Lo esencial de nuestra fe sucede ahora

Martino Cervo

El padre Aleksej Uminskij, párroco de la Iglesia de la Trinidad en Moscú, es colaborador de la Enciclopedia ortodoxa. En esta entrevista valora el significado de la Pascua ortodoxa, que este año se celebra junto a la católica y coincide con la semana de las celebraciones hebreas.

Padre, ¿qué significa para usted la Pascua de Cristo?
En la vida de todos los creyentes en Cristo, la Pascua tiene un significado fundamental en el camino de la vida, porque cada vez que la celebramos volvemos a afirmar nuestra fe en la Resurrección, la fe en lo que nos espera en la vida eterna, en el hecho de que ya ha ahora, en esta vida, el Señor nos da signos absolutamente reales de Su victoria sobre la muerte. Cada año con la Pascua cada uno tiene la posibilidad de entrar en la Resurrección de Cristo. Porque la Pascua no es sólo una fiesta organizada por los hombres, donde se conmemora un aniversario, sino que es un acontecimiento continuo, eterno. La Pascua nos trae siempre la eternidad. Como dice el apóstol Pablo, «si Cristo no hubiera resucitado, nuestra fe sería vana». Del mismo modo, nuestra vida carece de sentido si el hombre no vive la Pascua, si su corazón no arde en la Pascua, si la Pascua es sólo uno de los muchos días del calendario. Nuestro santo Serafín de Sarov vivía en relación con el Salvador resucitado de tal modo que para él todos los días eran Pascua, y por eso siempre que se encontraba con alguien le saludaba con las palabras: «¡Cristo ha resucitado!». Creo que esta afirmación debe ser la norma de todo cristiano. Es una norma elevada, sí, a la que debemos tender para que todos los días de nuestra vida revivan la Resurrección de Cristo. Además, todos los domingos (en ruso “domingo” se dice “voskresen’e”, es decir, “resurrección”), todas las liturgias dominicales, son para nosotros de Pascua.

Concretamente, ¿cómo “explica” la Pascua a los que no creen? ¿De qué modo lo que los fieles rememoran puede cambiar la vida de las personas actualmente?
Es muy difícil. Explicar a un no creyente la esencia del cristianismo es una empresa ardua, porque sin fe parece una doctrina sin sentido, irracional. Se puede explicar en todo caso el sentido de algún rito, de los gestos de culto, pero si no está la Resurrección de Cristo falta el corazón del cristianismo: todo se derrumba, la fe pierde sentido. De nada vale observar el ayuno, hacer buenas obras, rezar de la mañana a la noche, respetar los preceptos y normas… Todo eso no lleva a ninguna parte en sí mismo. Si Cristo no hubiera resucitado, si no existiera la vida eterna, nada tendría sentido. Por otra parte, hablar de la Resurrección con un no creyente es posible porque todos los hombres buscan el sentido de la vida. Si nos ponemos a buscar juntos este sentido, nos toparemos con el problema de la muerte, que pone cada cosa en su sitio, al nivel de la nada. Pero en la medida en que tomemos en serio la muerte, llegaremos forzosamente a comprender que la muerte debe ser derrotada. En este punto podremos explicar qué es lo que celebramos. Es adecuado hablar de la muerte, aunque a la gente no le gusta hablar de eso, sobre todo en el mundo contemporáneo. La Pascua en cambio es siempre un encuentro con la muerte, no puede haber Pascua sin encuentro con la muerte. En su sabiduría, la Iglesia organiza la Semana Santa de tal modo que el fiel debe pasar a través de la muerte para alcanzar la Pascua. La muerte, la desventura, la infelicidad, el pecado, lo que destruye la vida del hombre, se revela en realidad como el recurso mediante el cual podemos percibir toda nuestra necesidad y abrirnos a una comprensión real y existencial de la Pascua.

En una entrevista en el Corriere della Sera, el Papa Francisco declaró: «Todos estamos impacientes por obtener resultados “cerrados”. Pero el camino de la unidad con los ortodoxos quiere decir sobre todo caminar y trabajar juntos». ¿Qué le parece este enfoque? ¿Se corresponde con su experiencia pastoral y personal?
Creo que el camino hacia la unidad comienza sobre todo por reconocer que tenemos en común ciertos pilares inquebrantables y verdades cristianas universales: qué es el hombre, cuál es el camino que lo conduce a Dios, cuáles son las normas y mandamientos de vida a los que atenderse. Son precisamente estas verdades fundamentales lo que debemos custodiar, más que las diferencias dogmáticas, que ciertamente tienen su importancia, pero al final podemos contarlas con los dedos de la mano. En realidad son otras cosas las que dividen a los hombres, de un modo mucho más profundo y radical que los dogmas: me refiero a la memoria histórica, desgraciadamente, a las incomprensiones y heridas que se han creado con el tiempo en las relaciones humanas y que permanecen dolorosamente en la memoria, creando divisiones. En general, sabemos qué nos divide, mientras que el mundo de hoy ya está bastante dividido y necesita justo lo contrario, hacer memoria de nuestras verdades comunes, que son muchas. Tenemos en común lo más serio que existe, algo que el mundo olvida: el amor, la libertad, el hombre criatura de Dios. Debemos custodiar estas cosas como lo más importante que tenemos. Tenemos en común el Evangelio, sus palabras coinciden para nosotros y para vosotros, y tenemos en común la experiencia del Evangelio vivido. Estas cosas – insisto – debemos mantenerlas y no cansarnos nunca de testimoniarlas.

(con la colaboración de Jean-François Thiery)