Zhang Agostino durante la presentación <br>del libro-entrevista del Papa Francisco.

«La Misericordia que me ha sucedido»

Zhang Agostino Jianqing

Me llamo Zhang Agustín Jianqing, tengo 30 años y vengo de China, más concretamente de Zhe Jiang. Puede parecer un poco raro que un chino lleve el nombre de Agustín, pero más adelante entenderéis por qué.

Mi familia, de tradición budista, es una familia de buenas personas que en su vida siempre se han portado bien y han trabajado mucho, tanto en China como en Italia.
En 1997, a los 12 años de edad, llegué a Italia con mi padre; mi madre ya llevaba dos años aquí.
Han pasado 18 años desde aquel 1997 y la mayoría de ellos los he pasado en la cárcel, donde todavía sigo.

Al llegar a Italia estudié durante un par de años, pero en clase me aburría, así que faltaba mucho a clase, me escapaba de la escuela sin que lo supieran mis padres.
Cada vez me portaba peor, empecé a pelearme con mis padres porque no me daban dinero para divertirme. A los 16 años me inventé la historia de que había encontrado un trabajo lejos de casa para poder estar fuera de noche. Me pasaba las noches en la discoteca, solo me interesaba divertirme y sentirme poderoso, así que en poco tiempo adopté un carácter violento y superficial, solo me interesaba salir, el dinero y las chicas.

Cometí un grave error.

Por eso a los 19 años entré en la cárcel por segunda vez, con una condena de 20 años. No hablaba ni entendía casi nada de italiano, y además en la cárcel de Belluno, donde pasé los primeros dos años, yo era el único chino. Tenía un montón de problemas, no sabía pedir ayuda de ninguna manera, estaba desesperado, lo único que me hacía sentir un poco mejor esa agarrar la pluma y escribir a mi familia pidiendo perdón, por lo que había hecho y por todo el dolor y tristeza que había causado en sus corazones, en especial a mi madre, que en aquella época se hacía todas las semanas 700 kilómetros para venir a verme a la cárcel. Siempre que me veía, lloraba. Ver esas lágrimas cayendo delante de mí me ayudó a mirarme por dentro y percibir todo el mal que había causado a mi familia, y a la familia de la víctima. Mi corazón temblaba roto por el dolor. De pronto, dentro de mí emergía el deseo de cambiar a mejor para que mi querida madre no tuviera que sufrir más. Nació en mí el deseo de que este sufrimiento pudiera transformarse en felicidad.

Mientras tanto, antes del traslado a la cárcel de Padua, conocí y estreché amistad con un voluntario, Gildo, que luego sería en 2015 el padrino de mi Bautismo. Entendí, solo después de un largo camino de fe, que este hombre había sido el primer regalo que el Señor me había hecho.

Después del Bautismo, me di cuenta de toda la Misericordia de la que había sido objeto, incluso sin darme cuenta. Este libro del Papa Francisco me ha ayudado a comprender mejor lo que me ha pasado.

De ahí el nombre de Zhang Agustín. Agustín porque, pensando en san Agustín, en su historia, me conmueve especialmente su madre, santa Mónica, por todas las lágrimas que derramó por él, esperando recuperar al hijo perdido. Era un poco como yo, pensando en mi madre y el río de lágrimas que derramó por mí, esperando que yo pudiera retomar el sentido de mi vida.

Volviendo al voluntario de Belluno, lo que más me llamaba la atención era su rostro, su mirada, que me pareció inmediatamente familiar, en él encontré confort y una paz interior que nunca había sentido antes. Por aquel entonces no hablaba ni entendía el italiano, por lo que esos dos años habrían sido un infierno si no hubiera tenido la fortuna de encontrar a esta persona.

Durante nuestros encuentros, pasábamos más tiempo mirándonos que hablando. Tenía el deseo, la necesidad de desahogar todo el mal que llevaba dentro, pero no podía. Simplemente su mirada, con esa compasión hacia mí, me sostuvo durante esos dos años y me dio coraje frente a mis dificultades.

En 2007 me trasladaron a la cárcel de Padua. La primera persona que encontré allí fue un paisano mío, Je Wu, que luego se llamó Andrés. Un preso chino como yo que me enseñó a trabajar en la cárcel de Padua, que estuvo a mi lado y que me ayudó. Después de unos meses, empecé a trabajar también yo con la cooperativa social Giotto, primero ensamblando cajas para joyas, después maletas. Ahora trabajo en el sector digital, me dedico a las claves para la firma digital. Mi amigo Wu me contaba que las personas de la cooperativa no solo miraban nuestro trabajo sino que nos querían a nosotros y nos trataban como personas, no como un número de matrícula o un fascículo.

