesia” en el título solo porque provoca espontáneamente una reacción de defensa en la mayor parte de la gente de nuestro tiempo, que piensa: «Hemos oído hablar demasiado de la Iglesia, y además no ha sido nada agradable». La palabra y la realidad de la Iglesia se han desacreditado. Y por esta razón incluso una reforma permanente da la impresión de que no cambia nada. ¿O quizá el problema estriba en que hasta la fecha no se ha descubierto qué tipo de reforma podría hacer de la Iglesia una compañía que valga la pena ser vivida?
Pero preguntémonos ante todo: ¿por qué la Iglesia resulta desagradable para tanta gente, incluso a los creyentes, a personas que hasta hace poco podían considerarse entre las más fieles o que, aun sufriendo, lo siguen siendo de algún modo aún hoy? Los motivos son muy diversos y también opuestos, según el tenor de las posiciones. Algunos sufren porque la Iglesia se ha adecuado excesivamente a los parámetros del mundo actual; otros no ocultan su enfado porque todavía resulta demasiado ajena. Para la mayoría de la gente el descontento con la Iglesia se manifiesta a partir de la constatación de que es una institución como tantas otras, y que como tal limita mi libertad. La sed de libertad es la forma mediante la cual hoy día se expresan el deseo de liberación y la percepción de no ser libre, de estar alienados. El anhelo de libertad aspira a una existencia que no esté limitada por algo ya dado y que me obstaculiza en mi desarrollo pleno, presentándome desde el exterior el camino que debo recorrer. Pero por todos lados chocamos contra barreras y callejones de este tipo, que nos detienen y nos impiden seguir adelante. De esta forma, las barreras que alza la Iglesia tienen un peso doble, pues penetran hasta la esfera más personal e íntima. Pero las normas de la vida de la Iglesia son mucho más que una simple regla de tráfico que pretende evitar los eventuales choques de la convivencia humana. Estas tienen que ver con mi camino interior, me dicen cómo debo comprender y configurar mi libertad. Me obligan a tomar decisiones que implican el dolor de la renuncia. ¿Acaso no quieren negarnos los frutos más hermosos del jardín de la vida? ¿No es cierto que las restricciones producidas por tantos mandatos y prohibiciones nos ponen una barrera en el camino hacia un horizonte abierto? Y el pensamiento, ¿no obstaculizan su grandeza, así como también la voluntad? ¿Tal vez la liberación implique necesariamente salir de esta tutela espiritual? Y la única y verdadera reforma, ¿no sería la de rechazar todo esto? Pero entonces, ¿qué queda de esta compañía?
La amargura frente a la Iglesia presenta asimismo un motivo específico. En medio de un mundo gobernado por una disciplina dura y por constricciones inexorables, ahora y siempre se eleva hacia la Iglesia una esperanza silenciosa: en medio de todo esto, ella podría representar una pequeña isla de vida mejor, un oasis de libertad en el que de vez en cuando uno puede retirarse. La ira, o la desilusión, contra la Iglesia reviste un carácter particular porque se espera silenciosamente de ella mucho más que de otras instituciones mundanas. En ella se debería realizar el sueño de un mundo mejor. O por lo menos se tendría que sentir el gusto de la libertad, de ser libres: salir de la caverna como decía Gregorio Magno aludiendo a Platón.
Sin embargo, desde el momento en que la Iglesia se ha alejado concretamente de semejantes sueños, asumiendo ella también el aspecto de una institución y de todo lo que es humano, se alzan contra ella con una cólera especialmente amarga. Una cólera que no decae porque no se puede extinguir ese sueño que nos llevó hacia ella con esperanza. Como la Iglesia no es tal como aparece en nuestros sueños, tratamos desesperadamente de transformarla según nuestros deseos: un lugar donde se puedan expresar todas las libertades, un espacio en el que caigan nuestros límites, donde se experimente esa utopía que tendrá que existir en alguna parte. Del mismo modo que en el campo de la acción política se querría construir por fin un mundo mejor, del mismo modo –pensamos– se debería edificar por fin (quizá como primera etapa del camino hacia lo primero) una Iglesia mejor. Una Iglesia llena de humanidad, llena de sentido fraterno, de creatividad generosa, un lugar de reconciliación de todos y para todos.

