El cardenal Renato Corti

Explorador del Espíritu

Ha muerto a los 95 años el cardenal Renato Corti. Obispo emérito de Novara, y antes obispo auxiliar de Milán, recibió la púrpura del papa Francisco en 2016. Recordamos la entrevista que concedió a Tracce al día siguiente de su nombramiento
Maurizio Vitali

El nuevo cardenal acaba de terminar la lectura de las Últimas conversaciones de Benedicto XVI. En su escritorio un puñado de folios escritos minuciosamente a mano que custodian párrafos destacados, anotaciones, reflexiones, puntos de profundización, auténticas meditaciones. «Hace tiempo opté por hacer una lectura lenta. Me obliga a seleccionar lo que vale la pena y dejar a un lado lo inútil. De esta manera, leer un libro es como una enriquecedora conversación con su autor». Así que usted, Eminencia, está conversando con el Papa emérito. «¡Sí! Estimo mucho a Benedicto XVI por su mansedumbre, su gentileza, su extraordinaria precisión de pensamiento y su capacidad para expresarlo con sencillez...».
Monseñor Renato Corti, obispo emérito de Novara y antes vicario general del cardenal Martini en Milán, concedió esta entrevista a Tracce (la edición italiana de Huellas, ndt.) pocos días antes de recibir la púrpura cardenalicia de manos del papa Francisco en el Consistorio del 19 de noviembre de 2016. Junto a él y con otros quince, también la recibe Dieudonné Nzapalainga, arzobispo de Bangui, al que Huellas también entrevistó. En ambos llama la atención la notable diferencia de temperamentos personales, así como de los contextos de sus respectivos ministerios. El africano, de 49 años, tiene el tamaño de un luchador y vive en medio del alboroto miserable y violento de la capital centroafricana, donde en nombre de Cristo reparte caridad y lanza valientes puentes de diálogo. El italiano, superados ya los ochenta años, tiene una figura delgada y ascética, vive en la agradable quietud de dos modestas celdas del convento de los oblatos de Rho, a las puertas de Milán, y reparte su tiempo entre el estudio, la ayuda espiritual y la actividad pastoral. Francisco quiso llamarles para tenerles cerca, pues ambos comparten la misma certeza de la fe y del testimonio de Cristo sin reservas.
Corti ya había colaborado de cerca y con discreción con los tres últimos papas. En 2005 predicó los ejercicios espirituales a la curia vaticana, en los que participó, por última vez, Juan Pablo II. En 2015 escribió las meditaciones para el Via Crucis del papa Francisco. En cuanto al papa Ratzinger, fue él quien proclamó beato a Antonio Rosmini «acogiendo –como se lee en su Carta apostólica– el deseo de nuestro hermano Renato Corti, obispo de Novara».
«En efecto, durante la visita ad limina de los obispos del Piamonte italiano, hablé con el Santo Padre de la causa de beatificación de Rosmini (que murió en Stresa en 1855). Me di cuenta de que el Papa y teólogo alemán conocía muy bien a este religioso y pensador italiano. Actuó con gran sensibilidad y en un tiempo récord. En solo una semana me hizo llamar para fijar la fecha de la proclamación. Era noviembre de 2007».

Preparando esta entrevista, me ha llamado la atención un pasaje de las Últimas conversaciones donde Ratzinger comparte una frase de Romano Guardini: «Al envejecer, no se hace más fácil sino más difícil», porque por un lado nuestra vida ya ha asumido su forma y, por otro, sentimos mucho más la gravedad de las preguntas. ¿Qué opina?
Así es. El gran poeta inglés Thomas Stearns Eliot, en un soneto, propone a los ancianos que permanezcan como espectadores. Se trata de volver a cosas que habían estudiado quizá treinta años antes, no en el sentido de volver a empezar de cero sino en el sentido de que es posible una profundidad cada vez mayor sobre las cuestiones de fondo: ¿quién es el hombre?, ¿quién es Dios?, ¿cuál es el Misterio que lo rodea? Yo, en mi pequeñez, trato de seguir explorando y me pregunto todos los días: ¿acaso hoy no he leído algún fragmento, algún verso o no me ha sucedido algo que merezca la pena anotar en mi diario?

