Sor Maria Angela Bertelli.

Una madre en Bangkok

Alessandra Stoppa

En el budismo theravada, las circunstancias que vives son castigo o premio por lo que han hecho en tu vida anterior. Así se piensa entre los rascacielos de Bangkok, y más aún entre los barracones y entre los enfermos. «La pobreza y el sufrimiento son karma negativo», explica sor Maria Angela Bertelli, misionera javeriana: «Y el karma es una culpa que hay que compensar en otras vidas». Es una ley despiadada. Especialmente con los niños que viven en su casa de acogida. Pequeños que han nacido con discapacidades o malformaciones, ¿cuántas veces tendrán que nacer para poder salvarse?

Basta ver lo que sucede en esta Casa de los Ángeles para comprender que aquí se da la vuelta a esa ley, y no mediante libros ni con una teoría contrapuesta, sino dentro de una relación. Después de quince años de misión en Tailandia, Sor Maria Angela se dispone a regresar a Italia. Han sido años de «agradecimiento y gracia», dice con dulzura. Ha sufrido mucho y ha recibido mucho. Sobre todo de estos niños con nombres monosílabos y onomatopéyicos: Tum, Tam, Ep, Po-Po, Muk, Wan. La Casa es un centro de rehabilitación, pero sobre todo es una familia. Nació en 2008 en Nonthaburi, veinte kilómetros al norte de Bangkok. Una semilla impensable en un país donde no existen lugares para niños así, aparte de los orfanatos. Hoy son quince los niños acogidos y el trabajo diario va de la fisioterapia a la cocina. Pero el objetivo de este lugar es «solo uno», dice la misionera: «Ser la ocasión para que la presencia del Señor vuelva a encarnarse».

Las madres que viven o trabajan aquí llegaron, además de jovencísimas, llenas de miedo y vergüenza, sobre sus hombros cargaban la "maldición" de sus pequeños y su propia incapacidad para amarles. «Vivían una aceptación fatalista, resignada. Y una gran soledad», recuerda sor Maria Angela. Ninguna de ellas sabía qué era el cristianismo, pero todas tenían el seep ciai, «un corazón ardiente de dolor». Casi siempre sus maridos eran violentos, alcohólicos o al menos totalmente ausentes. En cambio hoy el que entra en esta casa tiene que preguntar: «¿Pero quién es la madre de quién?». Porque todas se ocupan de todos. «Con un amor, una dedicación, que yo ni siquiera habría podido imaginar». Se encargan de cada detalle con la más hermosa de las oraciones. «El amor no es un sentimiento», afirma sor Maria Angela: «El amor es servicio concreto, hasta mancharse las manos y cargar pesos».

La palabra "gratuidad" no existe en la lengua tailandesa. Hay que formular una frase: «Solo lo hago porque te quiero, no quiero nada a cambio». Para entenderlo hace falta ver un gesto, millones de gestos cotidianos que se hacen a cambio de nada, por puro amor. «En la cultura de aquí la sospecha es lo natural. Te preguntan: ¿por qué me cuidas?», continúa sor Maria Angela. La Casa de los Ángeles nació gracias a su misión, que empezó mucho antes de que llegara a Tailandia. De joven, menuda y fuerte como sigue siendo, dejó su ciudad, su piano y el negocio paterno, después de buscar de mil maneras la utilidad de su existencia. Al terminar sus estudios de contabilidad, decidió hacerse enfermera. Trabajaba con los ancianos y discapacitados de la parroquia, pero «nada me bastaba». Hasta que un día, una amiga le dijo: «¿Pero tú quieres dar tu tiempo a Jesús o quieres darte a Jesús?». Al conocer a las Misioneras de María, todo se fue aclarando.

Fue así como llegó a Nueva York para trabajar en el Centro de ayuda a la vida, entre madres que querían abortar y chavales de Harlem. Después, en 1993, Sierra Leona, donde enseñó fisioterapia y trabajó en un centro para enfermos poliomielíticos durante dos años. Hasta que la secuestraron: 56 días en manos de los rebeldes del Frente Revolucionario Unido, donde pasó hambre y contrajo la malaria, junto a otras hermanas y cientos de rehenes. Pero ella nunca perdió su certeza: «No había un lugar mejor para hacer misión». Todavía no puede contener las lágrimas cuando recuerda lo que sufrió allí, pero no duda: «Vi los signos de la misericordia. El Señor estaba allí con nosotros». Las mujeres de los rebeldes les llevaban comida a escondidas, el más joven de ellos incluso empezó a cambiar poco a poco de actitud, y aquel rostro del Jesús de Velázquez, el mismo que veneran en su orden, en una estampa que le dio uno de los raptores. «El amor encuentra senderos ocultos para seguir vivo».