Reforma inútil
Pero, ¿de qué manera debería suceder esto? ¿Cómo se puede lograr una reforma semejante? O bien, como se suele decir, habrá que empezar de un modo u otro. Esto suele decirse con la presunción ingenua del ilustrado, que está convencido de que hasta ahora las generaciones no han comprendido la cuestión, o que se han mostrado demasiado temerosas y poco inteligentes. Pero ahora por fin tenemos al mismo tiempo tanto la valentía como la inteligencia. Se debe obrar igualmente a pesar de la resistencia que puedan oponer a esta noble empresa los reaccionarios y los “fundamentalistas”. Existe una fórmula que arroja luz para dar el primer paso. La Iglesia no es una democracia. Por lo que se ve, aún no ha integrado en su constitución interna ese patrimonio de derechos a la libertad que la Ilustración elaboró y que desde entonces ha sido reconocido como regla fundamental de las formaciones sociales y políticas. Así pues, parece lo más normal del mundo recuperar de una vez por todas lo que había sido abandonado y comenzar a erigir este patrimonio fundamental de estructuras de libertad. El camino conduce –como se suele decir– de una Iglesia paternalista y distribuidora de bienes a una Iglesia-comunidad. Se afirma que ya nadie debería recibir pasivamente los dones que caracterizan al cristiano. Por el contrario, todos deben llegar a ser operadores activos de la vida cristiana. La Iglesia ya no debe descender desde lo alto. ¡No! Somos nosotros los que “hacemos” la Iglesia, y la hacemos siempre nueva. Así llegará a ser por fin “nuestra” Iglesia, y nosotros sus activos sujetos responsables. El aspecto pasivo deja paso al activo. La Iglesia surge mediante discusiones, acuerdos y decisiones. En el debate emerge lo que todavía se requiere, lo que todavía hoy puede ser reconocido por todos como perteneciente a la fe o como línea moral directiva. Se elaboran nuevas “fórmulas de fe” abreviadas. En Alemania, en un nivel bastante elevado, se ha dicho que la liturgia tampoco tiene que corresponder a un esquema fijado previamente, sino que debe surgir partiendo de una determinada situación y por obra de la comunidad en la que se celebra. Tampoco ella debe ser algo ya prefijado, sino algo que se hace por sí mismo, algo que sea expresión de sus miembros. Por este camino, se acaba desvelando como un obstáculo la palabra de la Escritura, a la que no se puede renunciar del todo. Hay que afrontarla, pues, con mucha libertad de elección. Pero no son muchos los textos que se pueden adaptar sin problemas a esta autorrealización, a la cual la liturgia parece estar destinada ahora.
Pero en esta obra de reforma en la que la “autogestión” de la Iglesia debe sustituir al hecho de ser guiados por otros, pronto se plantean algunos interrogantes. ¿Quién tiene aquí propiamente el derecho de tomar decisiones? ¿Con qué fundamentos? En la democracia política se responde a este interrogante con un sistema de representación: en las elecciones los individuos eligen a sus representantes, que toman las decisiones por ellos. Este cargo no solo tiene un límite temporal, sino que además se circunscribe desde el punto de vista de su contenido al sistema de partidos, y comprende solo a los sectores de la acción política que la Constitución asigna a las entidades representativas.
También a este respecto existen algunas cuestiones: la minoría debe plegarse a la mayoría, y esta minoría puede ser muy grande. Por otra parte, no siempre está garantizado que el representante que yo elijo obre y se exprese verdaderamente como yo quiero, de manera que la mayoría victoriosa, observando estas cosas con mayor atención, no puede considerarse completamente como sujeto activo del acontecimiento político. Al revés, tiene que aceptar las “decisiones que otros toman”, al menos para no poner en peligro el sistema en su conjunto.
