El profesor Massimo Borghesi.

Un hilo rojo que une a Ratzinger y Bergoglio

Luca Fiore

Francisco y Benedicto son distintos, a veces muy distintos. Saltaba a la vista desde el primer momento, cuando oímos hablar al nuevo Papa desde la logia central de San Pedro nada más ser elegido. ¿Sólo cuestión de estilo? ¿O algo más? El debate es candente. Algunos dicen: no, entre ellos existe una continuidad sustancial. Sin embargo, si empezamos a considerar cómo entienden ambos pontífices la relación entre Iglesia y poder político, o el papel de los cristianos en la política, los ánimos se caldean y parece que las cuentas no cuadran. ¿Pero de verdad es así? Para Massimo Borghesi, profesor de Filosofía moral en Perugia, también en esta cuestión ambos viajan en el mismo tren. Que es el tren de San Agustín.
Borghesi acaba de publicar en Italia Critica della teologia politica. Da Agostino a Peterson: la fine dell’era costantiniana (Crítica de la teología política. De Agustín a Peterson: el fin de la era constantiniana – Marietti, 2013) donde por “teología política” el filósofo entiende esa concepción según la cual lo “teológico” se implementa a través de lo “político”. A esto se contrapone la “teología de la política”, donde la relación entre ambas esferas no es mecánica sino mediada por la moral, por el derecho y por el contexto en que se actúa. Es el mensaje del De civitate Dei de Agustín, quien, según Borghesi, es el faro que guía tanto al Papa emérito como al Pontífice llegado desde los confines del mundo.

Muchos han recibido ciertas afirmaciones del Papa Francisco sobre la relación entre la Iglesia y la esfera pública como una novedad con respecto a las posiciones de sus predecesores. ¿Verdaderamente nos encontramos ante una ruptura con el pasado reciente?
El debate se está configurando según la alternativa habitual, que divide entre tradicionalistas y modernistas. Donde los primeros tratan de atraer hacia sí a Benedicto XVI y los segundos, a Francisco. Más allá de la evidente diferencia entre el estilo de ambos, yo veo un hilo rojo que une los dos pontificados.

¿Cuál?
Tanto Benedicto como Francisco critican la mundanización de la Iglesia. Ratzinger habló en vísperas de su pontificado de la «inmundicia» dentro de la Iglesia, pidió transparencia en los escándalos de pedofilia y siempre intentó volver a proponer una Iglesia evangélica. Todo esto lo reencontramos, incluso exaltado en sus formas exteriores, en el pontificado de Bergoglio. Lo que los une es su forma de mirar hacia la Iglesia de los primeros siglos. No es casual que tanto Benedicto como Francisco tengan en San Agustín un punto de referencia esencial.

¿Que quiere decir?
Decir Agustín significa hablar de una Iglesia que hunde sus raíces en la era patrística, todavía no dominada por la idea del sacro imperio. Ratzinger escribió muchas veces sobre esto, indicando como modelo para la Iglesia de hoy no el medieval sino el de las primeras comunidades cristianas que viven en un contexto pagano. Es una Iglesia respetuosa de la laicidad del Estado y de sus ordenamientos. Agustín, para Ratzinger, significa una distinción clara entre las dos “ciudades”, entre la gracia y la naturaleza, entre escatología e historia. Significa la crítica de la teología política. Como él mismo escribe: «El cristianismo, en contraste con sus deformaciones, no ha situado el mesianismo en lo político. Ha procurado siempre desde el principio, por el contrario, confiar lo político a la esfera de la racionalidad y de la ética. Ha enseñado la aceptación de lo imperfecto y lo ha hecho posible. En otras palabras, el Nuevo Testamento implica un ethos político, pero no una teología política». Es una posición similar que hace posible una distinción clara entre los reinos, la diferencia entre Estado e Iglesia, la crítica al integrismo y al reconocimiento (moderno) de la esfera de la laicidad fundamental para la vida del Estado democrático.

Sin embargo, ni siquiera Agustín, como explica en su libro, fue siempre claro en la distinción entre las tareas del Estado y de la Iglesia. Es una dificultad que la Iglesia ha padecido durante mucho tiempo. ¿Por qué?
Es el gran drama que recorre la obra de Agustín. Dada la gran influencia que tuvo durante el medievo, hay un factor que comportará graves consecuencias. Estoy hablando del punto de inflexión que provoca el obispo de Hipona a partir del año 404-405. Hasta aquel momento había una absoluta libertad religiosa y el Estado no debía interferir sobre esta cuestión. Agustín, sustancialmente, se atuvo al Edicto de Constantino del 313, que aseguraba la libertad religiosa para todos, paganos y cristianos. Luego el emperador Honorio, tras el asesinato de un obispo africano a manos de bandas criminales que apoyaban a los donatistas, aplica a estos herejes las mismas leyes que regían contra los maniqueos: confiscación de sus bienes y penas muy duras. A petición del resto de obispos africanos, Agustín corrige su idea primera y se convence de que la intervención del Estado también puede ser oportuna para perseguir a los herejes.

