Pedro Fabro.

Un sacerdote peregrino, "amigo" de Bergoglio

Paola Ronconi

«El diálogo con todos, su piedad sencilla, cierta probable ingenuidad, su disponibilidad inmediata, su atento discernimiento interior, el ser un hombre de grandes y fuertes decisiones que hacía compatible con ser dulce, dulce…». Parece la descripción perfecta del papa Francisco, de cómo se mueve entre la gente, de cómo guía el timón de la Iglesia. Sin embargo son las palabras de su respuesta a una pregunta del Antonio Spadaro, en la famosa entrevista que le hizo en septiembre. El director de La civiltà cattolica preguntó al pontífice si había figuras, en la historia de la Compañía de Jesús, a las que Francisco miraba particularmente: la respuesta fue el jesuita Pedro Fabro.

El joven Pedro pisó por primera vez la París universitaria en 1525 procedente de un pueblo de la diócesis de Ginebra, Villoret, en la Alta Saboya, donde su familia, desde su nacimiento en 1506, quería que se dedicase al trabajo del campo. Pero eso no le impidió cultivar su inteligencia y una profundidad espiritual considerable, tanto que su padre terminó por rendirse y enviarlo a la escuela de La Roche, con el maestro Veillard, un gran humanista y educador cristiano. La posibilidad de acceder a una educación básica no aplacó su ánimo y así consiguió ayuda de un primo suyo, prior de la Cartuja de Reposoir, para poder continuar sus estudios en París, en la Universidad de la Sorbona.

Su compañero de habitación en el colegio universitario de Santa Bárbaro era un navarro de su misma edad, llamado Francisco Javier. Entre ambos nació inmediatamente una profunda amistad que tenía que ver con todo: el estudio era para ellos el lugar donde se despertaban sus preguntas más profundas. En 1526 superan juntos los exámenes de latín (lengua oficial en la universidad de entonces) y pasan a la facultad de filosofía.
En 1529 llega al colegio un caballero vasco, unos quince años mayor que ellos. Una herida en la pierna durante el asedio de Pamplona en 1521, le había obligado a una larga convalecencia, durante la cual maduró su intención de abandonar la vida caballeresca para seguir a Cristo, concretamente dedicándose al bien espiritual de los demás. Así que empezó a estudiar y llegó a París, donde encontró un sitio en la habitación del colegio de Santa Bárbara con Pedro y Francisco Javier. Era Íñigo de Loyola, que pronto latinizará su nombre a Ignacio, en honor al santo obispo mártir san Ignacio de Antioquía.

Los primeros meses tiene que “repetir” en latín y filosofía. Pedro se ofrece para ayudarle y encuentra en ese compañero de habitación mayor que él a un «maestro de experiencias interiores».
En los diarios (Memorial) que Fabro empieza a escribir en 1542 habla del encuentro con Ignacio: «Bendita sea por siempre la divina Providencia que así dispuso las cosas para mi bien y salvación».
Además de Pedro y Francisco, otros jóvenes empiezan a reunirse en torno a Ignacio, atraídos por su capacidad para conocer profundamente al otro.

¿Pero qué es lo que atormenta al joven Pedro? La extraña mezcolanza entre saber, piedad e imprudencia que la París estudiantil ofrecía a sus huéspedes le confundía. No sabe si dedicarse a la medicina, al derecho o a la teología, no sabe si optar por el matrimonio o entrar en una orden religiosa. Examen de conciencia cotidiano y sacramentos: esta es la tarea espiritual que Ignacio le propone, ejercicios del alma para alcanzar una identidad interior madura. Será uno de los puntos cardinales de la futura Compañía de Jesús.

En 1534 Ignacio considera a Pedro lo suficientemente maduro y le da sus “Ejercicios espirituales”, una serie de meditaciones, contemplaciones y reflexiones para ayudarle a comprender su camino. Durante seis días y seis noches Pedro no come ni bebe. Sólo toma la Comunión.
Un voto de castidad perpetua que había hecho en un prado a los doce años muestra entonces su carácter profético: el 30 de mayo de 1534 es ordenado sacerdote.

El 15 de agosto de ese año, Ignacio, Pedro, Francisco y otros cuatro compañeros se encuentra en la capilla de San Dionisio, en Montmartre. Fabro, el único sacerdote, celebra la misa y luego hacen juntos un voto ante la hostia consagrada: ir a Jerusalén en peregrinación para ponerse totalmente a disposición del Papa, «dejando familias y redes», como los apóstoles. Nace así la Compañía de Jesús.
En 1537 el papa Pablo III les nombra predicadores apostólicos: pueden predicar en cualquier lugar. En 1540 la Bula papal Regimini militantis Ecclesiae aprueba formalmente la Compañía.
No conseguirán llegar a Jerusalén, pero solos o por grupos darán la vuelta a Europa, donde cada vez va tomando más fuerza el protestantismo.

Pedro es un sacerdote “peregrino”: lleva a Jesús a las familias que le acogen, se confían a él tanto personas sencillas como reyes y nobles (incluido Carlos V y el Duque de Saboya) por ese don suyo de saber entrar en la situación de cada uno; el discernimiento será uno de los pilares del carisma jesuita. «El Señor convierte a quien quiere», escribe en su su Memorial: «Por eso mi tarea no es convertir sino testimoniar que Dios existe y que yo le he encontrado; mi misión es testimoniar con mi vida el amor de Dios», “estar”, encontrarse en el lugar adecuado cuando los hechos suceden y los corazones se convierten; ser sacerdote para sostener a las almas en su combate espiritual, para ayudarlas a hacer discernimiento y llevar consuelo a sus sufrimientos, también físicos. Aunque a menudo «debo abandonar un lugar cuando tengo grandes motivos para quedarme». «Es uno que hace brotar agua de la roca», decía de él san Ignacio, señalándole como el guía espiritual más eficaz entre los suyos «en el don de guiar las almas hacia Dios».
De camino a Villaret, su pueblo natal, en Francia, con un grupo de compañeros, fue arrestado y encarcelado por las tropas francesas en guerra contra los españoles, pero conquistó a sus carceleros, que pronto acabaron liberándolos a todos. Participó en la Dieta de Worms, donde líderes protestantes y católicos trataron de dialogar; y en 1541 estuvo en Ratisbona, en la Dieta imperial.

Si Ignacio, un contemplativo en acción, rezaba diciendo: «Señor, dime qué debo hacer para que tu gloria sea siempre mayor»; Pedro, un activo en contemplación, rezaba: «Señor, hazme entender el sentido de lo que hago». En su Memorial, todos los días invoca a los santos del calendario litúrgico o a los que son venerados en las regiones por las que pasa. Se convierten así en «presencias vivas», compañeros de su peregrinación.
En 1543 se encuentra en Colonia para apoyar a los católicos de la ciudad contra los posicionamientos luteranos de su obispo. Estando en Amberes, poco antes de embarcar empieza a sufrir fiebres tercianas, pero llegará a Lovaina, Portugal, Coimbra, Salamanca, Valladolid.
En 1546 el Papa le llama a Roma: le nombra teólogo en el Concilio de Trento, pero el “sacerdote peregrino” no podrá hacerlo: su fatigosa vida y la fiebre acaban con él a los cuarenta años, en Roma.
Pío IX le beatifica en 1872. El Papa Francisco podría canonizarlo en breve, sin seguir el proceso canónico, mediante un procedimiento particular reservado a figuras del pasado con clara fama de santidad.