Pablo VI durante un viaje histórico a Australia en 1970

Pablo VI. Testigo y maestro

El Concilio y la crisis de la Iglesia, la confrontación con la modernidad y ese pueblo tan sui generis… El 14 de octubre, Francisco proclama santo al Papa que tuvo que atravesar uno de los periodos más tormentosos de la historia reciente
Alessandro Banfi

Cuando lo beatificó, hace cuatro años, el papa Francisco dijo que Pablo VI fue un apóstol incansable, el timonel del Concilio, un cristiano valiente. Ahora, el 14 de octubre, lo proclama santo en la plaza de San Pedro, junto a Óscar Arnulfo Romero, el obispo mártir salvadoreño. Esta coincidencia ya nos dice algo. De hecho, en cierto modo, Giovanni Battista Montini también fue mártir, pues compartió el calvario de su amigo Aldo Moro, y también porque fue un testigo valiente que construyó un dique frente al «humo de Satanás» (del que habló en plenos años setenta…) y frente al mundo, siendo objeto de una campaña de odio y violencia dentro y fuera de la Iglesia, sobre todo en los últimos años de su pontificado.

El cuerpo a cuerpo de Pablo VI con la historia fue intenso y profundo, inspirado por una gran ansia reformadora de la Iglesia, con la conciencia nueva y dramática de que el mundo moderno, la modernidad, estaba dando la espalda a Jesucristo y a lo que venía de Él. Ya en 1934, recuerda el cardenal Angelo Scola en su reciente libro-entrevista He apostado todo por la libertad, el joven padre Battista escribía: «Cristo es un desconocido, un olvidado, un ausente en gran parte de la cultura italiana».

Pablo VI con el obispo Óscar Arnulfo Romero

Hijo de un fundador del Partido Popular, en contacto con los grandes protagonistas del mundo católico italiano del siglo XX, Montini, como escribe Juan María Laboa en Pablo VI, papa de la modernidad en la Iglesia, «en su lucha contra el mal, aconsejaba denunciar los motivos y las consecuencias, pero no a las personas implicadas». Siendo Papa, decía: «Nunca dirijamos palabras ofensivas a las almas, porque deseamos salvar las almas, llevarlas a Cristo y no alejarlas de Él». Ya otros antes de él, empezando por su amado predecesor Juan XXIII, habían advertido, incluso dramáticamente, el problema del nuevo desafío de una modernidad secularizadora. En Italia y fuera de ella, desde el poeta inglés Thomas S. Eliot al francés Charles Péguy, el gran pensador ítalo-alemán Romano Guardini y el propio Luigi Giussani. Pero a él, a Montini, le tocará jugar un punto decisivo de la historia, inesperado y violento, y le tocará vivirlo desde la cátedra de Pedro.

Martirio significa testimonio. Según su concepción, el testimonio es justamente la clave que hace posible una presencia renovada en el mundo contemporáneo. En la espléndida exhortación apostólica de 1975 Evangelii nuntiandi, tan citada por el papa Francisco en la Evangelii gaudium, escribe en el párrafo número 41: «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio». La frase es una autocita de un discurso del año anterior en una audiencia con el Pontificio Consejo para los Laicos el 2 de octubre de 1974, donde se trata entre otros el tema de los movimientos en la Iglesia.

En esa ocasión explica Pablo VI que los «motivos de esa atracción que siente el mundo actual hacia el testigo auténtico de Cristo se pueden reconducir a cuatro». Primero: el hombre de hoy, aunque vive sumergido entre cosas y bienes en una medida sin precedentes en la historia moderna, «busca algo invisible e inmaterial». Segundo: «Los hombres de nuestro tiempo son seres frágiles que conocen fácilmente la inseguridad, el miedo, la angustia». Actualísimo e impresionante. Tercer punto: «A las nuevas generaciones les gustaría encontrar más testimonios de lo Absoluto. El mundo espera el paso de los santos». Esta consideración también resulta muy adecuada hoy. El mundo pide la inspiración, positividad y testimonio de la santidad. Cuarto y último punto: «El hombre moderno también se plantea, a menudo dolorosamente, el problema del sentido de la existencia humana. ¿Para qué la libertad, el trabajo, el sufrimiento, la presencia del otro?».