Pero más importante para nuestra cuestión es un problema general: todo lo que los hombres hacen puede quedar anulado por otros; todo lo que proviene de un gusto humano puede no agradar a otros, y todo lo que una mayoría decide puede ser derogado por otra mayoría. Una Iglesia cuyos fundamentos se apoyan en las decisiones de una mayoría se transforma en una Iglesia puramente humana. Se reduce al nivel de lo que es factible y plausible, de todo cuanto es fruto de su propia acción y de sus propias intuiciones u opciones. La opinión sustituye a la fe. Y de hecho en las fórmulas de fe originadas autónomamente que yo conozco, el significado de la expresión “creo” no va más allá del significado de “nosotros pensamos”. La Iglesia edificada con sus propias fuerzas tiene a fin de cuentas el sabor del “ellos mismos”, que a los otros “ellos mismos” nunca les agrada y que muy pronto pone de manifiesto su pequeñez. La Iglesia se ha retirado al ámbito de lo empírico, y así se ha disuelto también como ideal soñado.

La esencia de la verdadera reforma
El activista, el que quiere construir todo por sí mismo, es lo opuesto del que admira (el “admirador”). Restringe el ámbito de su razón, y por eso pierde de vista el Misterio. Cuanto más se extiende en la Iglesia el ámbito de las cosas decididas y hechas autónomamente, más angosta se vuelve para todos nosotros. En ella la dimensión de grandeza y liberación no está constituida por lo que hacemos nosotros, sino por lo que nos es donado. Se trata de algo que no procede de nuestro querer ni de nuestra inventiva, sino que nos precede, es algo inimaginable que viene a nosotros, algo que “es más grande que nuestro corazón”. La reformatio, que es necesaria en todos los tiempos, no consiste en el hecho de que cada vez podamos moldear “nuestra” Iglesia como más nos plazca, sino en deshacernos de nuestras propias construcciones de apoyo en favor de una luz purísima que viene de lo alto y que es al mismo tiempo la irrupción de la pura libertad.
Permitidme decir con una imagen lo que yo comprendo, una imagen que he encontrado en Miguel Ángel, quien retoma en esa perspectiva antiguas concepciones místicas y filosóficas cristianas. Con la mirada del artista, Miguel Ángel veía ya en la piedra que tenía ante sus ojos la imagen-guía que esperaba secretamente ser liberada y sacada a la luz. La tarea del artista, en su opinión, consistía solo en quitar lo que aún cubría a esa imagen. Miguel Ángel concebía la auténtica acción artística como un sacar a la luz, devolver la libertad, no como un hacer.
Esa misma idea, pero aplicada a la esfera antropológica, se hallaba ya en san Buenaventura, quien explica el camino que lleva al hombre a ser él mismo, estableciendo una comparación con el que talla imágenes, es decir, con el escultor. El escultor no hace algo, dice el gran teólogo franciscano. Su obra es, en cambio, una ablatio: consiste en eliminar, en tallar lo que no es auténtico. De esta forma, mediante la ablatio, sale a la superficie la nobilis forma, es decir, la figura preciosa. Así también el hombre, para que resplandezca en él la imagen de Dios, debe acoger principalmente la purificación por medio de la cual el escultor, es decir, Dios, le libera de todas las escorias que oscurecen el espacio auténtico de su ser y que le hacen parecer como un bloque de piedra en bruto cuando, por el contrario, habita en él la forma divina.
Si entendemos bien esta imagen, también podemos encontrar en ella el modelo guía para la reforma eclesial. Desde luego la Iglesia siempre tendrá necesidad de nuevas estructuras humanas de apoyo, con el objeto de poder hablar y obrar en cualquier época histórica. Estas instituciones eclesiales, con sus respectivas configuraciones jurídicas, lejos de ser algo malo, son simplemente necesarias e indispensables. Pero envejecen, y entonces corren el riesgo de presentarse como algo esencial, apartando la atención de todo lo que es verdaderamente esencial. Y por esta razón han de ser retiradas siempre, como si fueran andamiajes superfluos. La reforma es siempre una ablatio: un quitar, para que se haga visible la nobilis forma, el rostro de la Esposa, y junto a él también el del Esposo, el Señor vivo. Semejante ablatio, semejante “teología negativa”, representa una vía hacia una meta positiva. Solo así penetra lo Divino y solo así surge una congregatio, una asamblea, una reunión, una purificación, esa comunidad pura que anhelamos: una comunidad en la que un “yo” ya no está contra otro “yo”, un “uno mismo” contra otro “uno mismo”. Es más bien ese darse, ese fiarse que forma parte del amor, que se convierte en un recibir mutuamente todo el bien y todo lo que es puro. Así tiene valor para cada uno la palabra del Padre generoso, que recuerda al hijo mayor envidioso lo que constituye el contenido de cualquier libertad y de cualquier utopía realizada: «Todo lo mío es tuyo» (Lc 15,31; cf. Jn 17,1).