¿Por qué es tan importante este episodio?
Porque así el Estado se convierte a todos los efectos en un Estado confesional que admite sólo la religión católica, como quería Teodosio. El Estado ya no puede aceptar la posición de los herejes que, independientemente de los actos que realizan, son juzgados y condenados. En términos modernos: no tienen los mismos derechos civiles que los creyentes “ortodoxos”. Este punto de inflexión agustiniano influirá con fuerza en el periodo sucesivo, servirá como legitimación de la persecución de los herejes.

Si es así, ¿por qué se vuelve entonces a Agustín?
Porque la cuestión agustiniana no se agota en este relevante cambio de su pensamiento. La Ciudad de Dios, escrita después del saqueo de Roma por Alarico, en el 410, es una obra que se sitúa plenamente en el ámbito de la libertad religiosa y de la distinción entre Iglesia y Estado previa al Edicto de Tesalónica, con el que Teodosio, en el 380, promulgó el catolicismo como religión única del imperio. En su obra, Agustín, respondiendo a los paganos que vinculaban la desgracia de la ciudad eterna con el abandono de los dioses antiguos, separaba ambas ciudades, la de Dios y la del mundo. El Estado es una realidad secular, no político-religiosa, y el Dios cristiano no es el Dios de los ejércitos, que garantiza la gloria y el poder. De tal modo, el emperador también puede ser cristiano, pero no puede serlo el imperio. No es competencia del Estado edificar la religión sino conservar la paz, un valor que está en el corazón de todos, cristianos y paganos. Se abre de este modo la posibilidad de comprender una esfera “laica”, el ámbito de lo temporal diferenciado de lo teológico-espiritual. Una novedad absoluta derivada de la distinción entre los reinos realizada por Cristo.

Otro punto de eterno debate es la relación entre la Iglesia y la modernidad. A menudo se habla de ello como de un conflicto irreparable.
Aquí nos encontramos ante un problema que también es de orden cultural. En el sentido de que verdaderamente quizá se tenga la impresión de que el Concilio Vaticano II aún no ha sido incorporado a la conciencia católica común. El Concilio representa un punto de inflexión en la relación entre Iglesia y modernidad. Aquí radica su importancia, en el sentido de que cierra un capítulo, el del desencuentro frontal entre Iglesia y modernidad, como se entendió durante todo el siglo XIX y parte del XX. Se abrió entonces una etapa caracterizada por una relación crítica pero también positiva.

¿En qué términos se planteaba este enfrentamiento?
En el siglo XIX la Iglesia tenía enfrente a un Estado liberal decididamente hostil. Por no hablar de los totalitarismos del siglo XX. Ambos, el Estado laico del XIX y el totalitario del XX, se opusieron a la Iglesia en términos fuertemente agresivos, anticlericales y perseguidores. La Iglesia, como reacción, se cerró en sí misma, anhelando los tiempos del Sacrum Imperium medievale. Miraba al pasado como a un tiempo mítico e ideal y se contraponía a toda la modernidad, a la que veía como el tiempo de la caída y de la perversión.

¿Qué produjo ese punto de inflexión?
Al final de la Segunda guerra mundial, la propia modernidad se hizo, en parte, autocrítica respecto a sí misma. El totalitarismo interpeló a la propia modernidad y, en paralelo, la Iglesia también aprendió a tener una relación distinta con la democracia moderna. Esto no sólo a la luz de la experiencia americana, sino también a la de las democracias cristianas europeas. Hubo un proceso de acercamiento entre ambas partes. Todo eso llevó al resultado del Vaticano II, con la Gaudium et Spes y sobre todo con la Dignitatis Humanae, el documento dedicado a la libertad religiosa.

Algunos interpretaron ese cambio como una ruptura con el pasado.
Sí, los tradicionalistas lo condenaron como una traición a la tradición. Los modernistas lo celebraron como una victoria y una ruptura radical con la Iglesia “constantiniana”. Lo que ninguno de ellos vio era que la Iglesia, en realidad, al distinguir entre principios y aplicaciones (contingentes), abandonaba el modelo teológico-político impuesto después de Teodosio y recuperaba la tradición de los primeros cuatro siglos. Es la Iglesia de los padres: Tertuliano, Lattanzio, Hilario, Atanasio. La que encontró en el Edicto de Constantino su fórmula ideal. Los Padres afirmaban la libertad religiosa como un derecho natural, propio de todos los hombres, porque el culto a la divinidad no podía venir impuesto. Entonces, lo que el Concilio hizo es recuperar la tradición más original de la Iglesia. Es interesante destacar que el encuentro con lo moderno sucede precisamente a partir de la recuperación de la tradición patrística.