1974 es el mismo año en que antes de Pascua, en marzo, Pier Paolo Pasolini escribe un artículo que no se publica inmediatamente y que luego se imprimirá en sus Escritos corsarios. «Ayer por la noche (¿Viernes Santo?) vi un montón de gente delante del Coliseo. Alrededor había un inmenso aparato policial y de guardia urbana. (…) Era una función religiosa en la que debía intervenir Pablo VI. Había cuatro gatos. Imposible imaginar un fracaso más total. La gente no percibe ya no solo el prestigio, ni siquiera el valor de la Iglesia. Inconscientemente, ha abjurado de uno de sus hábitos más ciegos. Por algo indudablemente peor que la religión».

El encuentro con Kennedy en 1963

Estamos en vísperas del referéndum del divorcio y Pasolini describe admirablemente una «revolución antropológica» que le llena de consternación. El pontificado de Pablo VI, que comenzó con las alas de la renovación conciliar pero también con un optimismo legítimo inspirado por una paz duradera en la segunda posguerra (casual y simbólicamente, el primer encuentro oficial del nuevo papa Montini, elegido el 30 de junio de 1963, fue con el presidente estadounidense John Fitzgerald Kennedy, de visita en Roma el 2 de julio), se torna a partir de 1968 en una dramática confrontación con una cultura contemporánea cada vez más agresiva y hostil con el Papa y con la fe.

De hecho, si en 1974 había “cuatro gatos” en el Via Crucis, es porque desde hacía al menos seis años se había consumado una ruptura sin precedentes. Hoy críticos e historiadores, tanto laicos como católicos, reconocen precisamente en 1968 el año decisivo en que las críticas dentro y fuera de la Iglesia llegaron a contestar a la misma fe. A propósito de aquel momento, Giselda Adronato escribe en su monumental biografía histórica y espiritual Pablo VI: «Dos conceptos fundamentales se ven contestados en su formulación, verdad y autoridad. Y, por primera vez, esto sucede también en el seno de la Iglesia y a veces por parte de teólogos de primer nivel».

En aquel año clave, Pablo VI ve claramente en el debate posconciliar un instinto de «autodemolición» que no esperaba. Cuenta a su amigo Jean Guitton en sus Diálogos con Pablo VI: «En vez de separar las enseñanzas del Concilio del patrimonio doctrinal de la Iglesia, debemos ver cómo insertarlas, cómo adherirse a ellas y cómo llevarlas a testimonio, desarrollo, explicación y aplicación». Es el año de la Humanae vitae y del Credo del pueblo de Dios, solemnemente proclamado el 30 de junio al término del Año de la Fe. En la audiencia general del 4 de diciembre, hablará de la «integridad del mensaje revelado», diciendo: «Sobre este punto la Iglesia católica es celosa, es severa, es exigente, es dogmática. No puede ser de otro modo». En sus notas personales, el Papa escribe: «Un nuevo periodo después del Concilio. ¿No ha terminado nuestro servicio? (…) Tal vez el Señor me ha llamado y me mantiene en este servicio no porque yo tenga aptitudes para ello, ni para que yo salve a la Iglesia de sus dificultades actuales, sino para que sufra un poco por la Iglesia y resulte evidente que solo Él es quien la guía y salva».

«Tal vez el Señor me ha llamado y me mantiene en este servicio no porque yo tenga aptitudes para ello, ni para que yo salve a la Iglesia de sus dificultades actuales, sino para que sufra un poco por la Iglesia y resulte evidente que solo Él es quien la guía y salva»
El papa Montini con Jean Guitton

Parece vislumbrar un doble itinerario «dramático y magnífico», por citar ese otro texto extraordinario, también desde el punto de vista literario, que es su Testamento. Por una parte, la agresión de un mundo, y también de “amigos” eclesiásticos, que atacan al Papa; por otra, la purificación personal y la profundización religiosa y teológica del sucesor de Pedro. En sus Diálogos con Guitton encontramos su famosa constatación: «Lo que me llama la atención es que en el seno del catolicismo a veces parece predominar un pensamiento de tipo no católico».

En la homilía del 29 de junio de 1972, fiesta de los santos Pedro y Pablo, Montini afirma tener la sensación de que «por alguna fisura ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios». Y explica: «Existe la duda, la incertidumbre, la problemática, la inquietud, la insatisfacción, la confrontación. Ya no se confía en la Iglesia (…) Se creía que después del Concilio vendría un día de sol para la historia de la Iglesia. Por el contrario, ha venido un día de nubes, de tempestad, de oscuridad…».