La verdadera reforma es, pues, una ablatio, que como tal se transforma en congregatio. Tratemos de precisar esta idea de fondo. En un primer intento hemos contrapuesto el admirador al activista, y nos hemos expresado a favor del primero. Pero ¿qué es lo que evidencia esta contraposición? El activista, el que siempre quiere hacer, pone su propia actividad por encima de todo. Esto restringe su horizonte a la esfera de lo factible, de lo que puede convertirse en objeto de su hacer. Hablando con propiedad, ve únicamente objetos. No está en condiciones de percibir lo que es más grande que él porque esto pondría un límite a su actividad. Recorta el mundo según lo empírico. El hombre queda amputado. El activista se construye solo una prisión contra la que después protestará a voces.
Sin embargo, el auténtico asombro es un “no” a la limitación de lo que es empírico, a lo que solo está más acá. El asombro prepara al hombre para el acto de fe, le abre al horizonte de lo Eterno. Solo lo que no tiene límites es suficientemente amplio para nuestra naturaleza, solo lo ilimitado es adecuado para la vocación de nuestro ser. Cuando este horizonte desaparece, todo residuo de libertad se convierte en algo muy pequeño y todas las liberaciones, que como consecuencia se pueden proponer, son un sucedáneo insípido que nunca satisface. La primera y fundamental ablatio necesaria para la Iglesia es siempre el propio acto de fe. Ese acto de fe que rompe las barreras de lo finito y abre el espacio para llegar hasta lo ilimitado. La fe nos conduce «lejos, a tierras ilimitadas», como dicen los salmos. El pensamiento científico moderno nos ha encerrado cada vez más en la cárcel del positivismo, condenándonos de este modo al pragmatismo.
Gracias a él se pueden lograr muchas cosas: se puede viajar a la Luna, y más aún, hacia la infinitud del cosmos. Con todo, uno está siempre en el mismo punto, pues la verdadera frontera, la frontera de lo cuantitativo y de lo factible es insuperable. Albert Camus describió lo absurdo de esta forma de libertad en la figura del emperador Calígula: tiene todo a su disposición, pero todas las cosas le resultan demasiado pequeñas. En su ansia por tener cada vez más, y cosas más grandes, grita: «¡Quiero la Luna, dadme la Luna!». Ahora también nosotros podemos llegar a tener de alguna manera la Luna. Pero hasta que no se abra la verdadera frontera entre el cielo y la tierra, entre Dios y el mundo, la Luna no será más que un trozo de tierra, y llegar a ella no nos acercará ni siquiera un paso más a la libertad y plenitud que anhelamos.
