Mons. Javier Martínez, arzobispo de Granada.

No me da ninguna lástima el Arzobispo de Granada

Sebastián Montiel

“No me da lástima”. Me contestaba así alguien muy cercano a quien yo expresaba mi preocupación. Y me cerró la boca. Es verdad. A los cristianos no nos hacen ninguna falta obispos gerentes, ni obispos jueces, ni obispos policías, ni mucho menos obispos manipulables por los que piensan en la Iglesia como se piensa en un partido político, en clave de poder, ni obispos que actúen mirando el periódico con el rabillo de un ojo y a Roma con el rabillo del otro. No sé cómo se ha de mirar el periódico, pero a Roma se la ha de mirar de frente. Porque así miran los hijos a su padre.

Necesitamos urgentemente obispos santos, y curas santos, y cristianos santos, y papas santos (como lo fue Juan Pablo II). No necesitamos santos como en la guerra se necesitan héroes para que reluzcan sus medallas. Se los debemos a los hombres, porque los hombres los necesitan para ver a Dios en sus vidas. Y ésta, como otras, pero más que otras, es una magnífica ocasión para que Dios haga esa obra en todos, y especialmente en el Arzobispo de Granada. Porque ser santo no es ser un impecable imbécil (“sin báculo”, según la etimología de Juvenal). Quien no tiene madera de pecador no tiene madera de santo. Lo decía un poeta francés hace más de cien años.

La misma familia de la Iglesia acoge a santos y a pecadores, y los primeros tiran hacia el cielo de los segundos. Unos y otros son un “invento” de la Iglesia. Nuestro mundo moderno no cree en la santidad porque tampoco cree en el pecado. El hombre moderno pretende erradicar el mal haciendo innumerables leyes absolutas en nombre de un Bien cambiante y establecido a golpe de demagogia. Y nuestros políticos son el paradigma. Tolerancia cero con abusadores de menores y sus encubridores, y también tolerancia cero con las familias objetoras que defienden a sus hijos de una educación que violenta sus conciencias con la ideología de género y la iniciación a unas prácticas sexuales no consentidas por sus padres. Pero yo ya no espero absolutamente nada del estado, porque, como decía un importante pensador comunista británico, sé que “quienes hacen de la conquista del poder del estado su objetivo, al final, siempre acaban conquistados por él y, al convertirse en instrumentos del estado, se convierten a sí mismos con el tiempo en instrumentos de una de las diversas versiones del capitalismo moderno”.

No me preocupan los poderes del estado, lo que me preocupa son los hombres que me rodean y la horrorosa imagen de Jesucristo que ven en nosotros. Me preocupa también que demos la impresión de que el hombre puede cambiarse a sí mismo. Con razón había advertido San Agustín a principios del siglo V: “El horrendo y oculto veneno de vuestro error es que pretendéis hacer consistir la gracia de Cristo en su ejemplo, y no en el don de su persona”. Escribía contra los pelagianos, pero podría haberlo escrito tras leer a los periodistas y teólogos (de la “izquierda” eclesial) que estos días de noviembre se reúnen en Madrid a homenajearse entre sí o tras escuchar a una conocida y antigua corresponsal en el Vaticano (de la “derecha” eclesial) diciendo que, con seguridad, el papa Francisco destituirá al Arzobispo de Granada. Porque “verdaderamente, en esta ciudad, se han aliado Herodes y Pilato contra tu santo siervo Jesús, a quien has ungido”. Y sí, no hace falta decirlo. Soy su amigo. Y como obispo mío le seré leal. Y al papa Francisco también.