El cardenal Marc Ouellet.

Un Amor que abrazó al pueblo guaraní

Anna Minghetti

Una de las panorámicas más hermosas de Roma es la que se contempla en el Trastevere, donde se encuentra la sede de la Real Academia Española, donde se acaba de celebrar la Semana Paraguaya, con la colaboración también de la Pontificia Academia de América Latina. El motivo ha sido la coincidencia de importantes aniversarios, como el bicentenario de la proclamación de la República del Paraguaya y el 25 aniversario de la canonización de San Roque González de Santa Cruz y de la visita de Juan Pablo II a este país sudamericano. En este evento también ha participado el Meeting de Rimini, que ha llevado al emblemático claustro de la Academia la exposición Una vida feliz para Dios y para el Rey. La aventura cotidiana en las reducciones del Paraguay.

En este claustro y dentro de la fascinante experiencia de las reducciones – un ejemplo admirable del encuentro fecundo entre el cristianismo que portaban los misioneros jesuitas y las poblaciones indígenas de América Latina – es donde se desarrolló toda una semana llena de momentos significativos y marcada por una gran belleza. Como la del espectáculo ofrecido por Daniela Lorenz, una arpista del Paraguay que encandiló al público la noche inaugural. Una música luminosa y llena de nostalgia que se intercalaba con las palabras del cardenal Marc Ouellet, prefecto de la Congregación de los Obispos y presidente de la Pontificia Comisión para América Latina, y el padre Aldo Trento, misionero en Asunción.

Ouellet señaló que no fue un ferviente católico sino nada menos que Voltaire quien definió las reducciones del Paraguay como «triunfo de la humanidad». Triunfo de la humanidad de un puñado de jesuitas que se entregaron totalmente para que las tribus guaraníes pudieran encontrarse en unas condiciones materiales, culturales y religiosas que les permitieran afirmar el valor de su propia humanidad. El espectáculo de las reducciones fue posible porque estos religiosos se movieron únicamente por amor a la vida y al destino de los hombres que encontraron. Sólo una compañía y una amistad capaces de abrazar la vida entera del que tenían delante pudo crear algo a lo que no podría llevar ni la simple protesta ni la mera denuncia de los sufrimientos de las poblaciones indígenas.

El padre Aldo Trento, sacerdote de sangre veneciana pero paraguayo de adopción, también puso en evidencia cómo el anuncio cristiano no entra de ningún modo en contradicción con el deseo de Dios que el pueblo guaraní tenía dentro de sí, es más, representa precisamente su cumplimiento. Un pueblo con un fuerte sentido religioso, cuyo concepto de Dios se puede sintetizar en la palabra “tu-pa”, expresión que une la maravilla por las cosas y la pregunta por Su artífice. Un pueblo nómada, en continua búsqueda de la “Tierra sin mal”, que al encontrarse con los jesuitas finalmente pudo descubrir la existencia de una meta real para ese viaje que parecía no tener fin.

La dedicación extrema de los religiosos al cuidado de estas poblaciones se hizo incluso más evidente al día siguiente, con el testimonio de la vida de San Roque González de Santa Cruz, el primer paraguayo de la historia en ser canonizado, que se atrevió a llevar «el estandarte de nuestra salvación (la cruz) allí donde no llegaron las banderas españolas». Su figura fue el punto central de un encuentro en el que participaron el secretario de la Pontificia Comisión de América Latina, Guzmán Carriquiry, y el padre Fidel González, profesor de Historia de la Iglesia en las Pontificias Universidades Gregoriana y Urbaniana. Durante el debate, recordaron a muchos misioneros que, como González de Santa Cruz, llegaron hasta el martirio para anunciar a Cristo resucitado a las poblaciones del Nuevo Mundo. Hombre que, como recordó Juan Pablo II con motivo de la canonización de estos primeros protomártires del Paraguay, abandonaron una vida tranquila en la casa paterna para mostrar su amor a Dios y a sus hermanos, un amor ennoblecido por una robusta fe y una sólida esperanza, que no sucumbía ni siquiera frente al azote de sus verdugos.