La liberación fundamental que la Iglesia puede darnos consiste en estar en el horizonte de lo Eterno, en salir de los límites de nuestro saber y de nuestro poder. La fe misma, en toda su grandeza y amplitud, es por esta razón la reforma siempre nueva y esencial que necesitamos; a partir de ella debemos poner a prueba las instituciones que nosotros mismos hemos construido en la Iglesia. Esto significa que la Iglesia debe ser el puente de la fe y que esta –especialmente en su vida asociativa intramundana– no puede llegar a ser un fin en sí misma. Está muy difundida hoy día, incluso en ambientes religiosos, la idea de que una persona es tanto más cristiana cuanto más comprometida está en la actividad eclesial. Se impulsa hacia una especie de terapia eclesiástica de la actividad, del hacer: se trata de asignar a cada uno un comité o al menos un compromiso en el interior de la Iglesia. Así se piensa, en cierto modo, que debe existir una actividad eclesial, se debe hablar de la Iglesia o se debe hacer algo por ella o en ella. Pero un espejo que se refleja a sí mismo deja de ser un espejo; una ventana que, en lugar de permitir una mirada libre hacia el horizonte lejano, se pone como una pantalla entre el observador y el mundo pierde su sentido. Puede suceder que alguien se dedique ininterrumpidamente a actividades asociativas eclesiales y ni siquiera sea cristiano. Puede suceder que alguien ejerza ininterrumpidamente actividades asociativas eclesiales y sin embargo ni siquiera sea cristiano. Puede suceder que otro solo viva de la Palabra y del Sacramento y ponga en práctica el amor que proviene de la fe sin haber formado parte jamás de un comité eclesiástico, sin haberse ocupado nunca de las novedades de la política eclesiástica, sin haber participado en sínodos ni haber votado en ellos, y a pesar de todo sea un cristiano auténtico. No tenemos necesidad de una Iglesia más humana, sino de una Iglesia más divina; solo entonces será verdaderamente humana. Y por eso todo lo que es hecho por el hombre en el seno de la Iglesia ha de ser reconocido como algo hecho con la única perspectiva del servicio. La libertad, que esperamos con razón de la Iglesia y en la Iglesia, no se realiza por el hecho de que introduzcamos en ella el principio de la mayoría. No depende del hecho de que la mayoría prevalezca sobre la minoría, aunque esta sea exigua. Depende, por el contrario, de que nadie puede imponer su propia voluntad a los demás, aunque todos se reconozcan ligados a la palabra y a la voluntad del Único, que es nuestro Señor y nuestra libertad. En la Iglesia la atmósfera se enardece y se vuelve sofocante si los encargados del ministerio olvidan que el Sacramento no es un reparto de poder, sino la expropiación de mí mismo en favor de Él, en cuya persona debo hablar y obrar. Cuando a una mayor responsabilidad corresponde una mayor autoexpropiación, nadie es esclavo de otro; domina el Señor, y por eso rige el principio de que «el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Co 3, 17).
Cuantos más aparatos construyamos, aunque sean los más modernos, menos espacio habrá para el Espíritu, menos espacio hay para el Señor y menor es la libertad. Desde este punto de vista, creo que deberíamos realizar un examen de conciencia sin reservas en todos los niveles de la Iglesia. En todos los niveles este examen de conciencia debería producir consecuencias muy concretas y traer aparejada una ablatio que deje transparentar nuevamente el rostro auténtico de la Iglesia. Este podría volver a darnos el sentido de la libertad y de encontrarse en la propia casa de una manera completamente nueva.

Moral, perdón y expiación: el centro personal de la reforma
Miremos un momento, antes de proseguir, todo lo que hemos sacado a la luz hasta aquí. Hemos hablado de una doble acción de “quitar”, de un acto de liberación que es doble: purificación y renovación. Antes el discurso había abordado el problema de la fe, que destruye el muro de lo finito y libera la mirada pero también el camino. En efecto, la fe no es solo reconocer sino también obrar; no solo una fractura en el muro, sino también una mano que nos salva, que nos saca de la caverna. Hemos llegado a la conclusión de que, en relación con las instituciones, el orden esencial de la Iglesia tiene necesidad de nuevos desarrollos concretos y de configuraciones concretas –de manera que su vida se pueda desarrollar en un tiempo determinado–, pero estas configuraciones no pueden convertirse en lo más importante. La Iglesia no existe para tenernos ocupados como cualquier otro tipo de asociación intramundana y para conservarse con vida ella misma; la Iglesia existe a fin de llegar a ser para todos nosotros la entrada en la vida eterna.