¿Escribe usted un diario?
Sí. Es una manera de prestar atención y reaccionar a lo que me encuentro o me sucede, diciéndome a mí mismo qué me sugiere tener presente. Prestar atención programáticamente, metodológicamente, a no pasar de una cosa a otra sin dejar tiempo para pensar –como señalaba por ejemplo Madeleine Delbrêl (asistente social, poetisa y mística francesa, que murió en 1964, cuya causa de beatificación está abierta, ndr.)– me parece muy importante.

En cambio, hoy prevalece el consumo rápido de experiencias…
Me doy cuenta claramente de que esta opción mía hoy resulta un poco excepcional. La mayoría corre, corre sin parar, y todo se ve arrastrado por lo que viene después, y al final no se sabe qué es lo que permanece.

El hecho de haber sido nombrado cardenal, ¿qué cambia en su vida, en su forma de ser pastor de almas y también explorador?
Cuanto más pasan los días, más cuenta me doy de que no es una condecoración. Es más bien una gran responsabilidad sobre mis espaldas, que consiste sobre todo en elaborar y redactar consejos (para el Santo Padre, ndr.). Lo que más necesito es el espíritu del consejo y el ejercicio del discernimiento.

Recuerdo que “discernimiento” era una palabra muy querida para el cardenal Martini. ¿Es correcto decir que es sinónimo de juicio cristiano?
Sí, yo diría que sí. Es la elaboración de un juicio cristiano. Llevo tiempo reflexionando sobre cuáles son las reglas fundamentales de esta elaboración, y por tanto de la posibilidad de dar consejos. Recientemente me preguntaron sobre esto en una conferencia con los sacerdotes de la diócesis de Chiavari.

¿Y qué respondió?
Dije que la primera regla es ser honesto con uno mismo. La vida me ha hecho tocar con mis manos, en casos muy concretos, que se pueden pasar años, incluso una vida entera, dentro de una falsedad, en una doblez. Pienso sobre todo, como causa, en el pecado original y en la debilidad que llevamos dentro. Puede ser la superficialidad al tratar las cosas, o el deseo de aparentar, de hacer carrera… Todo puede entrar falsificando la vida, por lo que las palabras, o ciertos contextos, pueden decir una cosa pero luego se es otra distinta.

De modo que la primera cuestión se refiere al sujeto. ¿Y de qué modo este sujeto juzga concretamente las cosas como cristiano, es decir, ejerce un auténtico discernimiento?
Primero, aclarando bien el status quaestionis. Hay que ir más allá de la superficialidad y el descuido, y realizar un trabajo lento, humilde y fatigoso de conocimiento de la realidad que se nos presenta. Segundo, recordando que el discernimiento cristiano es un acto espiritual que requiere que entren en juego y constituyan el contexto de este trabajo la oración, la escucha de la Palabra de Dios, la confrontación con los hermanos en la fe y con los que tienen responsabilidades en la vida de la Iglesia. El discernimiento es un camino de obediencia que me involucra, pero también involucra a la Iglesia; es la obediencia de la Iglesia en el mismo momento en que estamos llamados a obedecer a la Iglesia. Y yo, ahora, querría tenerlo aún más presente que antes.

¿En qué sentido?
Leo mi nombramiento cardenalicio como una invitación a seguir atentamente la vida de la Iglesia, a hacer discernimiento y también a expresarlo. Los cardenales son un pequeño equipo que el Papa llama a su entorno para ayudarlo. No estoy pensando en ceremonias o cosas así sino en este trabajo más sustancial sobre muchos problemas delicados y complejos a los que nos enfrentamos.

¿Qué cuestiones le parecen más graves y urgentes de afrontar?
La lectura de las Conversaciones del papa Benedicto me ha ayudado a identificar dos puntos: la desorientación del hombre moderno y el derrumbe de la fe. Dice Benedicto que el verdadero problema, en este momento de la historia, es que Dios desaparece del horizonte de los hombres y por eso la humanidad sufre una falta de orientación cuyos efectos desastrosos se manifiestan cada vez más.

En efecto, en Europa, aunque diría en Occidente en general, los valores fundamentales han perdido su evidencia en la conciencia moral de la gente y en los ordenamientos legislativos. ¿Qué respuesta podemos dar como cristianos?
La Iglesia debe ser muy delicada a la hora de ayudar al hombre a descubrir a Dios como lo primero y lo último, porque sin eso el hombre es como un satélite que pierde su órbita y vaga sin saber ya quién es, adónde va ni por qué. Siendo cardenal, Ratzinger desarrolló esta cuestión predicando unos ejercicios espirituales a sacerdotes de Comunión y Liberación en 1986, y lo retomó también en el discurso de apertura de su pontificado. El papa Wojtyla en la Centesimus annus (1991) advirtió a no hacerse ilusiones con que, una vez caído el comunismo, las cosas fueran más cómodas para el cristianismo.

