El Papa en Lampedusa.

Una libertad capaz de mirar cualquier cosa

Luca Doninelli

La primera imagen que se queda grabada en la mirada tras haber sido testigo de la histórica visita del papa Francisco a la isla de Lampedusa es la de la estatua de madera de María Estrella del Mar, o Virgen del Puerto Seguro, colocada junto al altar construido con restos de una barca, donde el Papa celebró la misa.
Una estatua que parecía haber sido también ella arrastrada por las corrientes que azotan este trozo del mar entre la costa tunecina y la isla de Malta, donde Lampedusa marca la frontera meridional de Europa.
No es una obra de arte, sino algo más: sus trazos y los del Niño son tal vez demasiado gruesos, y las coronas sobre sus cabezas no eliminan, más bien acrecientan la idea de pobreza y precariedad. Ahí radica su fuerza: no es tan bella como la madonna de Rafael, o de Bellini, ni está sentada en su trono. Pero se parece, en los rasgos y en la vestimenta, a las madres a las que ha prestado socorro durante estos años, y a aquellas que no ha podido salvar de la muerte. Al lado, el cementerio de barcas, del que algunos artesanos, con extraordinario celo, obtuvieron el material necesario para construir el altar, el atril y el cáliz.

El rito se preparó de prisa, y se notaba. Los gestos simbólicos, como las flores lanzadas al mar en recuerdo de los muchos muertos – los que conocemos y los innumerables de los que nunca nada se supo, ninguna línea sobre ellos en ningún periódico – dejan paso a una concreción que es la seña de identidad de este Papa, su modo de caminar en la profundidad de nuestro tiempo.
Él mismo lo decía hace unos días: «La Virgen va deprisa». La Virgen corre, siempre corre, para salvar a aquellos que su Hijo le confía, aquellos que la invocan, aquellos que no la invocan porque no la conocen pero que igualmente invocan el nombre de sus madres, sus hijos.
Es la misma prisa del papa Francisco, que al inicio de la homilía, antes de comentar las lecturas, antes de hablar de la “globalización de la indiferencia”, antes de la trágica constatación de que hemos perdido («todos, también yo») la capacidad de llorar por el dolor del mundo, antes de todo esto testimonió la urgencia que le ha llevado hasta Lampedusa.
La lectura de una trágica noticia, el llanto de dolor, la decisión de partir. No podemos subestimar este gesto de libertad, porque cada palabra de su homilía tiene su origen en esta libertad sorprendente, capaz de superar toda (aunque legítima) prudencia. No ha seguido un protocolo, ningún programa previo, sólo su corazón.
El viaje a Lampedusa no estaba programado, pero hacía falta decir una palabra cuanto antes, no sólo a los jefes de las naciones, sino a todos nosotros, porque a la “globalización de la indiferencia” no escapa ni siquiera el Papa, y por eso hay que luchar, sin perder un minuto.

La impecabilidad del rito deja ciertos huecos por los que se cuelan muchos eventos memorables, como el coloquio de Francisco, al detenerse un momento en el muelle con un grupo de inmigrantes, o la implicación de tanta gente – me impresionó la cantidad de sacerdotes jóvenes – que se encarga de asumir tareas imprevistas. Destacan las personas, su compromiso personal, sus rostros, sus sentimientos. Al término de la celebración, el papa Francisco intercambia algunas palabras de profunda gratitud con el párroco de Lampedusa, agradece su generosidad y su compromiso. Las cámaras persiguen a este hombre que se conmueve hasta las lágrimas, no tanto – al menos eso creo – para alabar al Papa, sino por lo que esa alabanza obliga a pensar: ante todo dolor, ante toda fatiga, ante toda injusticia que pasa ante sus ojos, el socorro de Dios, de la Virgen y de la Iglesia, que no es sólo ayuda material o apoyo psicológico sino una profundidad de la mirada, un socorro a la inteligencia de las cosas.
Quién sabe cuánto bien ha hecho y hace, cada día, este hombre. Pero las palabras del Papa acrecientan su conciencia, su alegría por las vidas salvadas, su dolor por las que no se han podido salvar, y los rostros de todos los pobres que ha conocido acuden a su mente más valiosos y queridos que nunca.
No podemos evitar que sean precisamente esos pobres los que, un día, nos juzguen y hagan inclinar la voluntad de Dios por la salvación o por la perdición. Ir al Paraíso es fácil, decía un gran amigo mío que ya no está entre nosotros: basta con querer ir. Y el primer signo de que uno quiere ir está en el anhelo sin reservas que la realidad – y sobre todo el dolor – suscita en nosotros.