Ahora tenemos que dar otro paso y aplicar todo esto no ya a un nivel genérico y objetivo como hasta ahora, sino al ámbito personal. En la esfera personal también es necesario un “quitar” que nos libere. En el plano personal no siempre la “forma preciosa”, es decir la imagen de Dios, salta a la vista. Lo primero que vemos es la imagen de Adán, la imagen del hombre no destruido completamente, pero decaído en todo caso. Vemos el polvo y la suciedad que se han posado sobre su imagen. Todos necesitamos al verdadero Escultor, que quita lo que empaña la imagen; necesitamos el perdón, que es el núcleo de toda verdadera reforma. No es casualidad que en las tres etapas decisivas de la formación de la Iglesia que relatan los Evangelios, el perdón de los pecados haya tenido una función de primer orden. En primer lugar tenemos la entrega de las llaves a Pedro. La potestad de la que se habla aquí, que se le confiere para atar y desatar, abrir y cerrar, es esencialmente la tarea de dejar entrar, de acoger en casa, de perdonar (Mt 16,19). Lo mismo que encontramos en la Última Cena, que inaugura la nueva comunidad partiendo del cuerpo de Cristo y en el cuerpo de Cristo. Esta resulta posible porque el Señor derrama su sangre «por muchos, para el perdón de los pecados» (Mt 26,28). Por último, el Resucitado, en su primera aparición a los once, funda la comunión de su paz en el hecho de donarles la potestad de perdonar (Jn 20,19-23). La Iglesia no es la comunidad de aquellos que “no necesitan médico” sino una comunidad de pecadores convertidos, que viven de la gracia del perdón, transmitiéndola a su vez a otros.
Si leemos con atención el Nuevo Testamento, descubrimos que el perdón no tiene en sí mismo nada de mágico; pero tampoco se trata de fingir olvidar, no es un “hacer como si no”, sino que es un proceso de cambio completamente real, como el que desarrolla el Escultor. Quitar la culpa significa verdaderamente eliminar algo. El acontecimiento del perdón se manifiesta en nosotros por medio de la penitencia. En este sentido el perdón es un proceso activo y pasivo: la potente palabra creadora de Dios obra en nosotros el dolor del cambio y llega a ser así una transformación activa. Perdón y penitencia, gracia y conversión personal no están en contradicción, sino que son dos aspectos del único e idéntico acontecimiento. Esta fusión de actividad y pasividad expresa la forma esencial de la existencia humana. En efecto, nuestro crear empieza con ser creados, con nuestro participar en la actividad creadora de Dios.
Aquí llegamos a un punto verdaderamente central: creo que el núcleo de la crisis espiritual de nuestro tiempo hunde sus raíces en el oscurecimiento de la gracia del perdón. Pero veamos antes un aspecto positivo del presente: la dimensión moral comienza nuevamente, poco a poco, a ser tomada en consideración. Se reconoce, es más, ha llegado a ser algo evidente, que todo progreso técnico es discutible y en última instancia destructivo, si no le corresponde un crecimiento moral. Se reconoce que no hay verdadera reforma del hombre y de la humanidad sin una renovación moral. Pero la moralidad se queda finalmente sin energías, pues los parámetros se escoden en una niebla densa de discusiones. El hombre no puede soportar la moral pura y simple, y no puede vivir sin ella: se convierte para él en una “ley” que provoca el deseo de contradecirla y genera el pecado. Por eso cuando el perdón, el verdadero perdón pleno de eficacia, no es reconocido y no se cree en él, la moral ha de ser marcada de tal modo que las condiciones de pecado para cada hombre no puedan producirse. Genéricamente es posible afirmar que la actual discusión sobre la moral tiende a liberar a los hombres de la culpa, haciendo que nunca reúnan las condiciones para dicha posibilidad. Viene a mi mente una frase mordaz de Blaise Pascal: «Ecce patres, qui tollunt peccata mundi!». Según estos “moralistas”, ya no existe culpa alguna.
Naturalmente, sin embargo, esta forma de liberar al hombre de la culpa tiene un coste muy barato. Los hombres liberados del pecado de esta forma saben muy bien en su interior que esto no es verdad, que el pecado existe, que ellos mismos son pecadores y que debe existir un modo efectivo de superar el pecado. Jesús no llama a quienes ya se han liberado del pecado con sus propias fuerzas y que por esta razón consideran que no tienen necesidad de Él, sino que llama a quienes se reconocen pecadores y por tanto tienen necesidad de Él.