En 1988, don Luigi Giussani habla de Pablo VI, diez años después de su desaparición, en una entrevista con el semanario Il Sabato. Es un documento que conviene releer hoy. «¡El de Pablo VI ha sido uno de los papados más grandes!», le dice a Renato Farina. «Demostró en la primera parte de su vida una sensibilidad extrema –que nadie le podrá negar jamás– hacia la problemática de la angustiosa situación del hombre y de la sociedad actuales. ¡Y encontró una respuesta! La dio en sus últimos diez años».

Giussani cuenta entonces la experiencia vivida el Domingo de Ramos de 1975. «Llamó a los jóvenes de todos los grupos católicos a ir a Roma. (…) Llamó a todos. Solo se encontró con los 17.000 de CL». Al terminar la misa en la plaza, el Papa hizo llamar a don Giussani, que le encontró en la puerta del templo. «Os digo solo aquello de lo que me acuerdo con seguridad: “Ánimo, a usted y a sus jóvenes, porque este es el buen camino”». Quien haya escuchado a don Giussani hablar de la naturaleza de la Iglesia, sabe que le encantaba citar especialmente un discurso de Pablo VI. El que pronunció justo en 1975, el 23 de julio. «¿Dónde está el “pueblo de Dios”, del que tanto se ha hablado, y todavía se habla? ¿Dónde está? ¿Dónde está esa entidad étnica sui generis, que se distingue y se califica por su carácter religioso y mesiánico, sacerdotal y profético, si queréis, que confluye totalmente hacia Cristo, como su centro focal, y que hace derivar todo de Cristo? (…) Tiene históricamente un nombre que a todos nos resulta familiar; es la Iglesia».

El entonces cardenal Montini con don Giussani

El secuestro y asesinato de su «amigo» Aldo Moro marcarán profundamente los pasos finales de su pontificado y de su existencia. En esos 55 días, toda una etapa de la historia italiana, la de los católicos en política, la República de posguerra, incluso el propio compromiso personal de Montini, parecen sucumbir ante los vuelcos de la historia. Todo parece comprometido de manera irreversible. Pablo VI se postra ante los verdugos, los llama «hombres», rompiendo así la lógica que imponía la ideología terrorista. Esa defensa extrema de la dignidad del hombre y de la Iglesia siguen siendo un límpido e inmenso testimonio. El Papa participa del sacrificio de Moro y de Italia, hasta morir, pero sin dejar nunca de indicar esa “entidad étnica sui generis” por la que dio la vida. «¿Mi estado de ánimo?», se pregunta en una página de su diario. «¿Hamlet? ¿Don Quijote? ¿Izquierda? ¿Derecha? No me siento identificado. Son dos los sentimientos dominantes: “Superabundo Gaudio”. Estoy lleno de consuelo, invadido de alegría en medio de la tribulación».

En su última homilía, el 29 de junio de 1978, hace balance de su pontificado. «Nuestro ministerio es el mismo de Pedro, al que Cristo confió el mandato de confirmar a los hermanos: es la misión de servir a la verdad de la fe y ofrecer esta verdad a cuantos la buscan (…) He ahí, hermanos e hijos, el propósito incansable, vigilante, agobiador que nos ha movido durante estos quince años de pontificado. Fidem servavi, podemos decir hoy, con la humilde y firme conciencia de no haber traicionado nunca "la santa verdad" (A. Manzoni)».

Hoy tenemos la más alta confirmación de que ese itinerario «doloroso, dramático y magnífico» que recorrió primero como hombre, luego como sacerdote y entonces como Papa llevó a san Pablo VI a iluminar una idea de Iglesia y una idea de testimonio cristiano que tiene una gran potencia regeneradora. Porque deja espacio a la obra de Otro.

Como sucedió con el milagro que ha permitido su canonización. Un episodio verificado en Estados Unidos: un niño afectado por una grave enfermedad diagnosticada ya durante su vida prenatal, hasta el punto de que a su madre le sugirieron la interrupción voluntaria del embarazo, sanó antes incluso de nacer. La defensa de la vida (un misterioso reclamo a su Humanae vitae) coincide con un acontecimiento de Gracia, con un don del Señor. Como dice el papa Francisco, «en esta humildad resplandece la grandeza del beato Pablo VI que, en el momento en que estaba surgiendo una sociedad secularizada y hostil, supo conducir con sabiduría y con visión de futuro –y quizás en solitario– el timón de la barca de Pedro sin perder nunca la alegría y la fe en el Señor».