Discurso de clausura del III Congreso Mundial de los Movimientos eclesiales y Nuevas Comunidades

Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Os acojo con agrado, con ocasión del Congreso que estáis celebrando con el apoyo del Consejo pontificio para los laicos. Doy las gracias al cardenal Rylko por sus palabras, y a monseñor Clemens. En el centro de vuestra atención durante estos días hay dos elementos esenciales de la vida cristiana: la conversión y la misión. Están íntimamente unidos. En efecto, sin una auténtica conversión del corazón y de la mente no se anuncia el Evangelio, pero si no nos abrimos a la misión no es posible la conversión, y la fe se hace estéril. Los movimientos y las nuevas comunidades que representáis ya están proyectados a la fase de madurez eclesial que requiere una actitud vigilante de conversión permanente, para hacer cada vez más vivo y fecundo el impulso evangelizador. Por tanto, deseo haceros algunas sugerencias para vuestro camino de fe y de vida eclesial.

Ante todo, es necesario preservar la lozanía del carisma: ¡que no se arruine esa lozanía! ¡Lozanía del carisma! Renovando siempre el «primer amor» (cf. Ap 2, 4). En efecto, con el tiempo aumenta la tentación de contentarse, de paralizarse en esquemas tranquilizadores, pero estériles. La tentación de enjaular al Espíritu: esta es una tentación. Sin embargo, «la realidad es más importante que la idea» (cf. Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 231-233); aunque cierta institucionalización del carisma es necesaria para su misma supervivencia, no hay que ilusionarse con que las estructuras externas puedan garantizar la acción del Espíritu Santo. La novedad de vuestras experiencias no consiste en los métodos y en las formas, por importantes que sean, sino en la disposición a responder con renovado entusiasmo a la llamada del Señor: es esta valentía evangélica la que permitió el nacimiento de vuestros movimientos y nuevas comunidades. Si se defienden las formas y los métodos por sí mismos, se convierten en ideológicos, alejados de la realidad que está en continua evolución; cerrados a la novedad del Espíritu, terminarán por sofocar el carisma mismo que los ha generado. Es preciso volver siempre a las fuentes de los carismas, y reencontraréis el impulso para afrontar los desafíos. Vosotros no habéis hecho una escuela de espiritualidad así; no habéis hecho una institución de espiritualidad así; no tenéis un grupito… ¡No! ¡Movimiento! Siempre en la calle, siempre en movimiento, siempre abierto a las sorpresas de Dios, que están en sintonía con la primera llamada del movimiento, el carisma fundamental.

Otra cuestión se refiere al modo de acoger y acompañar a los hombres de nuestro tiempo, en particular a los jóvenes (cf. Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 105-106). Formamos parte de una humanidad herida —¡debemos decirnos esto!—, en la que todas las agencias educativas, especialmente la más importante, la familia, tienen graves dificultades por doquier en el mundo. El hombre de hoy vive serios problemas de identidad y tiene dificultades para hacer sus propias elecciones; por eso tiene una predisposición a dejarse condicionar, a delegar en otros las decisiones importantes de la vida. Es necesario resistir a la tentación de sustituir la libertad de las personas y dirigirlas sin esperar que maduren realmente. Cada persona tiene su tiempo, camina a su modo, y debemos acompañar este camino. Un progreso moral o espiritual logrado aprovechando la inmadurez de la gente es un éxito aparente, destinado a naufragar. Mejor pocos, pero caminando siempre sin buscar el espectáculo. La educación cristiana, al contrario, requiere un acompañamiento paciente que sabe esperar los tiempos de cada uno, como hace el Señor con cada uno de nosotros: ¡el Señor nos tiene paciencia! La paciencia es el único camino para amar de verdad y llevar a las personas a una relación sincera con el Señor.

Otra indicación es la de no olvidar que el bien más valioso, el sello del Espíritu Santo, es la comunión. Se trata de la gracia suprema que Jesús obtuvo en la cruz para nosotros, la gracia que como Resucitado pide incesantemente para nosotros, mostrando sus llagas gloriosas al Padre: «Como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). Para que el mundo crea que Jesús es el Señor tiene que ver la comunión entre los cristianos, pero si se ven divisiones, rivalidad y maledicencia, el terrorismo de las habladurías, por favor… si se ven estas cosas, cualquiera que sea su causa, ¿cómo se puede evangelizar? Recordad este otro principio: «La unidad prevalece sobre el conflicto» (cf. Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 226-230), porque el hermano vale mucho más que nuestras posiciones personales: por él Cristo derramó su sangre (cf. 1 P 1, 18-19), por mis ideas, ¡no derramó nada! La verdadera comunión, además, no puede existir en un movimiento o en una nueva comunidad si no se integra en la comunión más grande que es nuestra santa madre Iglesia jerárquica. El todo es superior a la parte (cf. Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 234-237), y la parte tiene sentido en relación con el todo. Además, la comunión consiste también en afrontar juntos y unidos las cuestiones más importantes, como la vida, la familia, la paz, la lucha contra la pobreza en todas sus formas, la libertad religiosa y de educación. En particular, los movimientos y las comunidades están llamados a colaborar para contribuir a sanar las heridas producidas por una mentalidad globalizada, que pone en el centro el consumo, olvidando a Dios y los valores esenciales de la existencia.

Así pues, para alcanzar la madurez eclesial mantened —lo repito— la lozanía del carisma, respetad la libertad de las personas y buscad siempre la comunión. Pero no olvidéis que, para alcanzar esta meta, la conversión debe ser misionera: la fuerza de superar tentaciones y carencias viene de la alegría profunda del anuncio del Evangelio, que está en la base de todos vuestros carismas. En efecto, «cuando la Iglesia convoca a la tarea evangelizadora, no hace más que indicar a los cristianos el verdadero dinamismo de la realización personal» (Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 10), la verdadera motivación para renovar su propia vida, porque la misión es participación en la misión de Cristo, que nos precede siempre y nos acompaña siempre en la evangelización.

Queridos hermanos y hermanas: Ya habéis dado muchos frutos a la Iglesia y a todo el mundo, pero daréis otros aún más grandes con la ayuda del Espíritu Santo, que siempre suscita y renueva dones y carismas, y con la intercesión de María, que no deja de socorrer y acompañar a sus hijos. Seguid adelante: siempre en movimiento… ¡No os detengáis nunca! ¡Siempre en movimiento! Os aseguro mi oración y os pido que recéis por mí —en verdad lo necesito—, mientras os bendigo de corazón.

[Aplausos…]. Ahora os pido, todos juntos, que recéis a la Virgen, que vivió esta experiencia de conservar siempre la lozanía de su primer encuentro con Dios, de seguir adelante con humildad, pero siempre en camino, respetando el tiempo de las personas. Y, además, no cansarse nunca de tener este corazón misionero. [Dios te salve, María… Bendición].




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