«Alguien llama a nuestra puerta, a cada una de nuestras puertas»

Homilía del cardenal André Vingt-Trois en la Catedral Notre-Dame de París, domingo 15 de noviembre de 2015. Misa por las víctimas de los atentados del 13 de noviembre de 2015 en París y en Saint Denis y sus familiares y por Francia.
André Vingt-Trois

Los trágicos acontecimientos que han azotado nuestro país estos días –y especialmente París y Saint-Denis–, hunden a nuestros ciudadanos en el miedo y en el estupor y nos plantean dos terribles preguntas: ¿en qué puede nuestro modo de vida provocar una agresión tan bárbara? A esta primera pregunta, respondemos fácilmente afirmando nuestro vínculo con los valores de la República, pero el acontecimiento nos obliga a interrogarnos sobre el precio a pagar por esta vinculación y a un examen de estos valores. La segunda cuestión es más desalentadora porque infunde dudas en muchas familias: ¿cómo jóvenes formados en nuestras escuelas y en nuestras ciudades pueden conocer una angustia tal que el fantasma del califato y de su violencia moral y social puedan representar un ideal que les mueva? Sabemos que la evidente respuesta de las dificultades de integración social no basta para explicar la adhesión de algunos al yihadismo aunque ellos crean así escapar aparentemente de esta exclusión social. ¿Cómo este camino de la barbarie puede convertirse en un ideal? ¿Qué dice este cambio sobre los valores que defendemos? ¿La fe cristiana puede ser de alguna ayuda en el desasosiego que se abate sobre nosotros? A la luz de las lecturas bíblicas que acabamos de escuchar, querría proponer tres elementos de reflexión.

1. «Dios, mi única esperanza» (Salmo15)
El salmo 15, como muchos otros salmos, es un grito de fe y de esperanza. En el sufrimiento, para aquel que cree Dios es el único recurso fiable: «Él está a mi derecha, nunca vacilaré». Se puede decir que los asesinatos salvajes de este viernes negro han hundido en el sufrimiento a familias enteras. Y este sufrimiento es más profundo al no poder haber explicaciones racionales que justifiquen la ejecución indiscriminada de decenas de personas anónimas. Pero aunque el odio y la muerte tienen una lógica, carecen de racionalidad. Por supuesto que necesitamos decir palabras, necesitamos que se digan palabras y escucharlas, pero todos nos damos cuenta de que estas palabras no van más allá de un alivio inmediato. Con la irrupción ciega de la muerte, la situación de cada uno de nosotros se vuelve ineludible. El creyente, como cualquier otro, se enfrenta a esta realidad ineludible, cercana o lejana, pero cierta: nuestra existencia está marcada por la muerte. Se puede intentar olvidarla, esquivarla, dulcificarla o aligerarla, pero ella está ahí. La fe, ninguna fe permite escapar de ella. Y somos íntimamente llevados a respondernos a nosotros mismos: ¿dónde apoyarnos en esta prueba? Confiar en los paliativos, más o menos eficaces o duraderos, o bien confiar en nuestro Dios, que es el Dios de la vida. El salmista nos ayuda para que pongamos en nuestros labios la oración de la fe y de la esperanza: «no me entregarás a la Muerte ni dejarás que tu amigo vea el sepulcro».
En estos días de prueba, cada uno de los que creen en Cristo está llamado al testimonio de la esperanza para sí mismo y para todos aquellos a los que intenta acompañar y aliviar. En el momento en que se abra, dentro de unas semanas, el año de la misericordia, querríamos, por nuestras palabras y nuestras acciones, ser mensajeros de la esperanza en el corazón del sufrimiento humano.

2. «Me harás conocer el camino de la vida» (Salmo 15)
Esta esperanza define una manera de vivir para los que la reciben. Nos enseña el camino de la vida. Afortunadamente no todos se enfrentan a los horrores sufridos por las víctimas del fanatismo como las del viernes pasado. Pero todos, sin excepción, cada uno y cada una de nosotros, debemos afrontar acontecimientos y periodos difíciles en nuestra existencia. ¿En qué se reconoce un hombre o una mujer de esperanza? En su capacidad de asumir las pruebas y combatir contra las fuerzas destructivas con confianza y serenidad. Esta fuerza interior permite a hombres y mujeres ordinarios, como ustedes y como yo, rechazar doblegarse, hacer elecciones difíciles, a veces heroicas, más allá de sus propias fuerzas.
Tras los periodos de duras pruebas, podemos reconocer que algunas y algunos han permanecido sin debilitarse porque su convicción interior era tan fuerte como para enfrentarse a peligros posibles o reales. Para nosotros, cristianos, esta fuerza viene de nuestra confianza en Dios y de nuestra capacidad de apoyarnos en Él. Pero podemos ir más lejos en nuestra interpretación: para algunos hombres y mujeres, su fe en una trascendencia real del ser humano les anima. Incluso, aunque no compartan nuestra fe en Dios, comparten uno de sus frutos, que es el reconocimiento del valor único de cada existencia humana y de su libertad.
¿Podemos ver en la calma y en la sangre fría de la que nuestros compatriotas han hecho prueba un signo de esta convicción de que nuestra sociedad no puede no justificarse más que por su respeto incondicional a la dignidad de la persona humana? Frente a la barbarie ciega, toda fisura en el cimiento de nuestras convicciones sería una victoria para nuestros agresores. No podemos responder a la barbarie salvaje más que con un incremento de confianza en nuestros semejantes y en su dignidad. No es decapitando como se muestra la grandeza de Dios, es trabajando en el respeto al ser humano hasta en sus debilidades extremas.

3. «Cuando vean que suceden todas estas cosas…» (Mc 13,29)
Esta confianza en Dios es una luz en el camino de la vida, pero no solo para cada uno de nosotros en su existencia personal; es también una luz para comprender la historia del hombre, incluido su devenir enigmático. El evangelio de Marcos que hemos escuchado anuncia la vuelta del Hijo del Hombre, el Salvador, a través de signos terroríficos en los cielos y en la tierra. Ya no estamos acostumbrados a esta forma de escrutar los signos de los tiempos, aunque muchos comercien con ello. Pero me parece que lo más importante para nosotros es sacar de esta lectura dos enseñanzas.
En primer lugar, nadie sabe el día ni la hora del fin de los tiempos. Solo el Padre los conoce. Sabemos también que no conocemos el día ni la hora de nuestro propio fin y que esta ignorancia atormenta a mucha gente. Pero todos vemos –y el acontecimiento de esta semana nos lo recuerda cruelmente– que la obra de la muerte nunca se detiene y golpea, a veces, ciegamente. Entonces, los acontecimientos dramáticos o terroríficos de la historia humana pueden interpretarse y comprenderse como signos dirigidos a todos. «Cuando vean que suceden todas estas cosas, sepan que el fin está cerca, a la puerta», nos dice el Evangelio (Marcos 13,29). Esta capacidad de interpretar la historia no es una forma de negar la realidad, sino que es una manera de descubrir que la historia tiene un sentido. Anuncia a alguien que llama a nuestra puerta, a cada una de nuestras puertas. Ese alguien es Cristo.
Así que no podemos pararnos en las desgracias de la vida ni en los sufrimientos que padecemos como si eso no tuviera ningún sentido. A través de ellos podemos descubrir que Dios llama a nuestra puerta y quiere llamarnos de nuevo a la vida, abrirnos los caminos de la vida. Esta esperanza, debemos llevarla y dar testimonio de ella como consuelo para los que sufren y como una llamada a todos a verificar los verdaderos valores de su vida.