Monseñor Silvano Tomasi.

«También en inmigración el punto de partida es la naturaleza humana»

Anna Minghetti

El 15 de abril, la Pontificia Universidad Lateranense acogió un encuentro titulado Diálogo intercultural y migraciones. El papel del derecho y las instituciones internacionales. Los protagonistas, “dos migrantes excelentes”, como los definió el rector, monseñor Dal Covolo: el embajador William Lacy Swing, director general de la Organización Internacional para las Migraciones; y monseñor Silvano Tomasi, representante permanente de la Santa Sede en la Organización Internacional para las Migraciones, además de observador permanente de la Santa Sede para las Naciones Unidas.
Entre los temas principales del debate, la dignidad humana, que siempre debe ser el punto de partida y el timón para cualquiera que tenga una tarea en la política. Además de un de las grandes preocupaciones de la Iglesia en la actualidad. Aunque «su mensaje siempre se ha centrado en esta cuestión», señaló Tomasi. Sin embargo, hoy asistimos a concepciones muy distintas de esta idea de dignidad. «La evolución de la comprensión de la dignidad de la persona tiene consecuencias muy prácticas», explicó el obispo al término del encuentro. «Si partimos de los grandes documentos internacionales, redactados tras la Segunda Guerra Mundial, como la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, encontramos un consenso unánime respecto al hecho de que el centro de interés es la persona y su valor. Una visión apoyada por filosofías y religiones que, recorriendo caminos distintos, llegaban a la misma conclusión.

¿Qué ha cambiado entonces?
Ha habido una evolución por la que nos encontramos con dos antropologías diferentes enfrentadas. Por un lado, la de un hombre abierto a la trascendencia; y por otro, la de un individuo cerrado sobre sí mismo que, al suprimir su relación con los demás, se encamina hacia una especie de suicidio. Esta antropología comienza a afirmarse también a nivel jurídico, y de ahí derivan los resultados que bien conocemos por ciertos debates. El papel de la Santa Sede en la arena internacional, por tanto, es el de promover los valores fundamentales que verdaderamente protegen a la persona humana. En este servicio solemos encontrarnos con la resistencia de los gobiernos, que se mueven a partir de visiones distintas del bien de la comunidad y del individuo. Por eso hay que tratar de argumentar del modo más razonable y profesional posible nuestro punto de vista, para que pueda ser compartido por otros. Y no siempre conseguiremos hacerlo. Pero hay que seguir adelante. Todos quieren escuchar lo que la Santa Sede dice, aunque luego no hagan lo que propone.

¿Y eso no es extraño? Esta necesidad de, al menos, conocer el juicio de la Iglesia…
La naturaleza humana no cambia porque cambie la cultura. La persona sigue siendo la misma. Y los deseos profundos del corazón humano también, por mucho que traten de sofocarlos.

Sobre estos temas emergen dos aspectos legítimos pero aparentemente enfrentados. Por un lado la salvaguardia de la propia identidad, y por otro la necesidad de la acogida. ¿Cómo pueden convivir?
Hay que partir del hecho de que la identidad es una realidad dinámica. Se construye continuamente, independientemente de la inmigración, que sólo es una variable dentro del proceso. Por tanto, la clave para resolver el problema se encuentra en la gestión de esta nueva presencia. Si se actúa de una forma constructiva, ésta se convierte en un enriquecimiento para la evolución de la identidad. Pero, como en toda realidad, existen elementos que, también en la cultura de quienes llegan de fuera, deben permitirse porque si no se destruiría la novedad positiva que deriva del encuentro. ¿Pero cuál es el criterio que nos permite decir qué es lo que vale y lo que no? De nuevo aquí debemos hacer un llamamiento a la naturaleza común de todo ser humano, correctamente interpretado como sujeto en relación con el otro, porque es este rasgo distintivo lo que nos convierte en personas. El mensaje cristiano, al interpretar lo que es el bien, se añade a la ley natural, y por tanto tenemos criterios que no son un límite, sino una fuente de enriquecimiento también para las nuevas culturas que se incorporan a la sociedad que les acoge.