Padre Mauro Giuseppe Lepori.

Un seguimiento que dura dos mil años

Juan y Pedro, detrás de Jesús. Este fue el punto de partida del Abad General de los Cistercienses para presentar su libro sobre el "primer Papa". Durante su discurso, recorrió la historia del camino de la Iglesia
padre Mauro Giuseppe Lepori OCist*

Al final del Evangelio de san Juan, cuando Pedro se está alejando con el Señor resucitado después de que este le diga: «Sígueme», Pedro se gira y ve al discípulo que Jesús amaba, Juan. Ve que no se ha quedado con el grupo de discípulos que habían pescado con ellos toda la noche en vano y que luego habían reconocido al Señor y almorzado con él a la orilla del lago, después de la pesca milagrosa, sino que se había puesto a seguirles. Juan sigue a Jesús seguido de Pedro. Ha oído el diálogo entre el Resucitado y Simón: «“¿Tú me amas?”. “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. “Apacienta mis ovejas”» (Jn 21,15-17). Ha oído cómo Jesús anunciaba a Pedro su futuro martirio: «Cuando seas viejo extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará adonde no quieras» (Jn 21,18). Y ha oído a Jesús decirle a Pedro: «Sígueme» (Jn 21,19).


Y Juan se pone a seguirles inmediatamente, pues justo después de ese «sígueme» dirigido a Pedro, el Evangelio continúa con estas palabras: «Volviéndose Pedro, vio que les seguía el discípulo a quien amaba Jesús» (Jn 21,20).

Así, el último de los cuatro Evangelios termina con una imagen preciosa, como una escena cinematográfica, a la orilla del lago Tiberíades, a la luz de la primera hora de la mañana: el Resucitado que camina dialogando con Pedro, y tras ellos el joven discípulo predilecto que les sigue. Una escena que un director tomaría desde el lago, porque los tres caminan aún probablemente por la orilla, pero luego empiezan a subir la suave y verde ladera de la montaña, tal vez la de las Bienaventuranzas, penetrando hacia la tierra, el mundo, la humanidad, la historia del hombre. Juan sigue a Jesús y Pedro sin querer entrometerse entre ellos, sin querer importunar las confidencias últimas e íntimas del Señor al primero de los apóstoles, pero al mismo tiempo les sigue sin perderles de vista, como permaneciendo a su alcance, a su disposición, dispuesto a acercarse, a incorporarse y hablar con ellos al mínimo gesto. Les sigue para no perder de vista la dirección de su camino, para seguir el camino que están trazando. No sabe dónde van, tampoco lo sabe Pedro, o tal vez Jesús se lo haya dicho. Pero eso no importa, porque ahora Pedro está con Jesús, Pedro camina guiado directamente por Jesús, Pedro camina al lado de Jesús, ve junto a Jesús el camino y el sentido, y todo lo que Pedro sabe, todo lo que Pedro dice y dirá lo toma directamente del Resucitado que le está hablando.

Un camino, un sentido, el que tomaron aquellos tres, que no termina con el Evangelio de Juan. Una escena que no acaba, que pasa directamente del Evangelio a la historia, que pasa directamente del Evangelio a la historia de la Iglesia, del acontecimiento pascual de Cristo que muere por nosotros y resucita para estar siempre con nosotros, a toda la historia de la Iglesia, la historia que aún no ha terminado, la historia y el acontecimiento que están pasando ahora a través de nuestro tiempo, de nuestras vidas, incluso a través de nuestro encuentro aquí y ahora, y de todos los encuentros que la Iglesia en este momento y en toda la tierra está ofreciendo a todos los hombres. En este momento acontece y continúa el camino de Pedro siguiendo a Jesús, seguidos a su vez por Juan.

Es precisamente así como debemos mirar, ver, entender, la historia de la Iglesia hoy: como trecho de aquel camino iniciado aquella mañana en el lago de Tiberíades. También hoy, también ahora, Pedro está al lado de Jesús, caminando y mientras caminan indican un camino, una dirección, un sentido. Y también hoy Juan, el discípulo amado por Cristo, todo discípulo que se deje amar por Cristo, preferir por Cristo, puede seguir el camino de seguimiento de Pedro, seguro de estar siguiendo al Resucitado que pasa a través de la historia del mundo para salvar al mundo.