¿En qué consiste este aspecto?
Es justamente el tema de la libertad religiosa. La idea de Estado confesional, la idea del Sacrum Imperium, es la que hace estallar las guerras de religión. La Europa moderno nace en el momento en que la religión pasa a ser de factor de unión a motivo de enfrentamiento. Es aquí donde nace el estatalismo moderno, porque si las confesiones religiosas dividen, entonces el Estado se afirma como el factor único de unidad. De ahí surge también el racionalismo moderno. Siguiendo la misma dinámica: la fe divide, sólo la razón puede unir. Así nace la Ilustración. La esfera moderna de la “laicidad” se afirma de este modo contra la religión.

En el debate actual, por una parte se pide que la Iglesia no interfiera en los asuntos políticos; por otra, en ciertos casos el Estado hace leyes que van en contra de lo que la Iglesia afirma…
Ante todo hay que decir que la Iglesia tiene derecho a expresarse a nivel público con la más absoluta libertad. Dicho esto, me parece que en la perspectiva del actual Papa, la tarea esencial de la Iglesia es comunicar a Cristo al mundo. Antes que nada viene la comunicación del contenido de fe y de su testimonio lleno de misericordia. Esto no significa que a la Iglesia no le importe la defensa de los valores naturales, básicos en el desarrollo de la sociedad y de las instituciones. Pero su tutela corre a cargo, in primis, de los católicos laicos, que deben afirmarlos en sus respectivos lugares. El Papa Francisco tiene un profundo sentido de la autonomía y de la responsabilidad del laicado cristiano comprometido en lo temporal. Es la recuperación de la distinción que reclamaba el Concilio, por la cual « Es de suma importancia, sobre todo allí donde existe una sociedad pluralista, tener un recto concepto de las relaciones entre la comunidad política y la Iglesia y distinguir netamente entre la acción que los cristianos, aislada o asociadamente, llevan a cabo a título personal, como ciudadanos de acuerdo con su conciencia cristiana, y la acción que realizan, en nombre de la Iglesia, en comunión con sus pastores» (Gaudium et Spes, 76).

Cuando el Papa Francisco afirma: «No podemos seguir insistiendo sólo en cuestiones referentes al aborto, al matrimonio homosexual o al uso de anticonceptivos», no pretende entonces parar a los católicos en las políticas sobre estos temas…
Al Papa le interesa ante todo la situación de la Iglesia en su relación con la vida de la gente. Por una parte, está la percepción de que el contenido elemental del cristianismo no se conoce. Por otra, el drama de la vida de personas abandonadas a sí mismas y sin consuelo. Por eso dice: la Iglesia es un hospital de campaña y debe ser fuente de misericordia. Otra cosa es el deber que incumbe a los individuos particulares y a los grupos de cristianos que tienen una responsabilidad pública, que evidentemente tienen la tarea de defender esos principios naturales que están en la base de la convivencia humana. No son solamente valores “cristianos” aunque el cristianismo, históricamente, ha aclarado su significado. Hay que destacar, sin embargo, que esta defensa de los valore fundamentales, continuamente puestos en discusión por el proceso de secularización, a menudo se concentra en un pequeño grupo de valores, ciertamente relevantes, omitiendo los de carácter más social, como el tema de la pobreza, la tutela de los más débiles, etc, que en la economía del bien común no pueden caer en el olvido. Eso permite ampliar el espectro de acción política de los laicos cristianos y sustraerla de la lógica de las facciones.

Pero hoy parece muy difícil defender “valores no negociables”. ¿Es una partida perdida?
En la esfera pública las motivaciones que nacen de la experiencia de la fe y de la humanidad propia de un ambiente cristiano deben traducirse a un ámbito laico y por tanto deben estar motivadas por su valor público, con argumentaciones y ejemplos convincentes. De ahí nace un debate cultural y político que debe demostrar que está a la altura de los desafíos, que es capaz de valorar, en el ámbito de la sociedad civil, ese conjunto de experiencias, de solidaridad, de prácticas alternativas, que pueden actuar como paradigmas para el bien común. Los “valores no negociables” deben encarnarse de manera que la política y la cultura puedan reconocer su valor normativo y darles relevancia pública.