La moral conserva su seriedad solo si existe el perdón, un perdón real, eficaz; de lo contrario, es solo pura potencialidad. Pero el verdadero perdón existe si existe el “precio de la compra”, el “equivalente al cambio”, si la culpa ha sido expiada, si existe la expiación. La circularidad que existe entre “moral-perdón-expiación” no se puede fragmentar: si falta un elemento desaparece el resto. De la existencia indivisible de este círculo depende que haya rendición o no para el hombre. En la Torá, en los cinco libros de Moisés, estos tres elementos están entrelazados indivisiblemente y no es posible separar este centro compacto del canon del Antiguo Testamento, siguiendo un criterio de la Ilustración, del resto de la historia pasada. Esta modalidad moralista de actualización del Antiguo Testamento acaba fracasando necesariamente; justo en este punto radicaba el error de Pelagio, que hoy tiene más seguidores de lo que parece. Jesús, por el contrario, cumplió con la Ley, no solo con una parte de ella, y de este modo la renovó desde la base. Él mismo, que padeció expiando todos los pecados, es expiación y perdón a la vez, y por ende la base única, segura y siempre válida de nuestra moral.
No se puede separar la moral de la cristología, porque no se puede separar de la expiación y del perdón. En Cristo toda la Ley se ha cumplido; de ahí que la moral se haya convertido en una exigencia verdadera y factible para todos nosotros. A partir del núcleo de la fe se abre así cada vez más la vía de la renovación para cada uno de nosotros, para la Iglesia en su conjunto y para la humanidad.

El sufrimiento, el martirio y la alegría de la Redención
Habría mucho que decir sobre esto, pero intentaré presentar brevemente y a modo de conclusión el aspecto que en nuestro contexto me parece más importante. El perdón y su realización en mí, a través del camino de la penitencia y del seguimiento de Cristo, es en primer lugar el centro completamente personal de cualquier tipo de renovación. Pero porque el perdón concierne a la persona en su núcleo más íntimo, es capaz de reunir a cada una de las personas y también es el centro de la renovación de la comunidad. Si se van de mí el polvo y la suciedad, que impiden reconocer la imagen de Dios, entonces yo llego a ser verdaderamente semejante al otro, que también es imagen de Dios, por encima de todo, llego a ser semejante a Cristo, que es la imagen de Dios sin límites, el modelo según el cual todos nosotros hemos sido creados. Pablo expresa este proceso en términos muy drásticos: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). Se trata de un proceso de muerte y de nacimiento. Soy arrancado de mi aislamiento y soy recibido en una nueva comunidad-sujeto; mi “yo” se ha injertado en el “yo” de Cristo, y de este modo se ha unido al de todos mis hermanos. Solo partiendo de esta profunda renovación de cada uno nace la Iglesia, nace la comunidad que une y sostiene en la vida y en la muerte. Solo cuando tomamos en consideración todo esto, vemos la Iglesia en su justo orden de grandeza.
La Iglesia no es solo el pequeño grupo de los activistas que se juntan en cierto lugar para comenzar una vida comunitaria. La Iglesia no es tampoco la multitud que los domingos se reúne para celebrar la Eucaristía. Por último, la Iglesia es más que el Papa, los obispos y los sacerdotes, que todos aquellos que están investidos del ministerio sacramental. Todos estos que hemos nombrado forman parte de la Iglesia, pero el radio de la “compañía” en la que entramos mediante la fe va más allá, va incluso más allá de la muerte. De ella forman parte todos los santos, desde Abel y Abrahán y todos los testigos de la esperanza de que habla el Antiguo Testamento, pasando por María, la Madre del Señor, y sus apóstoles, por Thomas Becket y Tomás Moro, hasta Maximiliano Kolbe, Edith Stein y Piergiorgio Frassati. De ella forman parte todos los desconocidos y los no nombrados, cuya fe nadie conoció, salvo Dios; de ella forman parte los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos, cuyo corazón, esperando y amando, tiende hacia Cristo, «el que inicia y consuma la fe», como lo llama la Carta a los Hebreos (12,2).