Fuera de esta perspectiva, de esta imagen en continuo movimiento hasta el fin de los tiempos, fuera de esta perspectiva y de este seguimiento, no encontraremos una mirada adecuada hacia la Iglesia, hacia el Papa, ni siquiera hacia Cristo. Ni tendremos una mirada adecuada sobre nosotros mismos, sobre nuestro camino, sobre nuestra vocación, sobre el paso a dar en camino de nuestra vida que se nos pide dar y vivir hoy. Fuera de esta perspectiva no seguiremos a Cristo, el que vive y ha vencido a la muerte y al pecado del mundo.

Escribí Simón llamado Pedro en francés, en los montes de mi abadía de Hauterive, la primera mitad durante dos semanas de 1999, la segunda durante dos semanas del año 2000. Fuera de esas cuatro semanas y de aquellos lugares, no escribí una sola línea de este libro. Solo el epílogo lo escribí más tarde. El libro estaba destinado a una colección de un editor católico amigo de la Suiza francesa donde cada autor tomaba como protagonista a un personaje bíblico. A la pregunta del editor, respondí inmediatamente que me gustaría escribir sobre Simón Pedro. Noté una cierta vacilación por su parte. De hecho, un cardenal al que había hecho la misma propuesta también le había expresado su intención de escribir un libro sobre san Pedro. Imaginaos qué maná para una editorial: ¡haber publicado ya un libro de un futuro Papa sobre san Pedro! Pero luego alguien devolvió los pies del editor sobre la tierra, mostrándole la evidencia de que el cardenal en cuestión no encontraría el tiempo necesario para escribir este libro. Entonces pensaron en mí, aunque no tuviera posibilidades de llegar a ser Papa.

Un detalle curioso. En la misma llamada en que me propusieron escribir el libro, el editor me anunció que mi abadía podría acoger durante 24 horas el gran relicario de santa Teresa de Lisieux que estaba recorriendo Europa y el mundo entero con ocasión del centenario de la muerte de santa Teresita. Por eso siempre he percibido un arcano vínuculo entre el libro Simón llamado Pedro y la pequeña discípula del amor como corazón vivo de la Iglesia.

Pero al final ni siquiera yo conseguí terminar el libro lo suficientemente rápido como para publicarlo antes de que la editorial tuviese que cerrar sus puertas. Así que el manuscrito se quedó en un cajón durante tres años, hasta el día en que el entonces Patriarca de Venecia, Angelo Scola, me pidió que predicara los Ejercicios espirituales a sus sacerdotes. La urgencia de prepararlos sin tener tiempo para ello me dio la idea de traducir al italiano mi manuscrito sobre san Pedro. De ahí nació la primera edición italiana del libro, en 2004.

Tengo que decir que este libro fue ante todo una meditación que yo hacía para mí mismo. En los bellísimos montes de la Gruyère, que evocan el ambiente pastoral y lacustre de Galilea, cada día meditaba sobre un episodio de la vida de Simón Pedro, desde su primer encuentro con Jesús hasta la escena que he evocado antes. Escribía de corrido lo que aquellas escenas evocaban en mi interior, y poco a poco fui descubriendo un itinerario fascinante, un camino de vida con Cristo que, para bien y para mal, era paradigmático en mi camino de seguimiento del Señor. Como he dicho muchas veces, y lo digo en la introducción del libro, es evidente que seguir a Simón Pedro detrás de Cristo, además de presentar todo su espesor humano en los Evangelios, ilustra un camino vocacional en el que cada uno de nosotros puede encontrarse a sí mismo, un cauce donde cada uno de nosotros puede retomar sus pasos, sus subidas y bajadas, sus caídas y reanudaciones, su propio itinerario existencial como cristiano siguiendo al Dios hecho hombre.

