El papa Francisco en la misa de Pascua. Roma, 17 de abril de 2022 (©Alessia Giuliani/Catholic Press Photo)

La paz de Francisco

El Papa lleva años advirtiendo al mundo, pero sus palabras contra la guerra parecen ser un fastidio. «Hoy más que nunca necesitamos al Crucificado Resucitado para creer en la victoria del amor, para esperar en la reconciliación»
Andrea Tornielli

«Por favor, por favor, no nos acostumbremos a la guerra, comprometámonos todos a pedir la paz con voz potente, desde los balcones y en las calles. ¡Paz!». El papa Francisco, profeta al que no se ha escuchado, lleva años advirtiendo al mundo entero de la amenaza de una tercera guerra mundial y lo repitió el domingo de Pascua, durante el mensaje Urbi et Orbi: «Que los responsables de las naciones escuchen el grito de paz de la gente, que escuchen esa inquietante pregunta que se hicieron los científicos hace casi sesenta años: ¿Vamos a poner fin a la raza humana; o deberá renunciar la humanidad a la guerra? (Manifiesto Russell-Einstein, 9 julio 1955)». Poco antes de pronunciar estas palabras, Francisco había dicho: «Hemos pasado dos años de pandemia, que han dejado marcas profundas. Parecía que había llegado el momento de salir juntos del túnel, tomados de la mano, reuniendo fuerzas y recursos. Y en cambio, estamos demostrando que no tenemos todavía el espíritu de Jesús, tenemos aún en nosotros el espíritu de Caín, que mira a Abel no como a un hermano, sino como a un rival, y piensa en cómo eliminarlo. Necesitamos al Crucificado Resucitado para creer en la victoria del amor, para esperar en la reconciliación. Hoy más que nunca lo necesitamos a Él, para que poniéndose en medio de nosotros nos vuelva a decir: ¡Paz a vosotros!».

Las palabras del papa Francisco contra la guerra durante casi dos meses se han convertido en “signo de contradicción”. Su mensaje de paz, firmemente anclado en el Evangelio y en el magisterio de sus predecesores en el último siglo, impacta por su radicalidad y en las últimas semanas se han redimensionado. No pudiendo interpretarse en el sentido que quería el pontífice, no pudiendo “plegarlas” de ningún modo como apoyo a la carrera armamentista acelerada por la guerra desencadenada tras la agresión de Vladimir Putin contra Ucrania, se ha optado por tomar distancias elegantemente y concluir que sí, que en el fondo el Papa no puede dejar de decir lo que dice por ser el Papa, pero luego se puede actuar de otra manera.

El pasado 24 de marzo, Francisco dijo: «Me dio vergüenza cuando leí que un grupo de estados se han comprometido a gastar el dos por ciento del PIB en compra de armas, como respuesta a lo que está pasando ahora. ¡La locura! La verdadera respuesta, como he dicho, no son otras armas, otras sanciones, otras alianzas político-militares, sino otro enfoque, una forma diferente de gobernar el mundo globalizado —no enseñando los dientes, como ahora—, una forma diferente de establecer las relaciones internacionales. El modelo del cuidado ya se está realizado, gracias a Dios, pero lamentablemente todavía está sometido al del poder económico-tecnocrático-militar».

En el Ángelus del 27 de marzo, el Papa insistió: «La guerra no puede ser algo inevitable: ¡no debemos acostumbrarnos a la guerra! Más bien debemos convertir la indignación de hoy en el compromiso de mañana. Porque, si de esta situación salimos como antes, de alguna manera todos seremos culpables. Frente al peligro de autodestruirse, que la humanidad comprenda que ha llegado el momento de abolir la guerra, de cancelarla de la historia del hombre antes de que sea ella quien cancele al hombre de la historia».

La postura del sucesor de Pedro nunca ha sido “equidistante”. Desde que empezó esta guerra tremenda en el corazón de Europa, un conflicto que parece haber hecho retroceder ochenta años el reloj de la historia, Francisco ha expresado su cercanía a la Ucrania agredida. El 2 de abril, en Malta, dirigiéndose a las autoridades de la isla, Francisco dijo: «del este de Europa, del Oriente, donde surge antes la luz, han llegado las tinieblas de la guerra. Pensábamos que las invasiones de otros países, los brutales combates en las calles y las amenazas atómicas eran oscuros recuerdos de un pasado lejano. Pero el viento gélido de la guerra, que solo trae muerte, destrucción y odio, se ha abatido con prepotencia sobre la vida de muchos y los días de todos. Y mientras una vez más algún poderoso, tristemente encerrado en las anacrónicas pretensiones de intereses nacionalistas, provoca y fomenta conflictos, la gente común advierte la necesidad de construir un futuro que, o será juntos, o no será. Ahora, en la noche de la guerra que ha caído sobre la humanidad —por favor— no hagamos que desaparezca el sueño de la paz».

