Los dos paraísos

Alessandra Stoppa

La catedral de Myeongdong, en Seúl, se levanta exactamente donde vivía Kim-Beom-u. Un hombre de letras. Un intelectual. Entre las paredes de su casa, al principio del siglo XIX, tenían lugar los encuentros entre los primeros cristianos de este país. Se reunían, por grupos de amigos, sembrando lo que hoy es la Iglesia de Corea. Con la forma, caso único en el mundo, de una familia. Murió a los 31 años, después de quince días de ayuno.
Serán 124 los cristianos como él, asesinados in odium fidei, que beatificará el Papa Francisco durante su visita a Corea, del 14 al 18 de agosto. Sus historias nos permiten conocer la vida de fe que ha llevado a los católicos de este país (diez mil en 1880) a constituir hoy el 10 por ciento de la población.

«Si hay viento, habrá una buena cosecha», dice Paolo Lee, custodio del santuario de Solmoe, a Cristian Martini Grimaldi, autor de un libro titulado Cristianos en Corea, con introducción del arzobispo de Seúl, Andrei Yeom Soo-jung, nombrado cardenal por Bergoglio este año. El viento al que se refiere son las grandes pruebas que los discípulos de Jesús en Corea han tenido que atravesar (de sus 230 años de historia, 100 han estado marcados por las persecuciones). Y la semilla de la cosecha es el ardor de aquellos primeros intelectuales que se imbuyeron de la «sabiduría occidental»: obras de literatura y ciencia que llegaban desde China, traducidas por los jesuitas. Ellos, estudiosos de Confucio, se quedaron tan fascinados por los que leyeron que quisieron conocer mejor a los autores. Así encontraron la fe de la que aquellos textos nacían, y que hicieron suya.

Peter Yi Seung-hun fue el primer coreano bautizado. Para recibir el sacramento tuvo que ir a Pekín, porque en Corea no había sacerdotes. Era 1784. Un año después, el país prohibió el catolicismo. Sin embargo, en 1794, ya había cuatro mil bautizados. A causa de las persecuciones (la primera en 1801), los fieles se refugiaron en las zonas rurales más alejadas, «tierras donde nunca se había predicado». Pero también allí vivieron y anunciaron el Evangelio. Nacieron así los Gyouchon, pueblos cristianos: un nuevo mundo dentro de aquel mundo dominado por las teorías de Confucio y por una rígida e injusta clasificación social. La vida en las comunidades era distinta: compartían el trabajo, el alimento, se hacían cargo de los huérfanos y de los enfermos. Y las mujeres, hasta entonces siempre discriminadas, empezaban a ser protagonistas (Grimaldi dedica un capítulo de su libre a la historia de mujeres católicas en Corea).
Los primeros religiosos llegaron al país muchos años más tarde. En 1824, uno de los responsables de la comunidad católica, Chong Ha-sang, escribió al Papa para pedirle que enviara misioneros. La carta llegó a Roma tres años después e impresionó mucho al entonces prefecto de la Propaganda Fidei, el cardenal Alberto Cappellari, que en 1831 se convirtió en el Papa Gregorio XVI. Una de sus primeras decisiones como Pontífice fue la de enviar un vicario apostólico a Corea: el misionero francés Barthélemy Bruguière.
La historia de los cristianos de Corea se verá marcada por otras dos cartas. Las enviadas al Papa Francisco por monseñor Lazzaro You Heung-sik, obispo de Daejeon, la diócesis donde nacieron muchos de los mártires coreanos. La primera data del 19 de marzo de 2013, día de San José: «Santidad, estoy dispuesto a dar la vida por usted». En la segunda, del 20 de octubre del mismo año, el obispo invita al Santo Padre a la Jornada Asiática de la Juventud y a la Jornada coreana de los Jóvenes. La invitación fue aceptada.

«Oremos para que esta visita represente un nuevo inicio tanto para la Iglesia coreana como para la Iglesia universal», escribe el cardenal Soo-jung en este libro que recoge también una entrevista con él, donde cuenta la historia de dos de los 124 futuros beatos. Mattia Choe In-gil fue el protagonista de la primera misa en coreano: un chico que se ofreció para traducir la celebración de un sacerdote que vino de China. Cuando las autoridades descubrieron la presencia del sacerdote, Mattia fingió ser el presbítero chino, pero descubrieron la verdad y él fue torturado y asesinado. Simon Hwang Il-gwang, en cambio, solo fue culpable de ser demasiado pobre. Siempre le trataron como un esclavo. Cuando descubrió la dignidad que tenía su vida gracias al abrazo de la comunidad católica, llegó a decir: «Ahora creo que existen dos paraísos, uno después de la muerte y otro en la tierra». Capturado e interrogado, en 1801, se negó a dar los nombres de sus amigos, y le decapitaron.

El libro de Martini Grimaldi recorre algunos de los lugares que visitará el Papa en agosto: del estadio de Daejeon, donde se celebrará la misa de la Asunción, al Santuario de Solmoe, donde nació Andrea Taegon (el primer sacerdote coreano), donde Bergoglio se reunirá con los jóvenes asiáticos; y el Castillo Haemi, que fue el centro de las persecuciones de los católicos y que el 18 de agosto acogerá la misa final, donde se espera que participen unas cien mil personas.
Pero el libro también hace un viaje que va desde los primeros “catecismos” coreanos para los que no sabían leer (cantos y poesías populares a los que cambiaban las palabras) hasta el drama de los miles de abortos al día que se calculan en Corea, o a los jóvenes cristianos de hoy en día. Como Elisabetta, que conoció la fe de su abuela, «convertida al catolicismo de forma clandestina». O su hermano, que murió a los 13 años con el deseo de ser sacerdote: delante de él, hasta su padre se convirtió. También está Rena, que se «hartó a estudiar» durante el temidísimo Ksat, el examen de acceso a la escuela superior. Los estudiantes surcoreanos llaman al último año de instituto «el año del infierno», pero fue precisamente dentro de las dificultades que sufrió Rena donde conoció el camino de fe de algunos de sus compañeros y hace cuatro años fue bautizada. O María, de Buenos Aires, del barrio de Flores, el mismo del Papa Bergoglio. Llegó a Corea tras graduarse en Medicina y trabaja como voluntaria en el hospital de Kkottongnae. También ella espera la llegada de Francisco.