Juan Pablo II el día de su elección

«Karol, ¿me amas?»

El 18 de mayo de hace cien años nacía san Juan Pablo II. Un hombre y pastor que cambió la historia del mundo y de la Iglesia, desde la epopeya de Solidarnosc a los días de su enfermedad. Llevando siempre en el corazón la respuesta a aquella pregunta...
Marina Ricci

«Karol, ¿me amas?». Tres palabras para expresar todo un pontificado y la vida de un hombre. Quien las pronunció durante el funeral de Juan Pablo II, parafraseando la pregunta de Jesús a Pedro, fue Joseph Ratzinger, el cardenal de hierro, el refinado teólogo, o más sencillamente «el amigo que siempre dice la verdad», como llegó a definirlo Karol Wojtyla. La verdad era que no se podía entender nada del Papa llegado del Este sin su respuesta a esa pregunta. «Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo». Pero la profundidad de las cosas se aferra mejor después.

Al principio, en 1978, fue una epopeya. ¿Alguien había visto alguna vez que un Papa apuesto violara alegre y sistemáticamente las reglas del protocolo, que bajaba del altar para dirigirse hacia la multitud agolpada tras las barreras para abrazar y saludar? ¿Cómo escapó de las redes del régimen comunista polaco para llegar hasta Roma con su italiano salpicado de errores y de simpatía? ¿Quién era ese tal Karol Wojtyla que tronaba desde el trono de Pedro proclamando a «Jesucristo centro del cosmos y de la historia» e invitando a no tener miedo, a fiarse de Él?

La cuestión enseguida adquirió más seriedad. Después del primer viaje de Juan Pablo II a Polonia a principios de 1979, en agosto de 1980 nació en los astilleros de Gdansk un sindicato obrero, Solidarnosc, destinado a hacer historia. Imágenes increíbles empezaron a circular por todo Occidente. Las cruces y las fotos de Juan Pablo II colgadas en las puertas de las fábricas ocupadas eran algo nunca visto ni imaginado, un unicum que ningún avezado analista habría podido pensar jamás. Los polacos habían acogido su invitación y decidieron fiarse. Lo que vino a interrumpir esta secuencia demasiado veloz de la historia fue el atentado contra el Papa en la plaza de San Pedro. Aquel 13 de mayo de 1981 cayó sobre Roma una capa de angustia y confusión solo comparable con el día del secuestro de Aldo Moro y el asesinato de su escolta. Juan Pablo II no murió y la historia volvió a correr hasta llegar a la caída del Muro de Berlín en 1989 y –Dios también sabe ser irónico– al arriamiento de la bandera roja en el Kremlin el 25 de diciembre de 1991.



Para muchos, la historia y peculiaridad del pontificado polaco acaba aquí: el Papa que derrotó al comunismo. En cambio, solo se trata de la primera parte de una historia mucho más grande y venturosa. La historia también de una aparente derrota. A partir de 1992 las condiciones físicas del Papa eslavo –profetizado a mediados del XIX por el poeta Juliusz Slowacki, «fuerte y audaz como Dios»– empezaron a deteriorarse progresivamente, al mismo ritmo que empeoraba la salud del mundo, hasta ofrecer la imagen de un cuerpo que parecía haber tomado para sí la fatiga, el dolor y el mal que había encontrado en su peregrinar.

Dos ventanas dominan la escena, la del Policlínico Gemelli de Roma y la de San Pedro, desde las que Juan Pablo II brama contra el genocidio en Ruanda y después contra la guerra en Bosnia. Esta última será una herida especialmente amarga. En Europa, a finales de un siglo terrible, vuelve a emerger con violencia el mal de la guerra y la discriminación racial. Una vez más, los hombres demuestran ser incapaces de aprender de su propia historia.

Termina así un siglo y empieza otro, pero el paso no es ese «cruzar el umbral de la esperanza» auspiciado por Juan Pablo II, que al día siguiente del 11 de septiembre de 2001 reflexionaba durante la audiencia del miércoles, con voz rota, sobre el misterio del corazón del hombre, capaz de tanto mal. El Papa que vivió el nazismo y derrotó al comunismo volvía a verse obligado a plantear de manera dramática el interrogante que marcó toda su vida y su pontificado: ¿cuál es el límite del Mal?, ¿quién puede detenerlo? La misma pregunta que se planteaba a los veinte años Karol Wojtyla. Lo contó él mismo a un grupito de chavales que recibió en el Vaticano, explicando que su vocación sacerdotal había nacido en los años de la ocupación nazi de Polonia precisamente por la necesidad humana de encontrar una respuesta al horror de su tiempo. «En medio de este mal, en estas tragedias y sufrimientos inmensos hay que buscar más profundamente una luz… en medio de estas tinieblas la luz era el Evangelio, era Cristo».



De nuevo durante su último viaje a Polonia, Juan Pablo II recordaba con una sonrisa a aquel jovencito que, en aquellos años, en Cracovia, yendo a trabajar como obrero a la fábrica, pasaba por el camino por la iglesia de sor Faustina y se paraba a implorar la Misericordia Divina. Ese es el último límite del Mal, afirmará más tarde ese mismo joven convertido en Papa, la Misericordia de Dios que abre siempre a todo hombre a la posibilidad de ser perdonado, de volver a levantarse y elegir ese Bien que ningún Mal logra destruir definitivamente. Esa Luz que las tinieblas de la historia no pueden apagar. ¿De verdad lo creía así Juan Pablo II? Sí, tenía fe en Jesús misericordioso, que había acompañado toda su vida, y por eso también creía en los hombres, a pesar de todo. También creía, como contó Joaquín Navarro-Valls, que eran capaces de grandes cosas, y por eso le pareció adecuado pedirles que las hicieran. El cardenal canadiense Gagnon recordaba que una vez, cuando le preguntaron qué hacer contra las personas que desde dentro de la curia ponían obstáculos a su pontificado, Juan Pablo II respondió: «nada». Y al cardenal que consternado le preguntaba por qué, le explicó: «Creo que los hombres pueden cambiar».

Qué ingenuidad, podríamos decir, si no fuera la única ocasión real de esperanza para la vida personal y para la historia. Y para entender hace falta mirar a la cara a los hombres y mujeres que corrían en masa para ir a verlo a todas partes del mundo. Los que llorando, en silencio, le recibían de rodillas en la plaza de Vilna, en la Lituania recién liberada del comunismo, y que en el Líbano martirizado por la guerra le bañaron de flores. Los que en África corrieron a recibir con estupor a un muzungu bueno que se acordaba de ellos y los que en la Cuba de Fidel Castro cantaban por las calles «Juan Pablo querido, jamás será vencido». La lista es larga e incluye también a todos aquellos que en los días extraordinarios e increíbles que siguieron a su muerte acudieron a Roma porque conocían muy bien la respuesta a aquella pregunta, «Karol, ¿me amas?». Algo difícil de olvidar.