«Hace más de sesenta años —añadió el Papa— en un mundo amenazado por la destrucción, donde las leyes eran dictadas por las contraposiciones ideológicas y la férrea lógica de las coaliciones, desde la cuenca mediterránea se elevó una voz contracorriente, que a la exaltación de la propia parte opuso un impulso profético en nombre de la fraternidad universal. Era la voz de Giorgio La Pira, que dijo: "La coyuntura histórica que vivimos, el choque de intereses e ideologías que sacuden a la humanidad, presa de un increíble infantilismo, restituyen al Mediterráneo una responsabilidad capital: definir nuevamente las normas de una Medida donde el hombre, abandonado al delirio y a la desmesura, pueda reconocerse" (Intervención en el Congreso Mediterráneo de la Cultura, 19 febrero 1960). Son palabras actuales; podemos repetirlas porque tienen una gran actualidad. Cuánto necesitamos una “medida humana” frente a la agresividad infantil y destructiva que nos amenaza, frente al riesgo de una “guerra fría ampliada” que puede sofocar la vida de pueblos y generaciones enteras».

Pero, siguió diciendo Francisco en Malta, «ese “infantilismo”, lamentablemente, no ha desaparecido. Vuelve a aparecer prepotentemente en las seducciones de la autocracia, en los nuevos imperialismos, en la agresividad generalizada, en la incapacidad de tender puentes y de comenzar por los más pobres. Hoy es muy difícil pensar con la lógica de la paz. Nos hemos habituado a pensar con la lógica de la guerra. Es aquí donde comienza a soplar el viento gélido de la guerra, que también esta vez ha sido alimentado a lo largo de los años. Sí, la guerra se fue preparando desde hace mucho tiempo, con grandes inversiones y comercio de armas. Y es triste ver cómo el entusiasmo por la paz, que surgió después de la segunda guerra mundial, se ha debilitado en los últimos decenios, así como el camino de la comunidad internacional, con pocos poderosos que siguen adelante por cuenta propia, buscando espacios y zonas de influencia. Y, de este modo, no solo la paz, sino tantas grandes cuestiones, como la lucha contra el hambre y las desigualdades han sido de hecho canceladas de las principales agendas políticas».

La del obispo de Roma parece una voz que grita en el desierto. El Papa va más allá y ve cómo se afianzan esos "pedazos" de tercera guerra mundial que lleva años denunciado que se combate en el mundo. El gesto de dedicar una jornada de ayuno y oración por la paz al comenzar la Cuaresma, y sobre todo la decisión de consagrar al Corazón Inmaculado de María a la humanidad entera y especialmente a Rusia y Ucrania, dicen mucho de la gravedad de este momento.

Sería un error “esterilizar” este mensaje, encasillándolo en la categoría de las utopías. El papa Francisco muestra una mirada profundamente realista, como la que en 2003 hizo implorar a san Juan Pablo II a los gobiernos de tres países occidentales que no pusieran en marcha la absurda guerra contra Iraq, declarada a raíz de una serie de informaciones que resultaron falsas. Durante décadas este país ha sido arrasado y destruido, transformado en sentina de todo tipo de terrorismo. Es el momento de sanar las heridas de los corazones y reconstruir la convivencia siempre cuesta más que reconstruir las casas destruidas. Porque la guerra, como dice Francisco en la introducción del libro Contra la guerra, «no es la solución, la guerra es una locura, la guerra es un monstruo, la guerra es un cáncer que se alimenta de sí mismo, engulléndolo todo. Es más, la guerra es un sacrilegio, que causa estragos en lo más precioso de nuestra tierra, la vida humana, la inocencia de los más pequeños, la belleza de la creación. ¡Sí, la guerra es un sacrilegio!».

Resulta efímera la pretensión de quien crea poder vencer con la fuerza de las armas. «¿Por qué se quiere vencer así, a la manera del mundo? —se preguntaba el Papa en el Ángelus del Domingo de Ramos—. Así solamente se pierde. ¿Por qué no dejar que venza Él? Cristo ha llevado la cruz para liberarnos del dominio del mal. Ha muerto para que reinen la vida, el amor, la paz. ¡Que se depongan las armas! Que se inicie una tregua pascual; pero no para recargar las armas y volver a combatir, ¡no!, una tregua para llegar a la paz, a través de una verdadera negociación, dispuestos también a algún sacrificio por el bien de la gente. De hecho, ¿qué victoria será esa que plante una bandera sobre un cúmulo de escombros?».

En un mundo de líderes que razonan según la lógica de la guerra, sin creatividad diplomática ni capacidad de iniciativa política que apueste por la lógica de la paz, sin gobernantes dispuestos «a algún sacrificio por el bien de la gente», cuando la locura del rearme parece ser la única opción y el único pensamiento posible, el mensaje del papa Francisco merece ser escuchado, apoyado, valorado y lanzado por el pueblo cristiano.