Cómo reavivar el don recibido

La homilía del Cardenal Scola en la peregrinación de CL al Santuario de Caravaggio (1 de octubre de 2016)
Angelo Scola

1. «Oh Dios, fuente de todo bien, que escuchas las oraciones de tu pueblo más allá de todo deseo y de todo mérito, infunde sobre nosotros tu misericordia; perdona aquello que la conciencia teme y añade lo que la oración no osa esperar». La oración colecta de la liturgia de hoy nos permite a cada uno de nosotros contemplar el Dios de misericordia que nos ha convocado en este santuario tan querido para el Siervo de Dios Mons. Luigi Giussani, para celebrar el Jubileo.
¿Quién de nosotros, en efecto, puede decir que su conciencia no teme? Cuanto más tiempo pasa, más conscientes somos de la profundidad de las raíces del mal en nuestra existencia y en la de toda la familia humana. Un mal que nuestro tiempo exhibe con tanta crudeza.
¿Y quién de nosotros llega realmente a rezar con profunda esperanza? No necesitamos muchas palabras para describir hasta qué punto nuestro corazón vive aprisionado por el chantaje de nuestro mal y nuestro escepticismo.
Sin embargo, Su perdón es más grande. Su misericordia no solo supera nuestro temor y nuestro escepticismo, sino incluso nuestro deseo, exaltándolo hasta su verdadera estatura, tal como salió de las manos del Creador. De hecho, la misericordia de Dios rescata nuestro deseo, lo redime, le permite por fin ser él mismo. Y al mismo tiempo nos permite reconocerlo en todo hombre y mujer, derribando así cualquier barrera y división.
En 1930, el entonces joven Mons. Giovanni Battista Montini escribía: «Dios es Misericordia, Dios ha amado a un mundo culpable. No a hijos. Ha amado a seres que no eran dignos, ni útiles, ni en sí mismos ni para Él, sino a los más alejados y miserables, a los mayores enemigos y malvados, a esos ha amado. Con un amor salvador. La misericordia de Dios se inclina hacia el mal, pero no para que siga tal cual. Dios ama al malvado no como tal, sino para hacer de él un hombre bueno». Esta es nuestra certeza. Otro me rescata.

2. «Auméntanos la fe» (Lc 17,5). Así responden los apóstoles a la invitación misericordiosa a perdonar siempre que el Señor les dirige (cf. Lc 17,1-4). La misericordia, en efecto, en palabras de don Giussani, «es algo de otro mundo en este mundo», por eso implica que nuestra fe crezca.
A semejante conciencia del misterio de la divina misericordia, que el Papa Francisco, siguiendo la estela de sus predecesores Benedicto XVI y san Juan Pablo II, nos reclama constantemente, tienen que convertirse incesantemente los que quieren seguir el carisma del querido siervo de Dios don Luigi Giussani. Y tanto más en el caso de que se diera una situación de incomprensión recíproca, cosa que, por otra parte, ocurre con cierta normalidad en las vicisitudes humanas. Las palabras del apóstol Pablo a Timoteo –«Te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti […]. Vela por el precioso depósito con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros» (2Tim 1,6.14)– describen el contenido de la responsabilidad de cada uno de los miembros del Movimiento. No asumir la misericordia como imprescindible para la persona en comunión auténtica y, por lo tanto, como criterio de realización práctica de la existencia, llevaría inevitablemente a una decadencia en el seguimiento del carisma recibido.
En efecto, la misericordia permite salvar a priori cualquier diversidad, sensibilidad y convicción en el horizonte de la unidad. Por ello siempre, en cualquier realidad eclesial auténtica, la misericordia es la brújula tanto de quien guía como de quien sigue. Quien guía debe abrazar paternamente una y otra vez a quien sigue. Quien sigue está obligadamente llamado a dejarse aferrar una y otra vez por este abrazo. Si no se llega hasta este punto de conversión, incluso el sentido último del gesto jubilar que estamos realizando se perderá.

3. Pero ¿cómo reavivar y custodiar el don recibido? El mismo Apóstol nos indica la vía suprema: «Así pues, no te avergüences del testimonio de nuestro Señor» (2Tim 1,8). Y el testimonio empieza con quienes tenemos más cerca, comienza dentro de cada realidad eclesial.
El nombre del cristiano es “testigo”. Describe su experiencia de conocimiento de la realidad y de comunicación de la verdad. En efecto, sin conocimiento de la realidad y comunicación de la verdad no existe testimonio propiamente dicho.
Se convierte en testigo aquel que ha tenido la gracia de ser alcanzado por la Verdad personal y viviente que es Jesucristo: «No somos nosotros quienes poseemos la Verdad después de haberla buscado, sino que es la Verdad quien nos busca y nos posee» (Benedicto XVI, Audiencia general del 14 de noviembre de 2012). Por tanto, reavivar y custodiar el don recibido es dejarse poseer por la Verdad que es Jesús, según la forma en la que la hemos recibido, sin defensas, sin pretensiones, sin pensar que ya hemos llegado.
No existe brizna de la experiencia humana que no quede iluminado por la presencia misericordiosa de Jesús. Los afectos, el trabajo, el descanso… Las dimensiones de la existencia humana se convierten así en ámbitos de encuentro con todos, en lugares en los que nuestros hermanos los hombres pueden reconocer la conveniencia humana de la fe.
Solo en cuanto morada de los testigos, la Iglesia se presenta como el mundo transfigurado (Ecclesia forma mundi). Es en la Iglesia, y en todas sus formas de realizarse, donde desde hace dos mil años hombres y mujeres de todas las etnias, culturas y estamentos sociales siguen reconociendo la belleza de Jesús, el Rostro de la misericordia.

4. Esta belleza resplandece de manera singular en María. «Fuente pura tú eres, María, en ti renace la esperanza»: así la hemos alabado en la Antífona de entrada en esta misa.
A la Virgen Santa, fuente viva de esperanza, confío vuestras personas, vuestras familias, la Fraternidad y todo el movimiento de Comunión y Liberación. Amén.