Los patriarcas Kiril y Bartolomé.

Lo que queda del Concilio panortodoxo

Giovanna Parravicini

Después de meses de serena preparación, en vísperas del Pentecostés ortodoxo, fecha fijada para el desarrollo del Concilio panortodoxo, parece que asistimos a un imprevisto derrumbe de las esperanzas. Desde el 1 de junio, una tras otra, cuatro de las catorce iglesias ortodoxas locales que debían participar se han ido retirando. Una de ellas es la Iglesia ortodoxa numéricamente más importante del mundo, el Patriarcado de Moscú.

El esperado testimonio de unidad del mundo ortodoxo, de cuya urgencia ante los conflictos mundiales y especialmente ante la persecución de los cristianos se había hablado tanto en estos últimos meses, parece fugarse por un cúmulo de trámites oficiales y lagunas burocráticas. De ese deseo de unidad y testimonio, ¿acaso solo quedan amargura y resentimientos mutuos?

Un breve resumen de los hechos. El brusco viraje se produjo, por lo que parece, a finales de mayo. El 1 de junio, el patriarca Kiril enviaba una misiva al patriarca Bartolomé de Constantinopla, indicando ciertos problemas en la disposición jerárquica de los jefes de delegación en la sala conciliar. El mismo día, casi como una señal, el Sínodo de la Iglesia búlgara decidía no participar en el Concilio, avanzando cierta contestación frente a la agenda de trabajos y el reglamento. El 6 de junio también anunció su retirada del Concilio el Sínodo de la Iglesia de Antioquía, a causa de un conflicto con el Patriarcado de Jerusalén, que habría invadido su «territorio canónico» en Qatar. El 9 de junio se retiraba la Iglesia ortodoxa serbia, mostrando ciertas dudas sobre los documentos preconciliares y mencionando sus tensas relaciones con la Iglesia rumana.

En esta situación, el Patriarcado de Moscú sugirió, para salir de este impasse, la reunión in extremis de una asamblea preconciliar con el objetivo de corregir los documentos del Concilio según las sugerencias propuestas en los días anteriores, pero Constantinopla respondió negativamente porque los documentos ya habían sido examinados y votados en Chambésy, y por tanto cualquier discusión quedaba remitida al momento mismo del Concilio. En ese punto, el Sínodo de la Iglesia rusa reunido en sesión extraordinaria el 13 de junio decidió revocar su participación, pidiendo que el Concilio panortodoxo sea pospuesto para dejar espacio a un examen más profundo de los documentos.

Es difícil entender qué ha pasado realmente en los últimos días, qué motivos están detrás de este «juego de las partes» desarrollado de manera imprevista. Varios observadores hablan de rivalidad entre Moscú y Constantinopla, otros meten el dedo en la «llaga ucraniana», que cada vez escuece más a Moscú, y en las esperanzas que esta pone en una declaración sobre la necesidad de defender y apoyar, por parte de todas las iglesias ortodoxas, la «ortodoxia canónica» en la Ucrania «cismática», frente a la cual el patriarca Kiril no deja de advertir. El Patriarcado de Moscú –que considera que el cisma en Ucrania resulta cada vez más problemático– tendría muchas esperanzas en el apoyo de la ortodoxia mundial, un apoyo que no ha llegado. De ahí la decisión, tomada –según se rumorea– con el consenso de las más altas autoridades gubernamentales del país, para revocar su participación.

Dejando estas hipótesis para los politólogos, queda la desorientación y el dolor de muchísimos fieles rusos, ortodoxos pero también católicos, que en los días pasados –a nivel individual, comunitario y parroquial– han rezado intensamente por los buenos frutos del Concilio. Muchos han tomado en serio la urgencia expresada por el propio Patriarca con ocasión del encuentro en Cuba de testimoniar a un mundo en llamas una unidad más fuerte que las divisiones de este mundo. Después de Cuba, parecía que la ocasión de Pentecostés vivida por todo el mundo ortodoxo en Creta sería un nuevo paso providencial hacia la unidad.

El primer resultado de estos acontecimientos, evidentemente en Rusia por las reacciones de los medios pero también por las conversaciones de la gente y de la opinión pública en general, es por el contrario un descrédito hacia la Iglesia, que no se limita a la Iglesia ortodoxa sino que se amplía hacia el cristianismo en cuanto tal. En los ambientes ortodoxos se asiste a una especie de «victoria» de los grupos fundamentalistas que acusaban al Patriarca de herejía por haber aceptado el encuentro con el Papa. En los numerosos llamamientos y documentos difundidos estos meses contra el Patriarca, el Concilio panortodoxo se contemplaba como un «atentado a la pureza de la ortodoxia». No en vano el Patriarcado de Moscú emitió el 15 de abril dos comunicados paralelos con aclaraciones sobre el encuentro de Cuba y sobre la cita en Creta, con la intención de subrayar su valor positivo. Ahora, estos grupos extremistas parecen haberlo conseguido, y este hecho no podrá evitar ciertas tendencias anti-ecuménicas al nivel de la mentalidad general, a pesar del tono blando y posibilista asumido por la jerarquía de la Iglesia ortodoxa rusa respecto a la futura celebración del Concilio. Es tristemente paradójico ver cómo algunos ámbitos ortodoxos especialmente «celosos» se alegran de la no participación de Moscú en el Concilio, que tendrá lugar igualmente dentro de unos días, como si fuera un peligro resuelto.

Por otro lado, hablando con algunos sacerdotes y laicos ortodoxos, se nota que este difícil momento es también una preciosa ocasión de «personalización», de toma de conciencia de la verdadera esencia de la ortodoxia, y como si fuera la primera vez, se percibe muy agudamente el riesgo de autorreferencialidad y por tanto la exigencia de superarla. Es como si el dramático desarrollo de los acontecimientos llamara a ciertos fieles a tener como horizonte a la Iglesia universal entera, y a pedir a los que estarán en Creta la «ardiente súplica» (como dice la liturgia oriental) por la unidad de todos. En estas situaciones se hace transparente el desafío lanzado por el Papa Francisco en el Año de la Misericordia, su invitación a mirar nuestro pecado como el lugar del encuentro con Dios, para que comprendamos que hay que esperar y pedir día y noche el milagro de Pentecostés para cada uno de nosotros y también para aquellos que parecen haberlo olvidado.