No son las mayorías ocasionales que se forman aquí o allá en el seno de la Iglesia las que deciden su camino o el nuestro. Los santos son la mayoría verdadera y determinante según la cual nos orientamos. ¡Nos atenemos a ella! Ellos traducen lo divino en lo humano, lo eterno en el tiempo. Ellos son nuestros maestros de humanidad, que no nos abandonan ni siquiera en el dolor y en la soledad, es más, en la hora de nuestra muerte caminan junto a nosotros.
Aquí tocamos un aspecto sumamente importante. Una visión del mundo que no pueda dar un sentido al dolor, y hacerlo valioso, no sirve para nada. Fracasa precisamente allí donde aparece la cuestión decisiva de la existencia. Quienes acerca del dolor solo saben decir que hay que combatirlo, nos engañan. Ciertamente es necesario hacer lo posible para aliviar el dolor de tantos inocentes y para limitar el sufrimiento. Pero una vida humana sin dolor no existe, y quien no es capaz de aceptar el dolor rechaza la única purificación que nos permite llegar a ser adultos. En la comunión con Cristo el dolor llega a adquirir su significado pleno, no solo para mí mismo, como proceso de la ablatio en el que Dios retira de mí las escorias que oscurecen su imagen, sino también más allá de mí mismo: él es útil para todo, de manera que todos podamos decir con San Pablo «ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24). Thomas Becket que, junto con el Admirador y con Einstein, nos ha guiado en la reflexión de estos días, nos alienta ahora a dar un último paso. La vida más allá de nuestra existencia biológica. Donde ya no hay motivo por el que valga la pena morir, tampoco la vida vale la pena. Donde la fe nos ha abierto la mirada y nos ha hecho el corazón más grande, he aquí que adquiere toda su fuerza de iluminación otra frase de san Pablo: «Ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos, ya muramos, del Señor somos» (Rom 14, 7-8). Cuanto más arraigados estemos en la compañía con Jesucristo y con todos aquellos que pertenecen a Él, tanto más nuestra vida será sostenida por esa confianza radiante a la que vuelve a aludir san Pablo: «Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rom 8, 38-39).
Queridos amigos, ¡debemos dejarnos invadir por esta fe! Pues la Iglesia crecerá como comunión en el camino hacia y dentro de la vida verdadera y se renovará día tras día. Se transformará en una casa más grande, con muchísimos aposentos, y la multiplicidad de los dones del Espíritu podrá obrar en ella. Entonces veremos «qué bueno, qué dulce es habitar los hermanos todos juntos. Como el rocío del Hermón que baja por las alturas de Sion: allí Yahveh la bendición dispensa, la vida para siempre» (Sal 133, 1.3).


Giancarlo Cesana. Me parece que la presencia del cardenal Ratzinger hace que este Meeting concluya de un modo grande. Me limito a recordar el camino que este Meeting ha querido emprender mediante la propuesta magnífica de tres personajes simbólicos: el Admirador, Einstein y Thomas Becket. El asombro original del hombre frente a la realidad es factor de desarrollo de la razón y de pregunta por el propio destino. La fe, reconocimiento del Misterio en la historia, cumple y exalta a la vez la búsqueda del hombre; lejos de negar la razón, la fe da un respiro inmenso e inimaginable. Por la fe se da la vida, porque ella es la vida de la vida, el martirio es testimonio. Esta es nuestra experiencia, que queremos comunicar a todos mediante la expresión gratuita que es el Meeting. La misión, como decía el cardenal, es comunicación de experiencia a experiencia. Quiero dar las gracias a todos los que con su dedicación, sobre todo en los trabajos más humildes, han hecho posible esa comunicación. Todo lo que se nos ha dado es para ser comunicado, la misión es el objetivo. Como laicos cristianos, asumimos la responsabilidad, compartiendo concretamente todas las necesidades y recursos del hombre, a través de la cultura, la economía y, por qué no, la política. Y sobre todo con nuestro trabajo queremos construir ejemplos palpables de una humanidad cambiada por el acontecimiento cristiano. Con nuestra vida y con nuestras obras, solo queremos servir y dar testimonio de Cristo y su Iglesia. Esto es todo, realmente todo por lo que vivimos. Creo que con este Meeting hemos obligado a tomarlo en consideración. Gracias.