Se celebra lo que se vive

Carmen Pérez

Los últimos días de la vida de Jesús de Nazaret. Hemos de orar y vivir intensamente lo que aconteció en los últimos días de la vida terrena de Jesús de Nazaret. En estos días supremos Jesús saca de su interior las fuerzas más vigorosas, el amor hasta el final, la entrega más absoluta. Vivimos los últimos días dados por Dios a la naturaleza humana del Hijo de Dios. La omnipotencia del Espíritu santificador está obrando.
Una familia amiga celebraba los 80 años de la esposa, de la madre, de la abuela, de la hermana, de la prima. Una preciosa celebración en la que estaban todos confabulados para darle una gratísima sorpresa, hasta un hijo que estaba muy lejos, vino. Todos participaron y todos colaboraron. Por supuesto los más pequeños con sus representaciones, dibujos, etc. Todo, las técnicas modernas también, al servicio del cariño y de la gratitud, al servicio de los ricos lazos de una familia. La preparación fue ya todo un rito, del que nos enteramos los amigos. Pero tenía que ser una sorpresa y todos guardamos estupendamente el secreto. La celebración fue un éxito en todos sus momentos.
Las auténticas celebraciones, las celebraciones hechas como expresión de los sentimientos más nobles y grandes que hay en el ser humano no se improvisan, y se viven con intensidad. Las celebraciones de verdad, no de cumplimiento, o de “compromiso” social, no tienen una pobre medida. Son la vivencia más cercana de la riqueza humana, de la gratitud, de la fidelidad, del cariño, de la generosidad; vamos, de lo que realmente merece la pena en la vida. Son la expresión de lo que se vive diariamente y sirven de verdaderos oasis.
Pues hablamos de una celebración importantísima, fundamental en la vida humana. Una celebración que va de domingo a domingo. Una semana que para los cristianos es santa, sagrada. Evidentemente me refiero a la celebración de la Semana Santa. Recuperemos el valor de las palabras: semana santa. Una semana de una vivencia profundísima: confiar, rogar, dar, recibir, creer, esperar, agradecer, contemplar, reconocer, vivir intensamente el dolor que redime y salva, gozar. Es una semana de humanidad en el más hondo sentido porque abarca todos nuestros problemas e interrogantes. Y de divinidad porque lo que vivimos es el amor redentor de Dios a la humanidad. Una semana en la que se une la tierra y el cielo. El sufrimiento y la felicidad. El dolor y la alegría. Está sustentada por la conciencia de unos hechos que marcan nuestra vida y destino.
Una semana que es el mejor horizonte para contemplar los más grandes acontecimientos que pueden haber sucedido en la historia de la humanidad y que le dan pleno sentido a todo. Una semana de mirar intensa y personalmente a Jesucristo, de vivir la afirmación poderosa de que nuestra salvación es un hecho. Una medida nueva entró en el mundo desde la Encarnación hasta la Muerte y Resurrección de Cristo. No queremos una religión que esté “al lado de la vida”. Eso está bien, claro. Pero no basta, no se sostiene así. Queremos la Vida. Y ¿qué es la vida? Cuidado, como dice Unamuno, de no convertirla en un ídolo falso. ¿Cuál es la vida digna de nuestro amor y de nuestro cuidado, si no se une a la vida eterna? Nuestra fe, nuestro sentido de la vida, si se quiere ser fiel al hombre y a Cristo, tiene que plantar la cruz en ella, para introducir en ella la muerte vivificadora sin la cual no hay resurrección gloriosa. Los dos latidos del corazón humano: sufrimiento y felicidad se viven así.
Domingo de palmas, de ramos de olivo, es el inicio de nuestra solemne y gran celebración. No es momento de calcular el tiempo de las celebraciones concretas de cada día, y digo cada día: lunes santo, martes santo…Cada día tiene su liturgia y su tiempo, su celebración. Es tiempo de vivir la gran semana santa. Y desde luego es imposible vivirla como usuarios de los que van los domingos a Misa, y “si puede ser el sábado, así la tenemos oída”, ya se ha cumplido, y ya me “vale”. ¿Qué celebración es esa?
Jesús de Nazaret entra en la ciudad de Jerusalén. Todos son presa de una profunda emoción, por lo que han visto y oído. Es fácil imaginar un acontecimiento así. Es algo muy humano. Esta profunda emoción se traduce en alegría, en gritos y alabanzas para Aquel que viene en nombre del Señor, para el Hijo de David. Todos recorren los pórticos, los patios, gritando sin cesar: “Hosanna al Hijo de David”. Intervienen las autoridades y le preguntan si oye y aprueba estas aclamaciones, si acepta la enormidad de oírse proclamar Mesías. Como siempre la contestación clara de Jesús de Nazaret: os digo que si estos callan gritarán las piedras. Los fariseos se decían entre sí: ¿Veis cómo no adelantamos nada? Todo el mundo se ha ido tras él. La pena es que ese ir tras Él ha sido consecuencia sólo de un momento. Aquí está el “quid”: ir de verdad “tras Él”. Jesús públicamente se confirma como el Cristo, el Mesías, el Señor.
Se inicia con un acontecimiento profético: la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Sí, pero una entrada de lo más sencilla: un judío cabalgando sobre un pollino y un pueblo pobre que le aclama portando palmas y ramos de olivo. ¿Qué hubiera dicho un alto oficial romano a caballo, con su brillante armadura, y su legión, – como hemos visto en cantidad de películas – que en ese momento hubiera pasado, y viera la sencillez de lo que ocurría? ¿Nos escandalizamos de los romanos, de los fariseos, de que no Le reconocieran? Y nosotros, ¿qué necesitamos para encontrarnos con Él y reconocerle, pero de tal manera que nuestra vida tenga un nuevo horizonte y una orientación decisiva?
¿Cómo vamos a vivir la celebración de esta Semana Santa? Eso, como ocurre en las familias, depende de lo que se viva. Se celebra lo que se vive. Somos la gran familia de la Iglesia celebrando su Semana Santa.