Creo que algo de esto debió pensar Juan, el discípulo predilecto, cuando se puso a seguir a Jesús y Pedro que caminaban delante de él. En el fondo, es extraño: Juan es el discípulo predilecto, por tanto el modelo de todo apostolado de Cristo. Sin embargo, de Juan sabemos poco, y en su Evangelio, sin ni siquiera nombrarse, solo se describe en el encuentro con Jesús, cuando posó su cabeza sobre su pecho en la última cena, cuando estuvo en la cruz con María, cuando reconoció al Señor resucitado, y por último cuando se puso a seguir a Pedro que seguía a Jesús. Es como si Juan quisiera darnos a entender que para vivir hasta el fondo la predilección que Cristo quería expresar a cada discípulo, por tanto para ser verdaderamente el discípulo que se encuentra con Jesús, que espera todo el amor eucarístico de su corazón, que recibe en la cruz junto a María la herencia de todo lo que en Cristo se cumple, hasta el don de su corazón traspasado, y para seguir sabiendo reconocer al Señor resucitado presente en la cotidianidad de la vida, que Cristo hace milagrosa como la pesca de aquella mañana, para vivir todo esto Juan nos dice que lo más importante es no perder nunca las huellas de Pedro que sigue al Señor, no alejarse de la relación objetiva que Cristo ha querido y quiere tener con Pedro. Tanto es así que luego en los primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles, Juan es presentado como inseparable de Pedro. Como la continuación, sin interrupción, de la última escena de su Evangelio.

En estos años, me han propuesto varias veces escribir otros libros como Simón llamado Pedro, a propósito de otras figuras evangélicas, en particular de Juan. Un anciano sacerdote de Venecia, durante los Ejercicios, vino a decirme: «Padre, usted debería reescribir así todo el Evangelio». Pero nunca he encontrado inspiración para ello. Intuyo que en el fondo el libro sobre san Juan, el libro sobre san Pablo, incluso el libro sobre María Virgen, ya están escritos, están contenidos en Simón llamado Pedro. Porque en cierto sentido Juan está presente en el libro como mirada hacia Pedro, como aquel que con los demás apóstoles, con María Magdalena, con Pablo, y también con la Madre de Dios, obedeció a la última y fundamental indicación de Cristo para vivir el seguimiento de los discípulos predilectos: seguirle con Pedro, seguirle siguiendo a Pedro que camina con Jesús, que habla con Jesús, que ama a Jesús.

Juan estaba tan empapado de esta conciencia, seguramente recibida de Cristo mismo, que ni siquiera en el sepulcro vacío, que testimoniaba el hecho más abrumador que deseaba su corazón, que Cristo estuviera vivo para siempre, ni siquiera en el sepulcro Juan quiso entrar antes que Pedro. Es decir, quiso entrar siguiendo a Pedro. Habría podido, y sería comprensible, seguir su emoción, su sentimiento, su pasión. ¡Pero no! Se detiene, no se deja determinar por un instinto, ni siquiera el más noble y religioso que hay. No se deja determinar por el hecho de que, bajo muchos aspectos, él es superior a Pedro, comprende y ama a Cristo mejor que Pedro, pues él, a diferencia de Pedro, no lo negó, él estuvo al pie de la cruz, él vio morir a Jesús, vio su costado traspasado. No se deja determinar por el hecho de que él llegó primero al sepulcro, como por otro lado siempre llegaba primero: conoció a Jesús antes que Pedro, y la mañana de la pesca milagrosa Juan fue el primero en reconocer a Jesús, y exclamó: «Es el Señor» (Jn 21,7).