Cada día veía que este amigo mío estaba cada vez más contento, hasta que decidió hacerse cristiano y bautizarse. Ver estas cosas que pasaban, trabajar con estas personas, suscitó en mí la pregunta y el deseo de ser tan feliz como ellos.

Al ver a estos amigos que volvían de la misa contentos, decidí ir a ver qué sucedía allí, y si había algo útil para mí. Escuchando las palabras del Evangelio y los cantos, dentro de mí nació una alegría que nunca había sentido, parecía que los cantos y las palabras fueran a propósito para mí. No veía la hora de que llegara el domingo. Pero este deseo lo tenía todos los días, así que decidí participar con algunos amigos presos y de la cooperativa en un momento semanal de encuentro para poder compartir y amar mejor la propia vida. Este camino despertó en mí el deseo de hacerme cristiano. Pero este deseo chocaba con la preocupación de no provocar otro gran dolor a mi familia, especialmente a mi madre, budista practicante. Por eso viví durante un tiempo este drama sin saber qué era lo más adecuado. Pedí consejo a mis amigos y al buen Dios, sobre cuál era el camino adecuado para mí y para mi familia.

Ahora quiero contar un episodio que para mí ha sido como una llamada.

El Viernes Santo de 2014 participé, invitado por mis amigos, en el rito del Via Crucis y el beso de Jesús en la cruz. Al final de la celebración, todos mis amigos, uno a uno, bajaron a besar la cruz. Yo tenía el deseo de ir también a besar a Jesús en la cruz, pero pensando en mi madre no era capaz de hacerlo, me parecía que iba a traicionarla por segunda vez.
Recé para que el Señor me perdonara. Al terminar, salí de la capilla y de pronto me di cuenta de que mi corazón arrepentido lloraba porque no había ido a besar a Jesús a la cruz.

En el dolor de ese momento entendí que me había enamorado de Jesús, que esto era verdadero y que no podía dejarlo. Así que me llené de valor y llamé a mi familia para pedirles que vinieran lo antes posible a la cárcel a hablar conmigo. Al día siguiente mi madre vino a verme y le conté lo que me había pasado el día anterior, diciéndole que ya no podía esconder más mi amor por Jesús. Le pregunté si me dejaba ser cristiano y bautizarme.
Ante estas palabras, mi madre se quedó cinco minutos inmóvil, me parecieron los cinco minutos más largos de mi vida, hasta que con lágrimas en los ojos me dijo: «Si tú crees que esto es adecuado para ti, hazlo, porque si no yo sufriría más». Dicho esto, los dos rompimos a llorar como niños y nos abrazamos. Sentí la presencia del Señor y descubrí un nuevo amor en mi madre, como el de María.

El día del rito de admisión fue para mí una nueva confirmación de la bondad de esta decisión, porque al oír la palabra del Evangelio que dice «estuve preso y viniste a visitarme», comprendí que Jesús había enviado a los suyos a buscarme, que Su enviado eran todos los amigos que me había encontrado en la cárcel, en el trabajo y en la catequesis, y que estaban allí presentes, conmigo.

El 11 de abril de 2015 recibí el Bautismo y la Confirmación, y tomé la primera Comunión: todo en la cárcel. Aunque habría podido obtener el permiso del magistrado para celebrarlo fuera de la prisión, decidí hacerlo en el lugar y con los amigos donde Jesús vino a mi encuentro y donde yo le conocí.

Ahora permítanme agradecer al Papa Francisco la atención especial que ha tenido con nosotros los presos. Nunca habría pensado que me invitarían a participar en la presentación de un libro del Papa, ni que tendría la posibilidad de estrecharle la mano, como sucedió ayer. Sobre todo doy las gracias porque muchos otros habrían podido estar aquí en mi lugar, muchos otros habrían tenido más derecho y necesidad que yo.

Estoy aquí con mi historia para testimoniar cómo la Misericordia de Dios ha cambiado mi vida. Pero todo esto no habría sido posible sin la presencia de todos mis amigos y hermanos de la cárcel de Padua. Estoy aquí con todos ellos en el corazón, es como si todos estuvieran aquí presentes. Del mismo modo que llevo en el corazón a todas las personas presas del mundo que no han tenido la gracia que muchos de nosotros hemos tenido.

Querido Papa Francisco, gracias por el afecto y la ternura que nunca deja de testimoniarnos. Gracias por su testimonio incansable. Gracias por las páginas de este libro, en el que emerge el corazón de un pastor misericordioso. Siempre le recordamos en nuestras oraciones.