¿No le parece que a veces en los ambientes católicos se tiende a organizar actividades sin esta conciencia misionera?
Creo que eso debe preocuparnos mucho, porque se pueden hacer muchas cosas sin ir a ninguna parte. Aquí llegamos al segundo punto que mencionaba y que el papa Benedicto (que por otro lado tomaba palabras muy similares a las que había expresado su predecesor) sintetiza diciendo que el verdadero problema no es la caída del número de fieles o vocaciones sino el derrumbe de la fe. Volviendo al tema de las raíces cristianas, en la Constitución europea se quiso evitar referirlas, y eso es malo, pero lo que debemos considerar seriamente es que muchas personas se dicen cristianas sin que luego les interese mucho la vida real. Por eso, la respuesta no puede ser de tipo organizativo, sino que debe consistir en la calidad de vida cristiana, como personas y como comunidades. Hace falta esa verdadera, auténtica reforma que es el despertar interior. En el invierno de la fe, hay que encender y reavivar fuegos ardientes.

¿Qué quiere decir?
Personas. Personas y realidades, aunque sean pequeñas, de personas para las que lo que prevalece es Dios, al que aman con todo su corazón; que siguen a Jesús, camino, verdad y vida; que son dóciles al Espíritu Santo Creador, que «os dará la fuerza y seréis mis testigos en el mundo», devotos a la Virgen, imagen perfecta de la Iglesia. Y añado: que frecuentan la compañía de los santos, del pasado y del presente. Todos ellos son fuegos ardientes que nos hacer atravesar la vida, cargada de problemas y pruebas, conociendo aquello para lo que estamos hechos, aunque no se suele osar mucho a expresarlo, y que es la felicidad. Le contaré un episodio del que fui testigo. Durante décadas he acompañado a las monjas benedictinas de la isla de San Julio, en el lago de Orta. Una vez pasó allí una semana una mujer budista que tenía que preparar un ponencia en un congreso internacional sobre cómo se vive la contemplación en el mundo católico. Participó en las liturgias, en las oraciones y en los cantos de las hermanas, y conoció la alegría de sus rostros. A la hora de despedirse, le dijo a la madre superiora: «creo haber entendido que nosotros tenemos un programa y vosotros tenéis una presencia». La cuestión fundamental hoy es cultivar en las personas y en las comunidades un camino de santidad. Alimentar el fuego en los laicos cristianos para que sean cristianos allí donde estén, es decir, que vivan una fe que se haga cultura en los ámbitos profesionales y sociales, incluso políticos. Porque la vida espiritual no es una parte accesoria, es el corazón de lo humano.

Una reflexión suya al terminar el Año Santo que coincide con su nombramiento como cardenal, ¿qué nos ha traído y, sobre todo, con qué debemos quedarnos?
¿Qué quiere decir que Dios es misericordioso? Encuentro dos respuestas. La primera: Dios se hizo hombre y compartió plenamente la vida de los hombres. Si esto no es la misericordia… Jesús es verdaderamente la misericordia de Dios. La segunda: Cristo subió al padre en la gloria abriendo camino y es el precursor de un destino que también es para nosotros: «cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros». La vida del hombre se ve así habitada por la esperanza. La glorificación de Jesús se convierte también en la nuestra. Esta garantía de glorificación es la segunda forma de la misericordia. Por lo que ni la muerte ni el terremoto, los desastres ni los dolores, borrarán ese destino último que es la gloria. Creo que de esto se ha hablado poco. En cambio, yo creo que se complementa con la Encarnación.

¿Cómo puede cambiar esto nuestra vida cotidiana?
Por la mañana deberíamos decirnos a nosotros mismos: la mirada, los ojos que hoy voy a tener, deben ser misericordiosos, no rabiosos. Las palabras que diga que no sean duras sino misericordiosas. Que la manera de tratar a las personas no sea impaciente o molesta sino misericordiosa. Hay que decidir cada mañana, con san Pablo, intentar «tener entre nosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús». En este sentido, el Año de la Misericordia es una experiencia que puede ser permanente.