Papa Francisco (Foto: Catholic Press Photo)

ACTO DE CONSAGRACIÓN AL CORAZÓN INMACULADO DE MARÍA

La celebración penitencial y el rezo del Acto de Consagración. Lee las palabras del Papa

En el Evangelio de la solemnidad que hoy celebramos el ángel Gabriel toma la palabra tres veces y se dirige a la Virgen María.
La primera vez, al saludarla, le dice: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28). El motivo de esta alegría, la causa de este júbilo, se revela en pocas palabras: el Señor está contigo. Hermano, hermana, hoy puedes oír estas palabras dirigidas a ti, a cada uno de nosotros; puedes hacerlas tuyas cada vez que te acercas al perdón de Dios, porque allí el Señor te dice: “Yo estoy contigo”. Con demasiada frecuencia pensamos que la Confesión consiste en presentarnos a Dios cabizbajos. Pero, para empezar, no somos nosotros los que volvemos al Señor; es Él quien viene a visitarnos, a colmarnos con su gracia, a llenarnos de su alegría. Confesarse es dar al Padre la alegría de volver a levantarnos. En el centro de lo que experimentaremos no están nuestros pecados, están, pero no están en el centro; sino su perdón: este es el centro. Imaginemos que en el centro del Sacramento estuvieran nuestros pecados: casi todo dependería de nosotros, de nuestro arrepentimiento, de nuestros esfuerzos, de nuestros afanes. Pero no, en el centro está Él, que nos libera y vuelve a ponernos en pie.
Restituyamos el primado a la gracia y pidamos el don de comprender que la Reconciliación no es principalmente un paso que nosotros damos hacia Dios, sino su abrazo que nos envuelve, nos asombra y nos conmueve. Es el Señor que, como con María en Nazaret, entra en nuestra casa y nos trae un asombro y una alegría que antes eran desconocidos: la alegría del perdón. Pongamos en primer plano la perspectiva de Dios: volveremos a descubrir la importancia de la Confesión. Lo necesitamos, porque cada renacimiento interior, cada punto de inflexión espiritual comienza aquí, en el perdón de Dios. No descuidemos la Reconciliación, sino redescubrámosla como el Sacramento de la alegría. Sí, el Sacramento de la alegría, donde el mal que nos hace avergonzarnos se convierte en ocasión para experimentar el cálido abrazo del Padre, la dulce fuerza de Jesús que nos cura y la “ternura materna” del Espíritu Santo. Esta es la esencia de la Confesión.



Y entonces, queridos hermanos y hermanas, vamos a recibir el perdón. Vosotros, hermanos que administráis el perdón de Dios, sed los que ofrecen a quien se os acerca la alegría de este anuncio: Alégrate, el Señor está contigo. Ninguna rigidez, por favor, ningún obstáculo, ninguna incomodidad; ¡puertas abiertas a la misericordia! En la Confesión, estamos especialmente llamados a encarnar al Buen Pastor que toma en brazos a sus ovejas y las acaricia; estamos llamados a ser canales de la gracia, que vierten el agua viva de la misericordia del Padre en la aridez del corazón. Si un sacerdote no tiene esta actitud, si no tiene estos sentimientos en el corazón, mejor que no vaya a confesar.
El ángel habla a María por segunda vez. A ella, sorprendida por el saludo recibido, le dice: «No temas» (v. 30). Primera palabra, «El Señor está contigo»; segunda: «No temas». Vemos en la Escritura que, cuando Dios se presenta a quien lo acoge, le gusta pronunciar estas dos palabras: no temas. Se lo dice a Abrán (cf. Gn 15,1), se lo repite a Isaac (cf. Gn 26,24) y a Jacob (cf. Gn 46,3), y así sucesivamente, hasta José (cf. Mt 1,20) y María: no temas, no temas. De este modo nos brinda un mensaje claro y consolador: cada vez que la vida se abre a Dios, el miedo ya no puede convertirnos en sus rehenes. Porque el miedo nos aprisiona. Tú, hermana, hermano, si tus pecados te asustan, si tu pasado te inquieta, si tus heridas no cicatrizan, si tus continuas caídas te desmoralizan y parece que has perdido la esperanza, por favor, no temas. Dios conoce tus debilidades y es más grande que tus errores. Dios es más grande que nuestros pecados, es mucho más grande. Te pide una sola cosa: que tus fragilidades, tus miserias, no las guardes dentro de ti; sino que las lleves a Él, las coloques ante Él, y de motivos de desolación se convertirán en oportunidades de resurrección. ¡No temas! El Señor nos pide nuestros pecados. Recuerdo la historia de aquel monje del desierto, que había dado todo a Dios, todo, y llevaba una vida de ayuno, de penitencia y de oración. El Señor le pedía más. “—Señor, te he dado todo —le dijo el monje—, ¿qué falta? —Dame tus pecados”. Eso nos pide el Señor. No temas.
La Virgen María nos acompaña; ella misma entregó a Dios su desconcierto. El anuncio del ángel le daba serias razones para temer. Le proponía algo impensable, que iba más allá de sus fuerzas y que ella sola no hubiera podido manejar; habrían surgido demasiadas dificultades: problemas con la ley mosaica, con José, con las personas de su pueblo y con su gente. Todas estas son dificultades, no temas.

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