Albino Luciani (Foto: Ansa)

Albino Luciani. «Dios escribe en el polvo»

Juan Pablo I será beatificado el 4 de septiembre. Un congreso en Roma desvela su personalidad y su magisterio, mostrando documentos de gran valor y desmontando muchos tópicos
Lucio Brunelli

Ya estaba todo –todo lo que mejor le representaba– en su escudo episcopal, con el lema Humilitas y tres estrellas que eran símbolo de la fe, la esperanza y la caridad. En 34 días, Juan Pablo I cautivó al mundo con su sonrisa e impartió cuatro catequesis en el Aula Nervi: la primera sobre la humildad, la segunda sobre la fe, la tercera sobre la esperanza y la cuarta sobre la caridad. Murió al día siguiente de pronunciar esta última, el 28 de septiembre de 1978. Quién sabe, tal vez este tiempo tan misteriosamente breve tenía sentido porque sencillamente nos indicó a todos, a los fieles y a los sucesores del apóstol Pedro, lo único necesario en la predicación de la Iglesia. Lo esencial para vivir con el corazón alegre y en paz.

El próximo 4 de septiembre, Albino Luciani será contado por el papa Francisco entre los beatos de la Iglesia católica. Seguramente, si todavía estuviera aquí, se sonrojaría al conocer la noticia, como aquella vez en Venecia que Pablo VI se quitó la estola pontifica y la puso sobre sus espaldas. «Jamás me he puesto tan rojo», confesó en su primer Ángelus. De cara a la beatificación, el pasado 13 de mayo, la Fundación vaticana Juan Pablo I celebró un congreso sobre la figura del papa Luciani. El núcleo de este trabajo fue un libro publicado recientemente que recoge todas sus intervenciones oficiales y algunas notas inéditas que se encontraron en sus cuadernos. Un trabajo fundamental que ha sido posible gracias a la Fundación presidida por el cardenal Pietro Parolin cuya alma, tenaz y apasionada, es desde hace dos años Stefania Falasca, periodista de Avvenire y vicepostuladora de la causa de beatificación. Durante el congreso, celebrado en la Universidad Gregoriana, se abordó el magisterio de Juan Pablo I a la luz de los seis “queremos” de su mensaje del 27 de agosto de 1978. El nuevo Papa expresaba su voluntad de guiar a la Iglesia por la senda del Concilio Vaticano II, remontándose a las fuentes vivas de la fe para dar un nuevo impulso al testimonio cristiano en el mundo. Señalando siempre el ejemplo de Pablo VI: «Nos enseñó cómo se ama a la Iglesia y cómo se sufre por la Iglesia». El nuevo pontífice retomaba la metáfora de la barca de Pedro sacudida por el oleaje de la historia, citando un sermón de san Agustín: «Lo único que se requiere es que, al vernos turbados en la barca, no salgamos de ella, arrojándonos al mar. Porque, aunque la barca fluctúe, es una barca: solo ella lleva a los discípulos y recibe a Cristo».

Entre sus seis “queremos”, asignaba un puesto importante al diálogo ecuménico. Durante una entrevista con Juan Pablo I, el 5 de septiembre murió repentinamente, en los brazos del Papa, el metropolita ortodoxo ruso Nikodim. Un dramático episodio que suscitó infinitas conjeturas. Pero en su agenda el Papa solo apunta su admiración por Nikodim: «ortodoxo, pero con qué amor por la Iglesia». Entre los prelados que llevaron el cuerpo del metropolita a Moscú también estaba un joven prometedor, el futuro patriarca Kirill. Así de misteriosos son los hilos que tejen la historia.
Parte del programa del pontificado era su compromiso para apoyar toda iniciativa de paz y «evitar el riesgo de que la tierra quede reducida a un desierto». Luciani se emocionó por el encuentro en Camp David donde por primera vez los líderes israelíes y egipcios se estrecharon la mano. Ahora sabemos que también escribió una carta al presidente Jimmy Carter para darle las gracias y animarle.
Estudiando sus cartas, nos encontramos con una imagen de Luciani que supera todos los estereotipos. «Derriba esquemas que le etiquetaron de elemental –afirma Stefania Falasca–, reconociendo la consistencia magisterial de Juan Pablo I». Que su lenguaje sencillo e inmediato no lleve a engaño. No significaba una falta sino una apuesta decidida por ser «comprensivo y comprensible» para cualquier persona, siguiendo la línea del sermo humilis de san Agustín.

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Cada aspecto en el que profundizamos de Juan Pablo I se convierte en motivo de consuelo. Como su sensibilidad por la justicia social, que procede de unas raíces familiares humildes y del Catecismo. Su madre, mientras hacía la colada le enseñaba a repetir de memoria las respuestas del catecismo de Pío X y él siempre recordaba que «la opresión de los pobres, el fraude en la justa paga de los obreros», era uno de esos pecados que según el Catecismo «claman venganza a los ojos de Dios». Quién sabe si hoy, a causa de palabras como estas, también le lanzarían en redes sociales las mismas acusaciones vulgares («Papa comunista») que lanzan contra Francisco.

«Un clérigo pobre, siervo y humilde»: es la definición de Albino Luciani trazada por el cardenal Beniamino Stella, postulador de su causa de beatificación. La humildad en él no era una pose ni una falsa modestia. No, él se sonrojaba de verdad a causa de sus límites. El 6 de enero de 1959 había nieve y barro en Canale d’Agordo. Luciani, recién consagrado obispo por Juan XXIII, volvía a su pobre pueblo natal. «Estoy pensando en estos días que conmigo el Señor actúa con su viejo sistema: toma a los pequeños del barro de la calle y los levanta, saca a la gente del campo, de las redes del mar, del lago y los hace apóstoles. Es su viejo sistema. Hay ciertas cosas que el Señor no las quiere escribir sobre el bronce, ni sobre el mármol, sino directamente en el polvo para que, si la escritura permanece y no desaparece dispersada por el viento, quede bien claro que toda obra y todo mérito es únicamente del Señor». En su primera catequesis como Papa con sus fieles, añadía un despropósito que bastaría por sí solo para tenerlo como uno de nuestros santos predilectos. «Corro el riesgo de decir un despropósito. Pero lo digo: el Señor ama tanto la humildad que a veces permite pecados graves. ¿Para qué? Para que quienes los han cometido —estos pecados, digo— después de arrepentirse lleguen a ser humildes. No viene gana de creerse medio santos cuando se sabe que se han cometido faltas graves».