Don Giacomo Tantardini

Giacomo Tantardini. Una historia sencilla

Al cumplirse diez años de la muerte del sacerdote que fue amigo y discípulo de don Giussani, el recuerdo de uno de sus “jóvenes” de entonces, publicado en L'Osservatore Romano
Lucio Brunelli

El 19 de abril de 2012, a los 66 años, moría en Roma don Giacomo Tantardini. Lombardo de nacimiento y romano de adopción, discípulo de don Giussani, hizo vibrar durante 40 años el deseo de una vida cristiana entre muchas personas de diversos ámbitos (universidad, mundo del trabajo, medios de comunicación) que parecían totalmente ajenos. En este testimonio, le recuerda uno de los “jóvenes” que conoció entonces.

Conocí a don Giacomo en noviembre de 1972. Tenía 26 años y llevaba poco tiempo en Roma, donde había ido a estudiar, y vivía en el Pontificio Seminario Lombardo, frente a la basílica de Santa María la Mayor. Fue el encuentro más importante de mi vida. Yo creía haber abandonado definitivamente la Iglesia católica, como tantos de mis coetáneos. La inquietud de la época nos empujaba hacia otras lides que nos parecían más atractivas. Me encontré con él por error. Me habían hablado de una “comunidad” donde los ideales comunistas se vivían “aquí y ahora”, y movido por la curiosidad asistí a una de sus reuniones. Nunca había conocido a un cura como él, con más ímpetu de vida y espíritu inconformista que nosotros, que nos considerábamos revolucionarios. Era un hombre libre y un sacerdote alegre. Hablaba a nuestro deseo de felicidad, pero lo realmente sorprendente era otra cosa, que al principio no sabía definir. Para él, Cristo no era un ideal humano, era una presencia, misteriosa y real, un Rostro con el que poder hablar de tú a tú, con afecto, como si fuera alguien vivo, como si fuera la persona más querida. Empecé a intuirlo, igual que todos los que íbamos con él, por la manera que tenía de celebrar la misa. No era un místico pero cuando rezaba era como si estuviera viendo al Señor. Nos enseñó a cantar Iesu dulcis memoria, mostrándonos la poderosa belleza de los cantos medievales, que me parecían mucho más modernos y cercanos al corazón que los cantos melosos que había escuchado hasta entonces en la iglesia.

«Nec lingua valet dicere Nec littera exprimere Expertus potest credere Quid sit Iesum diligere». Solo quien lo prueba puede llegar a creer lo que es amar a Jesús. Y don Giacomo lo había probado. Gracias a la fe de su madre, gracias a su encuentro con don Giussani, el fundador de Comunión y Liberación, de quien fue hijo fiel y amadísimo. Gracias a la gracia de Dios. Ese amor nos lo comunicaba, no multiplicando los discursos sino con su mirada, su ironía, su afecto por cada uno de nosotros, tal como éramos. Entonces, en los años 70, con tantas ingenuidades, contaminaciones ideológicas, militancias exageradas y golpes a diestro y siniestro, fue cuando don Giacomo se encontró con un grupo de estudiantes universitarios que los domingos por la tarde rezaban en el convento de las Hermanitas de Jesús en el bosque de adelfas de las Tres Fontanas o en el convento de las monjas de la Asunción en el lago de Genzano. Era una maravilla, rezar y verle rezar, en esos lugares llenos de silencio y de paz.

También era una gracia asistir al fenómeno increíble de decenas, luego cientos, y al final miles de personas que, siguiendo la experiencia de don Giacomo descubrían ex novo la fe cristiana o volvían a ella de manera más consciente e interesante para su vida. Justo en un momento en que las iglesias se despoblaban de jóvenes. Cuántas vidas salvadas, cuántos vínculos de amistad y de auténtica fraternidad se establecieron gracias a ese flujo creciente de acción del buen Dios. Vínculos indelebles. Qué milagro, dentro del milagro, fue después la experiencia de esos jóvenes que, atraídos por su testimonio, empezaron a pensar en el ideal de la virginidad como un don para su vida: no como una castración sino como una plenitud, también afectiva. La pureza de don Giacomo era una pureza de niño, algo que también me parece de otro mundo.

Y cuánta riqueza cultura. Ahora que lo pienso, era extraordinario que tantos jóvenes de lo más normales, en los oscuros años 70, prefirieran compartir los domingos por la tarde con sus lecturas de Charles Péguy en una sala del convento de los dominicos en el Panteón en vez de ir a discotecas o a manifestaciones violentas. Por no hablar, en los últimos años de su vida, en las multitudinarias lecciones sobre san Agustín en la universidad San Pío V en Roma o en la universidad estatal de Padua. No era un alarde de erudición sino apertura de corazón y de menta ante la realidad presente.

Muchas iniciativas sociales, caritativas y editoriales nacieron como “efecto colateral” de la fe de don Giacomo. Personalmente, pude vivir la etapa de Il Sabato y 30Días. Recuerdo disputas memorables, como una sobre el retorno al catolicismo contemporáneo de las antiguas herejías pelagiana y gnóstica. El alma era don Giacomo, mente volcánica e irreductible a los esquemas laicistas y clericales. Qué emoción, para nosotros que también conocimos sus sufrimientos, cuando parecía que un eco de esos contenidos empezaba a resonar en el corazón mismo de la Iglesia. Es inolvidable la intervención del cardenal Ratzinger en el Meeting de Rímini de 1990, cuando Il Sabato estaba en el punto de mira por la controversia sobre el pelagianismo en la Iglesia, o la reducción de la fe a moral, o el eclipse de la gracia. «El error de Pelagio es mucho más actual de lo que parece y en Il Sabato se han dicho cosas importantes sobre este tema», respondió el prefecto del antiguo Santo Oficio a una pregunta de la prensa.

El cardenal Bergoglio también estaba suscrito y leía con atención 30Días. Fui testigo, junto a muchos otros amigos, de varios encuentros entre él y don Giacomo. Fue precisamente un periodista de 30Días, Gianni Valente, el primero en conocer al arzobispo de Buenos Aires. Cuando venía a Roma, Bergoglio cenaba en casa de Gianni y su mujer Stefania, concelebró muchas veces la eucaristía en la basílica de San Lorenzo al Verano, donde los sábados por la tarde se reunían para la misa los amigos de don Giacomo. El cardenal Bergoglio los quería mucho y escribió en 30Días un artículo precioso en su memoria hace diez años, el 19 de abril de 2012, cuando don Giacomo nos dejó. Luego, siendo Papa, también aceptó escribir un prólogo para la reedición del librito Quien reza se salva, la obra preferida de don Giacomo. Nació por la necesidad de ofrecer un instrumento sencillo y útil a aquellos, entre nosotros, que se acercaban por primera vez al sacramento de la confesión o volvían tras una larga ausencia. También es un concentrado de las oraciones más bonitas de la tradición popular cristiana, que él nos hizo redescubrir y amar. Don Giacomo insistía mucho en que el cristianismo es «una historia sencilla». Por eso, ese librito tan sencillo –difundido por todo el mundo– ahora tiene un doble prólogo, uno firmado por el cardenal Joseph Ratzinger y el otro, por Francisco. Don Giacomo, allí arriba, en el cielo, feliz con don Giussani, leerá todas estas líneas de elogio y me diría que lo deje y en su lugar rece un Avemaría por él. Pero somos nosotros quien le pedimos a él una oración por nuestras vidas, por el mundo entero y por la Iglesia del Señor.

(L'Osservatore Romano, 19 de abril de 2022)