Sor Maria Angela llegó a Tailandia el 6 de noviembre del año 2000, con 41 años, aceptando el desafío de Juan Pablo II sobre la evangelización en Asia en el tercer milenio. Empezó en el norte, en la provincia de Lampang, cuidando a los enfermos. Después de dos años y medio, pidió que la enviaran a rezar y trabajar en el suburbio de Wat Chong Long, en la periferia de Bangkok. Su sostén era la parroquia de Nuestra Señora de la Misericordia, donde trabajaba también el padre Adriano Pelosin, misionero del PIME, con el que empezó a visitar a la gente de los slum, con su moto, atendiendo a los enfermos terminales de Sida y los discapacitados, sobre todo niños. De aquel servicio cotidiano nació, sin que estuviera programado, la Casa de los Ángeles.

Lin es una de las madres. Todos enmudecen cuando ella habla, porque lo hace muy rara vez y por las cosas que dice: «Dios, el mismo Dios, me ha acogido aquí. Ha hecho por mí todo lo que narra el Evangelio». Llegó con unos cuantos paquetes en bolsas de plástico y con el pequeño Phum, después de la muerte de su primogénita, por una enfermedad coronaria, y de que la relación con su marido se hubiera roto. Una mañana, asomada a una ventana, pensó en dejar a Phum en una institución y acabar con todo. Pero entre los tejados que tenía delante, vislumbró una cruz. Entonces vino a su mente la medallita que colgaba del cuello de aquella monja que había conocido en el hospital... Aquí ni siquiera saben qué es una monja. Se la considera más o menos una cuidadora que se dedica a atender a los enfermos. Hoy, Lin se dirige así a sor Maria Angela: «¿Sabes, mae (mamá)? Me he dado cuenta de que nunca he sabido qué era el amor. Incluso cuando estaba en la cama con mi marido, éramos dos cuerpos que estaban cerca el uno del otro. El amor de verdad lo que conocido aquí».

Todo lo que se ve y se toca en la Casa es una obra de misericordia -«caridad espontánea», dice la misionera humildemente- y la misericordia «es la llave que abre todas las puertas, incluso a los que no creen». Al principio, durante los momentos de oración, las madres hablaban, interrumpían, se reían. Pero cuántas veces le han pedido a sor Maria Angela que volviera a leer el relato de la Creación, pues para ellas era increíble que Dios, una mano, una mente, un corazón, lo preparara todo igual que una madre para el niño que va a nacer. «Hermana, ¿nos lo lee otra vez?», le pedían. «No sabíamos que había tanto amor detrás de cada cosa que existe». Para ellas era puro azar. Con el tiempo, algunas de ellas pidieron el Bautismo, para ellas y para sus hijos.

Encontrar el amor de Dios, aquí donde Dios no tiene lugar en el vivir ni en el pensar. "Dios" es una palabra tabú, igual que "yo". «En el libro de Rahula Walpola sobre las enseñanzas de Buda», explica sor Maria Angela, «Dios es una invención del hombre. Como también es una invención el yo y la inmortalidad del alma. Tú eres un conglomerado de elementos: ahora existes y mañana ya no. Cada uno es refugio de sí mismo». Buda hablaba 500 años antes de Cristo pero decía cosas que tienen muchísimos vínculos con el nihilismo moderno: «El camino de la salvación consiste en distanciarse de todo, también de los deseos, incluso los buenos, y del amor, para estar en un espacio de paz y nada».

La ausencia del yo no es una teoría, es una práctica. La vida se convierte en una ruleta rusa. Entonces, todos los gestos que tejen las jornadas en esta Casa aparentemente se pierden. ¿Qué se gana? «Dios mismo, que hace que podamos encontrarle, conocerle, llevarle en brazos y amarle en los más pequeños. El encuentro con Jesús es de tú a tú», responde sor Maria Angela: «Es para mí». Así fue en uno de los momentos más oscuros que ha atravesado, donde Nit, un niño del slum, fue quien la devolvió a la vida. «Yo era dura con él, porque siempre la estaba liando. Pero a cada poco se paraba y me preguntaba: "Sister, ¿me quieres?". Era Cristo que me lo preguntaba». Aquel niño la hacía volver a tomar conciencia, y entonces todo en ella se calmaba.