Pero Juan no pone su certeza en sí mismo. Él quiere estar verdaderamente seguro, y por eso quiere seguir. Solo cuando entró en el sepulcro después de Pedro, siguiendo a Pedro, Juan «vio y creyó» (Jn 20,8). Puede que Pedro aún no creyera, todavía tenía dudas, no sabía qué pensar, como sugiere Lucas: «Pedro, sin embargo, se levantó y fue corriendo al sepulcro. Asomándose, ve solo los lienzos. Y se volvió a su casa, admirándose de lo sucedido» (Lc 24,12). Sin embargo, la certeza de Juan viene del hecho de no adelantar a Pedro, de permanecer siempre y en todo caso siguiendo a Pedro. Porque Juan sabe que la certeza de la fe no se la da Pedro: la da Cristo, la da el Espíritu Santo, es gracia. Pero es una gracia que Dios nos da cuando seguimos a Pedro que sigue a Jesús.

Este es el misterio petrino que guía la Iglesia desde hace 2.000 años. Por cuántos temperamentos, por cuántos matices de humanidad se ha transmitido el misterio petrino mediante los 266 Papas de la historia de la Iglesia. Qué diferencia abismal de temperamento y de estilo incluso solo entre los Papas que hemos conocido en nuestra generación. Da la impresión de que el Espíritu Santo se divierte saltando de un extremo al otro, de un Pío XII a un Juan XXIII, de un Benedicto XVI a un Francisco. ¡Qué contrastes! Pero en mi opinión, esto lo hace solo para ayudarnos a fijarnos en lo esencial, que era lo esencial también con el primero, con Pedro: la objetividad de poder seguir a uno al que Cristo asegura su apego, de modo que siguiendo a este hombre podemos estar seguros de que seguimos al Resucitado.

El Pedro que aquella mañana seguía a Jesús, y que Juan siguió, no era un Pedro humanamente perfecto, humanamente fiable. Después de aquel día, los Hechos de los Apóstoles todavía cuentan episodios de vacilación, de pereza, incluso de cierta cobardía. Como cuando le dio miedo que le vieran sus hermanos judíos con los paganos y se gana una reprimenda de san Pablo (cfr. Gal 2,11-14). Pero también esto Pedro lo vive, como siempre, dentro del camino de certeza de su relación con Cristo, y Jesús nunca le quitará el carisma de caminar delante de todos los discípulos en la comunión de la verdad y el amor con el Resucitado.

En el fondo, toda la certeza petrina de la Iglesia nace del hecho de que Pedro traduce en seguimiento su último diálogo público con el Señor, y Juan y los demás discípulos pueden seguir a Pedro con este diálogo en la memoria: «“Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?” (…) “Sí, Señor, tú sabes que te quiero” (…) “Apacienta mis corderos” (…) “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” (…) “Sí, Señor, tú sabes que te quiero” (…) “Pastorea mis ovejas” (…) “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?”. Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez: “¿Me quieres?” y le contestó: “Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero”. Jesús le dice: “Apacienta mis ovejas”» (Jn 21,15-17).

¿Qué nos ha fascinado y movido de los últimos Papas? Claramente la doctrina, las decisiones, las iniciativas, la caridad pastoral, el testimonio, y quizás también los nombramientos. Pero sobre todo y en el origen de todo eso, lo que nos ha fascinado y movido es su relación con el Señor, su «Sí, te quiero» a Aquel a quien queremos amar, a Aquel que nos ama y al que deseamos corresponder con toda nuestra vida, a Aquel que camina en medio de nosotros, a Aquel que conocemos y deseamos seguir.

El Papa Francisco nos transmite esta conciencia, que en él es con seguridad una experiencia. Como todo Papa, nos guiará en el camino de la vida en Cristo, es decir, de la santidad, si no perdemos de vista su caminar con el Resucitado delante de nosotros. Y siguiéndole, de hecho, siguiéndole, el camino de nuestra vida será un camino de discípulos predilectos por el Señor, es decir, el camino de personas atraídas y movidas por el amor de Cristo. Como Juan, como san Pablo: «Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20).

El Papa Francisco escribe al inicio de la Evangelii Gaudium: «Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque “nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor”. Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento para decirle a Jesucristo: “Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores”. ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar “setenta veces siete” (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante!» (EG §3). Son acentos, palabras, imágenes que habría podido expresar san Pedro cuando predicaba en Jerusalén, en Antioquía, en Roma, teniendo siempre en la mente y en el corazón, viviendo siempre en la mente y en el corazón, su último diálogo con Cristo.

