Madre Francesca Cabrini

Francesca Cabrini. Una santa en Little Italy

El 22 de diciembre de hace cien años moría en Chicago la monja italiana que soñaba con ser misionera en Oriente. «Vuestra China son los Estados Unidos», le dijo el Papa. Esta es su historia
Paola Bergamini

«En las últimas semanas, mujeres de piel oscura con ropa de monjas de la caridad han recorrido los barrios italianos de Little Italy, trepando escaleras estrechas y oscuras, bajando a sucios sótanos y cuevas donde ni siquiera un policía se atrevería a entrar sin que alguien le acompañe. La responsable de esta congregación es la Madre Francesca Cabrini, mujer de ojos grandes y preciosa sonrisa. Non sabe inglés, pero es una mujer muy decidida» (New York Sun, 30 de junio de 1889).

Francesca había desembarcado pocos meses antes en la metrópoli americana, junto a siete monjas de la orden que ella misma fundó –las Misioneras del Sagrado Corazón de Jesús–, y su presencia ya había llamado la atención. ¿Pero quién era esa frágil monja que a lo largo de 30 años cruzaría el océano hasta 28 veces, haciendo nacer, en Europa y en las Américas, orfanatos, colegios, institutos y hospitales? Hoy, como entonces, lo que más llama la atención es sobre todo una presencia que, respondiendo a necesidades concretas, hace visible el amor de Cristo al hombre. La última de doce hijos, Francesca nace el 15 de julio de 1859 en Sant’Angelo Lodigiano, Lombardía. Con 11 años ya había decidido lo que quería hacer en la vida: misionera en China. Tiene un carácter decidido, pero su salud es enfermiza y por esta razón muchas ordenes religiosas rechazan su solicitud de admisión. Un tal doctor Morini comenta sobre su complexión: «Dios ayuda a sus santos y luego bromea con ellos».

Little Italy en Nueva York, finales de '800

En 1874 entra en el Asilo de la Divina Providencia en Codogno, del que llega a ser superiora y en 1881 el obispo de Lodi aprueba la Regla de su orden: las Misioneras del Sagrado Corazón de Jesús. Es justo en Codogno donde abre la primera casa de chicas, y luego una escuela en Grumello, en Milán, en Casalpusterlengo, un internado en Roma… Pero todavía no en China. En Roma, Francesca conoce a monseñor Giovanni Battista Scalabrini. El obispo de Piacenza, acaba de publicar el panfleto “L’emigrazione italiana in America” (La emigración italiana en América, ndt), donde presenta la dramática situación que viven los emigrantes italianos en Estados Unidos. Para atenderles, ha enviado a Nueva York a algunos curas de la congregación de San Carlos Borromeo, fundada por él mismo. Pero no era suficiente. Hacían falta monjas que colaborasen, sobre todo en el ámbito educativo. La orden de las monjas misioneras es lo que buscaba, y se lo propone a Francesca. Ella le da largas, sobre todo porque quiere que la institución sea «libre de todo tipo de vínculo material, moral o espiritual y, por tanto, totalmente independiente» y luego, como mujer pragmática, no ve un proyecto concreto con el que colaborar.

Scalabrini vuelve a la carga cuando desde Nueva York llega una petición para la gestión del colegio que los curas quieren abrir en la iglesia de San Joaquín. Para tomar esta decisión, Francesca pide audiencia al papa León XIII. El Pontífice conoce muy bien la situación de los emigrantes italianos y es consciente de que se está llevando a cabo una auténtica descristianización. Hacen falta personas que con su presencia y su vida enseñen que solo Cristo, dentro de la experiencia de la Iglesia, es el camino a la salvación. Por esta razón le dice a Francesca: «No a Oriente, Cabrini, sino a Occidente. El Instituto todavía está verde. Necesita medios. Iros a Estados Unidos, allí los conoceréis. Y con ellos, también un campo de trabajo. Vuestra China son los Estados Unidos, allí viven muchos italianos emigrantes que necesitan atención». Francesca ya no tiene ninguna duda y obedece.

Con un grupo de benefactores

El 31 de marzo de 1889, junto a 1.500 emigrantes, desembarca en Nueva York. Allí les espera… nadie. Esa primera noche duermen en dos habitaciones sucias de un albergue en Little Italy. Francesca no se desanima, en cada situación difícil y a lo largo de su vida siempre será así, pues ella ve ahí la mano de Dios, una oportunidad más que el Señor le brinda para afirmar su Presencia. El día siguiente empieza su obra. Junto con las monjas, visita a las familias, reúne a los niños para la catequesis. Con la ayuda del obispo, en un primer momento poco convencido con ellas, funda un orfanato. Y luego una guardería, un colegio. ¿Con qué dinero? Va casa por casa, quien puede dona dinero o... fruta, verdura, muebles. Todo sirve. En poco tiempo, los emigrantes saben que si se encuentran en un apuro –trabajo, familia, hijos– tienen alguien a quien acudir, pero sobre todo las mojas les ayudan a reconquistar un aspecto fundamental de su identidad: la fe católica.

Francesca es incansable. Compra inmuebles y tierras, consigue préstamos hasta de los judíos... y del director del Metropolitan Museum. Nadie se le resiste. Tras su sonrisa esconde una cabeza de contable; como le han enseñado, se puede perfectamente estar en gracia de Dios y hacer cuadrar las partidas. Su sola presencia casi “impone” los donativos. Le mueve la caridad, el amor de Cristo por cada hombre y el anhelo de que Cristo sea conocido. Una caridad que hace que «los hijos de Dios actúen con más perseverancia, prudencia y paciencia porque han consagrado sus fuerzas a la llegada de su reino y concurran hacia un sueldo incorruptible», escribe en una carta. Un laico empedernido como Filippo Turati llegó a decir: «No somos de la misma parroquia pero os puedo asegurar que aprecio mucho la obra de Cabrini».

El colegio de Santa Maria en Nueva Orleans

Las vocaciones florecen, la requieren en otras ciudades americanas, Nueva Orleans, Seattle, Chicago… Ella va adonde la llamen y funda orfanatos, colegios, guarderías, hospitales. Es un ejemplo para las demás monjas. Enseña a cocinar, a hacer reparaciones, a mantener un registro contable, a tratar tanto con los humildes como con los ricos. Tras Estados unidos, llega el turno de América del Sur, donde viven muchos emigrantes italianos. Nicaragua, Panamá, Brasil, Chile, hasta Argentina, cruzando la cordillera de los Andes a lomos de un mulo. Nunca descansa, aunque sin frenesí, sin ansia por llevar a cabo su obra, porque «si yo me ocupara solo de las cosas exteriores, aunque sean buenas y santas, acabaría siendo débil y lánguida, corriendo el riesgo de perderme si me llegara a faltar el sueño de la oración y si no intentase descansar y dormir tranquilamente en el corazón de mi querido Jesús. Dame en abundancia, oh Jesús, este misterioso sueño en abundancia». Esta es su fuerza: el amor a Cristo. Por sus viajes, vuelve muy a menudo también a Europa, donde funda institutos en España, Francia, Inglaterra, Portugal. Dado el carácter internacional que adquirió su misión, las monjas tienen que saber hablar y enseñar los idiomas de los distintos Países. La muerte la sorprendió el 22 de diciembre de 1917 en Chicago, sentada en su mesa.