Algunos novios en la Plaza de San Pedro.

«“Señor, danos hoy nuestro amor de cada día”. Esta es la oración de los novios».

Linda Stroppa

Fui sola. Mi novio no podía acompañarme a Roma por motivos de trabajo, pero fui igualmente a la Plaza de San Pedro. Y me di cuenta de que en el fondo no estaba sola. A mi alrededor había otros veinticinco mil jóvenes procedentes de más de treinta países del mundo para la audiencia con el Papa. Todos llevaban en el rostro una expresión de gran alegría cuando contaban su historia, mientras esperábamos lo que Francisco nos iba a decir.

El correo electrónico que avisó de la iniciativa me llegó hace unas semanas. Se me escapó una sonrisa al leer que para la fiesta de San Valentín el Papa quería encontrarse con los jóvenes que se estaban preparando para el matrimonio. Pero me bastó verle llegar para entender que aquel gesto era mucho más serio que lo que mi corazón había pensado. El Papa respondió a las preguntas de tres parejas: fue una breve catequesis en el tono de una charla. Ante los desafíos del mundo, «no debemos dejarnos vencer por la cultura de lo provisional», nos dijo. «Cuando el amor no es sólo un sentimiento, o un estado de ánimo, sino una relación, entonces es posible amarse sin tener miedo a decir “para siempre”». La vocación matrimonial es como una casa. «No la podemos construir solos. Es un trabajo “artesanal”. Porque el marido tiene la tarea de hacer más mujer a la esposa, y la mujer tiene la tarea de hacer más hombre al marido. De modo que al mirar a una mujer todos puedan exclamar: “¡Qué mujer! Con el marido que tiene, no podía ser de otro modo».

En las palabras del Papa estaba el reclamo de un padre que nos invita a «crecer en humanidad». «Esta tarea no viene por el aire», explicó Francisco. «El Señor bendice. Pero llega por vuestras manos, por vuestras actitudes. Procurad que el otro crezca, trabajad por ello. Para ser más maduros en la fe. Los hijos tendrán esta herencia, la de tener a un padre y a una madre que han crecido juntos, haciéndose el uno al otro más hombre y más mujer».
La “receta” del matrimonio cristiano se encierra en el milagro de las bodas de Caná. «El Señor hace nuevo nuestro amor. Del mismo modo que transformó el agua en buen vino. Nos lo dona de nuevo todos los días: tiene una reserva infinita. Basta con pedir: “Señor, danos hoy nuestro amor de cada día”. Esta es la oración de los novios».

No hizo mención alguna a los límites, defectos o infidelidades. «Todos sabemos que no existe la familia perfecta, ni el marido perfecto, ni la mujer perfecta. ¡Por no hablar de la suegra perfecta», bromeó el Papa: «Existimos nosotros, pecadores. Jesús, que nos conoce bien, nos enseña un secreto: no terminéis nunca una jornada sin pediros perdón, sin que la paz vuelva a vuestra casa, a vuestra familia». Todo el cristianismo está aquí. En esas tres palabras que el Papa no se cansa de repetirnos: permiso, gracias y perdón. «A veces tenemos modales pesados como botas de montaña. Pero hay que dar gracias por el hecho de que el otro existe. La gratitud es una flor que nace en tierra fértil. Y nosotros debemos ser como el décimo leproso que volvió con Jesús».
Nos insistió en la importancia de mantener viva la conciencia de que la otra persona es un don de Dios. «Y a los dones de Dios se dice: “¡Gracias!”». En la vía de la Conciliación estalló un aplauso. Y entonces volvieron a mi cabeza las incertidumbres de los últimos meses, las dificultades que no nunca faltan. Incluso los preparativos de nuestro matrimonio, que a veces me parecen imposibles. «Hacedlo de tal modo que sea una verdadera fiesta, una fiesta cristiana», nos dijo el Papa. Y la verdad es que desde entonces, todo me resulta inesperadamente más sencillo.