En el fondo, lo que nos debe animar a mirar, escuchar y seguir al Papa, como intento mostrar en Simón llamado Pedro, es esencialmente una cosa, un misterio: el misterio del amor entre Cristo y Pedro que Jesús instituyó como realidad que nos apacienta, nos pastorea y nos guía en el camino de la vida. Cuando Juan y los demás discípulos oyeron a Jesús intercambiarse esa petición y correspondencia del amor, para ellos se hizo evidente que lo que guiaría, protegería y alimentaría a los corderos y ovejas, empezando por ellos mismos, sería ese intercambio de amor entre Jesús y Pedro, su amistad, expresada delante de ellos y que ellos podían seguir, pues por ella podían ser guiados a la plenitud de la vida con Jesús.

Si perdemos de vista esto, el Papa se convierte solo en una autoridad pública como las otras, y todo dependerá de lo que dice o no dice, de lo que hace o no hace, de lo que piense o no piense. O sobre todo de lo que nosotros pensamos que dice o no dice, que hace o no hace, que piensa o no piensa. En cambio el Papa es autoridad precisamente en virtud de la relación de amor y seguimiento que Cristo les pide y les otorga, que Cristo nos pide y concede a nosotros también, para conducirnos a nosotros, corderos y ovejas del rebaño de la Iglesia. Quizás no entendamos lo que Pedro dice y hace, como aquella mañana no sabemos si Juan oía lo que Jesús y Pedro se decían, pero lo que sabemos es que Cristo y Pedro se aman por nosotros, son amigos, se quieren, caminan unidos, para mostrar delante de nosotros el camino seguro de la verdadera vida.

Por eso, el libro Simón llamado Pedro no es más que la expresión de una búsqueda, de un deseo de profundizar en un misterio eclesial del que depende la verdad del camino de nuestra vida. Por tanto, el deseo de mirar el amor entre Jesús y Pedro, porque este amor, esta amistad, es la realidad humana y divina que nos apacienta, que nos guía, que nos une, que transmite al mundo la salvación. Ese amor, esa amistad entre Cristo y Pedro que nos es dada para confirmar nuestra fe, alimentar nuestra esperanza, alumbrar nuestra caridad.

¿Qué es este amor que apacienta la vida de todos los discípulos? ¿Qué es este amor que atrae a las multitudes o que las va a buscar apasionadamente hasta el fin del mundo? ¿Qué es este amor, esta amistad que abraza a cada hombre? ¿Qué es este amor que nos es dado como piedra angular de la unidad y vitalidad de la Iglesia? Mirar cómo nace, crece y vive la amistad entre Jesús y Pedro es necesario para nuestra vida, para nuestra vocación, para el camino del cumplimiento de nuestra existencia.

Este amor entre Jesús y Pedro no es una entidad abstracta: es una historia, un camino juntos. De otro modo, ¿cómo habría podido seguirlos Juan? Jesús y Pedro caminaron juntos tres años, y el final del Evangelio de Juan nos sugiere que desde aquel día el Señor siguió este camino hasta hoy, y lo continuará hasta el fin del mundo. Jesús sigue caminando en una historia de amistad con un hombre, un pobre hombre; en una historia de amistad donde la humanidad de Pedro nunca se censura, ni su belleza ni su mezquindad. Siempre corregida, nunca censurada. Y esta historia de amistad se ha convertido en una historia bimilenaria donde la vocación de Pedro pasa a través de la humanidad de Lino, Cleto, Clemente..., hasta Juan, Pablo, Juan Pablo, Benedicto, Francisco, etcétera, de seguimiento en seguimiento, un seguimiento que mirar, seguir y hacer nuestro. Porque la amistad fundamental entre el Señor y Pedro está a nuestro servicio, para favorecer, confirmar, construir y dilatar nuestra amistad con Cristo, nuestra amistad en Cristo.
*Abad General de la Orden cisterciense