La primera huésped de la Casa fue Lek, con sus dos hijos. Sor Maria Angela la conoció en una de sus visitas al hospital infantil. Entró en una habitación y se la encontró acurrucada en dos sillas, al lado de Tam, de dos años y medio, que estaba en coma. Su marido la había abandonado y no tenía de qué vivir. Además tenía otra hija, Toon, que había nacido prematura, y no sabía cómo cuidarla. Ese día, mientras volvía a casa en su moto. Sor Maria Angela no podía dejar de pensar en aquella mujer con tantas cruces. Pero no se atrevía a preguntarle a Dios: ¿por qué? «Nunca me atrevo a preguntárselo», dice: «Porque es un misterio. Ninguna explicación bastaría. La respuesta se revela viviendo con el otro. Estando dentro de lo que se vive, así nace la respuesta. Hay que comprometerse con el otro, fundar una familia con ellos». Después de aquel primer encuentro con Lek, solo le pidió a Dios una cosa: «Poder ser instrumento suyo para que Él siguiera acompañándola».

Con todas sus dificultades, Lek dejó el slum para irse a vivir cerca de la parroquia de Nuestra Señora de la Misericordia. Con el tiempo, ella también cayó enferma. Debía pesar menos incluso que el pequeño Tam, pero lo llevaba, incansable, con su cuerpo marcado por el trabajo: en plantaciones en zonas pantanosas, sumergiéndose hasta el cuello en el fango. Empezó a ir a catequesis, aunque -según ella- no entendía nada. Un día, al terminar, se acercó a sor Maria Angela: «Lo que Dios le pidió a Abrahán es lo mismo que me pide a mí». Empezó a leer la Biblia todas las noches y a hacer un montón de preguntas. Cada vez que su marido volvía a casa, la pegaba y un día Lek fue corriendo a ver a sor Maria Angela. «Prométeme que no te vas a enfadar», le dijo: «Me dijiste que no volviera a abrirle la puerta, lo sé, pero anoche, cuando llamó, pensé en eso que nos enseña Jesús, amar a los enemigos. Y me pregunté hasta qué punto es verdad que yo confío en el Señor, incluso cuando tengo miedo. Así que abrí. Esta vez estuvo con nosotros un rato y luego se marchó sin hacernos daño». A lo largo de un calvario en el que no ha dejado de caerse y levantarse, y cargado de milagros, hoy Lek está bautizada con el nombre de Maria y es ayudante de catequesis. Siempre va con su hijo, que padece una parálisis cerebral y sigue necesitando sus cuidados constantes. Él es parte de su testimonio, de su vida tocada por Dios: «Si no tuviera a Tam, así como es, nunca habría encontrado al Señor». Sor Maria Angela no está preocupada por su regreso a Italia, porque la Casa está en manos de estas mujeres, que han sido como «cireneos de un Cristo que aún no habían reconocido», para luego llegar a decir, como ha hecho una de ellas: «Este Dios Padre, Phrà Vida, que tú me has dado a conocer está conmigo incluso cuando lloro en silencio. Incluso cuando estoy sola. Siempre».

Dice el Salmo 112: «Alza de la basura al pobre para sentarlo con los príncipes, los príncipes de su pueblo». «Nosotros todavía no hemos entendido el mensaje de salvación que portan los últimos», añade: «La pregunta del porqué ante las pruebas de la vida siempre es la misma, desde antes de Cristo. Pero antes no estaba la Revelación. Un hecho concreto, que te aferra y te arrastra». Para ella, se trata de una cuestión de método. «Las cosas de Dios no se entienden. Nosotros queremos entender y luego aceptar. Pero Dios nos dice: "Créeme, sirve a estas personas y me descubrirás en ellas"». La experiencia es lo que nos guía. «En estos años me he descubierto más fangosa, pecadora, discapacitada y coja que ellos. Pero nada es comparable a ver cómo Dios, con su método, que siempre nos escandaliza, nos cambia el corazón. La presencia que hace nuevas todas las cosas existe. Existe, ¡Dios mío, vaya si existe!».