El Papa Francisco y la Virgen de Fátima.

«La fe de María desata los nudos de nuestro pecado»

Linda Stroppa

La bala del atentado a Juan Pablo II sigue allí, encastrado en su corona. Sus manos unidas en el pecho sujetan con fuerza un rosario. La estatua de la Virgen de Fátima cruzaba la plaza de San Pedro en una procesión de pañuelos blancos. Cien mil personas se dieron cita en Roma para darle gracias y rezarle.

El Papa Wojtyla consagró a María, “madre de la Iglesia”, su Pontificado. Bajo su protección, Benedicto XVI abrió el Año de la Fe. El domingo 13 de octubre, el Papa Francisco quiso que la efigie de la Señora de Fátima estuviera en Roma, en el aniversario de su última aparición a los tres pastorcillos portugueses. «Soy la Virgen del Rosario», explicó María a Jacinta, Francisco y Lucía en 1917. En plena guerra mundial, el mensaje que esos niños debían llevar al mundo estaba claro: «Que recen todos los días el Rosario. Que se enmienden y que pidan perdón por sus pecados. Que no ofendan más a Dios, que ya está muy ofendido».

La oración a la Virgen es antídoto contra el pecado. Así lo explicó el Papa durante su catequesis en la plaza, el sábado por la tarde: «La fe de María desata el nudo del pecado». ¿Qué quiere decir? «Cuando no escuchamos a Dios y no seguimos Su voluntad», dice Bergoglio, «somos como los niños que desobedecen a sus padres» porque no confían. Y así, sobre todo si hay una mentira de por medio, en nuestra relación con Dios «se forma un pequeño nudo. Es peligroso, porque varios nudos pueden convertirse en una madeja». Los nudos de nuestros pecados pesan en nuestro corazón como una piedra. «Pero para la misericordia de Dios nada es imposible. Hasta los nudos más enredados se deshacen con su gracia. Y María, que con su sí ha abierto la puerta a Dios para deshacer el nudo de la antigua desobediencia». Así, dice Bergoglio, gracias a ella, «es como si Dios adquiriera carne en nosotros».

Los peregrinos no dejaban de mirar al Papa Francisco. Pero su mirada estaba fija en la imagen de la Virgen. Hace falta seguir esa misma trayectoria para comprender el camino. «María es santa por su fe, porque la mirada de su corazón siempre estuvo fija en Dios». Continúa Bergoglio: «¡La mirada! ¡Qué importante es! ¿A quién mira la Virgen María? Nos mira a cada uno de nosotros. ¿Y cómo nos mira? Con ternura y misericordia. Cuando estamos cansados, desanimados, bloqueados por los problemas, mirémosla a Ella, sintamos su mirada que dice a nuestro corazón: “Ánimo, hijo, ¡yo te sostengo!”».

En la figura de la Virgen – explicó el Papa durante la misa del domingo – «Dios nos sorprende», como sorprendió a María. «Rompe nuestros esquemas, pone en crisis nuestros proyectos, y nos dice: fíate de mí». Pero hace falta fidelidad para seguirle. No basta con decir sí sólo una vez. «María ha dicho su “sí” a Dios. Pero no ha sido el único, más bien ha sido el primero de otros muchos “sí” pronunciados en su corazón. (…) Piensen hasta qué punto ha llegado la fidelidad de María a Dios: hasta ver a su Hijo único en la Cruz». Entonces, dice el Papa, preguntémonos: «¿Soy un cristiano a ratos o soy siempre cristiano?».

Francisco pidió silencio varias veces. Dedicaba tiempo a contemplar la estatua de la Virgen, que durante la noche había estado acogida en el Santuario del Amor Divino, a la entrada de Roma, durante una vigilia de oración que siguieron en conexión vía satélite trece santuarios marianos de todo el mundo. Ese silencio era el momento de una solemnidad percibida y concreta, que llegó a su culmen cuando el Papa pronunció el Acto de consagración en presencia de otros miles de sacerdotes. «Beata Virgen María de Fátima, uniendo nuestra voz a la de todas las generaciones que te llaman beata, custodia nuestra vida entre tus brazos. Reúne a todos bajo tu protección».

El amor de Dios es un amor total, dijo de nuevo el Papa Francisco en un mensaje transmitido por vídeo con motivo de la beatificación de 522 mártires españoles asesinados durante la guerra civil de los años treinta. «Los mártires son cristianos conquistados por Cristo. Como ellos, también nosotros debemos testimoniar que no existe el amor a ratos, a trozos, sólo el amor total, porque cuando uno ama, ama hasta el final».

No es la primera vez que la estatua original de la Virgen de Fátima, conservada en la capilla de las apariciones, sale del santuario portugués. La primera consagración a la Virgen tuvo lugar durante el pontificado de Pío XII, el 31 de octubre de 1942, en plena Segunda Guerra Mundial. La estatua volvió a visitar el Vaticano el 25 de marzo de 1984. Aquel día, Juan Pablo II pidió la protección del mundo al corazón inmaculado de María. Luego entregó al entonces obispo de Leiria-Fátima, monseñor Alberto Cosme do Amaral, la bala que le dispararon en el atentado de Ali Agca, el 13 de mayo de 1981. Lo cierto es que, si bien una mano había disparado, «había otra – la de la Virgen – que desvió el golpe».
El último acto de consagración fue el 8 de octubre del año 2000. «La humanidad está en una encrucijada. Posee hoy instrumentos de potencia inaudita. Puede hacer de este mundo un paraíso o reducirlo a un cúmulo de escombros», dijo en aquella ocasión el Papa Wojtyla. Palabras que parecen proféticas a la luz de la tragedia del 11 de septiembre.

En estos primeros meses de pontificado, el Papa Francisco ha mostrado en muchas ocasiones su profunda devoción a María. Después de recordar a la Virgen de Fátima en su primer Angelus, el 17 de marzo, Bergoglio pidió en dos ocasiones al cardenal José Policarpo, entonces patriarca de Lisboa, «consagrar su ministerio a Nuestra Señora de Fátima». La celebración tuvo lugar el pasado 13 de mayo. «Estamos a tus pies, los obispos de Portugal y una multitud de peregrinos, en el 96º aniversario de tu aparición a los pastorcillos – le decía Policarpo – para cumplir el deseo del Papa Francisco, manifestado claramente, de consagrarte a ti, Virgen de Fátima, su ministerio como obispo de Roma y pastor universal».