(Foto: Catholic Press Photo)

«El protagonista del Sínodo es el Espíritu»

El discurso del papa Francisco en el momento de reflexión para el inicio del proceso sinodal. «¡La participación de todos es un compromiso eclesial irrenunciable!»

Queridos hermanos y hermanas:
Gracias por estar aquí, en la apertura del Sínodo. Han venido por muchos caminos y de muchas Iglesias, llevando cada uno en el corazón preguntas y esperanzas, y estoy seguro de que el Espíritu nos guiará y nos dará la gracia para seguir adelante juntos, para escucharnos recíprocamente y para comenzar un discernimiento en nuestro tiempo, siendo solidarios con las fatigas y los deseos de la humanidad. Reitero que el Sínodo no es un parlamento, que el Sínodo no es un sondeo de las opiniones; el Sínodo es un momento eclesial, y el protagonista del Sínodo es el Espíritu Santo. Si no está el Espíritu, no habrá Sínodo.

Vivamos este Sínodo en el espíritu de la oración que Jesús elevó al Padre con vehemencia por los suyos: «Que todos sean uno» (Jn 17,21). Estamos llamados a la unidad, a la comunión, a la fraternidad que nace de sentirnos abrazados por el amor divino, que es único. Todos, sin distinciones, y en particular nosotros Pastores, como escribía san Cipriano: «Debemos mantener y defender firmemente esta unidad, sobre todo los obispos, que somos los que presidimos en la Iglesia, a fin de probar que el mismo episcopado es también uno e indiviso» (De Ecclesiae catholicae unitate, 5). Por eso, caminamos juntos en el único Pueblo de Dios, para hacer experiencia de una Iglesia que recibe y vive el don de la unidad, y que se abre a la voz del Espíritu.

Las palabras clave del Sínodo son tres: comunión, participación y misión. Comunión y misión son expresiones teológicas que designan el misterio de la Iglesia, y es bueno que hagamos memoria de ellas. El Concilio Vaticano II precisó que la comunión expresa la naturaleza misma de la Iglesia y, al mismo tiempo, afirmó que la Iglesia ha recibido «la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y el principio de ese reino» (Lumen gentium, 5). La Iglesia, por medio de esas dos palabras, contempla e imita la vida de la Santísima Trinidad, misterio de comunión ad intra y fuente de misión ad extra. Después de un tiempo de reflexiones doctrinales, teológicas y pastorales que caracterizaron la recepción del Vaticano II, san Pablo VI quiso condensar precisamente en estas dos palabras —comunión y misión— «las líneas maestras, enunciadas por el Concilio». Conmemorando la apertura, afirmó en efecto que las líneas generales habían sido «la comunión, es decir, la cohesión y la plenitud interior, en la gracia, la verdad y la colaboración […], y la misión, que es el compromiso apostólico hacia el mundo contemporáneo» (Ángelus, 11 octubre 1970), que no es proselitismo.

Clausurando el Sínodo de 1985 —veinte años después de la conclusión de la asamblea conciliar—, también san Juan Pablo II quiso reafirmar que la naturaleza de la Iglesia es la koinonia; de ella surge la misión de ser signo de la íntima unión de la familia humana con Dios. Y añadía: «Es sumamente conveniente que en la Iglesia se celebren Sínodos ordinarios y, llegado el caso, también extraordinarios». Estos, para que sean fructíferos, tienen que estar bien preparados; «es preciso que en las Iglesias locales se trabaje en su preparación con la participación de todos» (Discurso en la clausura de la II Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos, 7 diciembre 1985). Esta es la tercera palabra, participación. Si no se cultiva una praxis eclesial que exprese la sinodalidad de manera concreta a cada paso del camino y del obrar, promoviendo la implicación real de todos y cada uno, la comunión y la misión corren el peligro de quedarse como términos un poco abstractos. Quisiera decir que celebrar un Sínodo siempre es hermoso e importante, pero es realmente provechoso si se convierte en expresión viva del ser Iglesia, de un actuar caracterizado por una participación auténtica.

Y esto no por exigencias de estilo, sino de fe. La participación es una exigencia de la fe bautismal. Como afirma el apóstol Pablo, «todos nosotros fuimos bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo» (1 Co 12,13). En el cuerpo eclesial, el único punto de partida, y no puede ser otro, es el Bautismo, nuestro manantial de vida, del que deriva una idéntica dignidad de hijos de Dios, aun en la diferencia de ministerios y carismas. Por eso, todos estamos llamados a participar en la vida y misión de la Iglesia. Si falta una participación real de todo el Pueblo de Dios, los discursos sobre la comunión corren el riesgo de permanecer como intenciones piadosas. Hemos avanzado en este aspecto, pero todavía nos cuesta, y nos vemos obligados a constatar el malestar y el sufrimiento de numerosos agentes pastorales, de los organismos de participación de las diócesis y las parroquias, y de las mujeres, que a menudo siguen quedando al margen. ¡La participación de todos es un compromiso eclesial irrenunciable! Todos los bautizados, este es el carné de identidad: el Bautismo.

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