El metropolita Hilarión con el Papa Francisco.

Sorprendidos por Francisco

Giovanna Parravacini

En sólo un mes, del 11 de febrero al 13 de marzo, la mentalidad dominante sobre la Iglesia católica y el papa en Rusia ha cambiado más que en muchas décadas. Las aburridas y escépticas preguntas sobre si el encuentro entre el Papa y el Patriarca llegará algún día y los viejos prejuicios también aquí han quedado a un lado para dar paso a un inédito e imprevisto instante de estupor.
No es fácil que en Rusia una noticia sobre la Iglesia católica ocupe los primeros puestos de las noticias nacionales y permanezca allí durante días y semanas. Sin embargo, eso es lo que ha sucedido estos días.

Todo empezó con el gesto de la renuncia de Benedicto XVI, reconocido unánimemente como un «acto de valor persona y humildad»: así lo definió el metropolita Hilarión, presidente del Departamento de Relaciones Externas del Patriarcado de Moscú, que dedicó a Joseph Ratzinger un artículo en L’osservatore romano. También el Cónclave tuvo una resonancia mediática sin precedentes: se transmitieron en directo tanto la “fumata blanca” y el anuncio del nuevo Papa, como la ceremonia inaugural. Todo con un clima de gran estima y simpatía.

Esto vale también para la opinión pública en general, y en particular para el mundo ortodoxo, con una nota a pie de página: entre los ortodoxos, en el periodo de la sede vacante, además de la simpatía y la estima dominaba un sentimiento de lamento y temor. Lamento por el vacío que dejaba Benedicto XVI, que ha sido muy admirado como teólogo autorizado, fiel a la tradición y dotado de la sensibilidad necesaria para construir positivamente las relaciones con las iglesias ortodoxas. Además, para muchos Ratzinger era una figura-símbolo, el paladín de los valores tradicionales, que había declarado la guerra desde sus tiempos de cardenal a la «dictadura del relativismo» que caracteriza a la sociedad occidental moderna. Respecto al temor, se debía a una perspectiva que muchos pronosticaban: una civilización europea ya arrollada por la deriva secularista y una Iglesia católica con tendencia disolverse, a «conformarse» a este mundo.

Me ha llamado la atención, por ejemplo, la polaridad entre la concepción que subyace, por un lado en las palabras de Benedicto XVI: «Me sostiene y me ilumina la certeza de que la Iglesia es de Cristo, que no dejará de guiarla y cuidarla»; y por otro en la intervención de un relevante representante ortodoxo, el padre Maksim Kozlov, publicada en la página web de la Academia Teológica: «Alimento el profundo temor a que, tras la renuncia de Benedicto XVI, la Iglesia católica y por tanto las relaciones católico-ortodoxas sean puestas en peligro por una mayor aquiescencia de la Iglesia y del nuevo Papa a las exigencias de la sociedad laicista actual, a los estereotipos de la conciencia occidental contemporánea».

Qué fácil, y qué triste, aun con buena intención y deseando sinceramente el bien de la Iglesia, es reducirla a una institución social que debemos sostener nosotros, desesperadamente enrocada en la defensa de una tradición que se está eclipsando y que es casi imposible reanimar porque la evolución de la sociedad sigue otras líneas ideológicas y culturales…

Pero luego llegó la noche del 13 de marzo. En Moscú eran las once de la noche, hora local, cuando se oyó el «habemus papam» y un apellido, Bergoglio, que prácticamente nadie conocía. E inmediatamente después, una ráfaga de llamadas, mensajes y correos electrónicos de amigos, periodistas, agencias de prensa buscando noticias, declaraciones, o simplemente felicitándose, sorprendidos por la fiesta de fe que acababan de ver en la plaza de san Pedro.

Fiesta. Esa es la palabra que creo que define mejor la percepción que el mundo ortodoxo tiene del papa Francisco. Para que haya una fiesta hay que compartir, hace falta una cierta familiaridad. Paradójicamente, precisamente un Papa jesuita (en Rusia a los jesuitas, aun después de décadas de propaganda antirreligiosa, se les mira con una gran sospecha) debía ser considerado como «uno de ellos» también entre los ortodoxos… No podía creer lo que escuchaban mis oídos cuando un prelado ortodoxo dijo: «Podemos decir lo que se espera de los jesuitas, pero ellos conocen mejor las Iglesias orientales que nosotros mismos». No sólo se trata de competencias teológicas, sino de una experiencia de cercanía espiritual y de amistad que el cardenal Bergoglio, aparentemente tan alejado de las problemáticas del mundo oriental, al haber vivido en Argentina, realmente ya poseía, y que ha sido inmediatamente percibida en Rusia.

Salta a la vista al leer la prensa rusa, que ha subrayado ampliamente muchos elementos novedosos: «Por primera vez después de diez siglos de cisma, en la ceremonia inaugural ha estado presente el patriarca de Constantinopla, Bartolomeo. Por primera vez los obispos ortodoxos han participado al lado de los cardenales católicos en la ceremonia sobre la tumba de san Pedro, donde comenzaron los rituales del inicio del pontificado. El Evangelio se leyó en griego, y para sorpresa de todos la primera invocación de los fieles resonó en ruso ("Señor omnipotente, por tu fidelidad concede a todos los pastores y laicos vivir una obediencia incondicional al Evangelio”)». Por no hablar del cordial encuentro con el metropolita Hilarión y la petición del Pontífice de transmitir sus felicitaciones al Patriarca por la fiesta de san Cirilo de Jerusalén. «Todos estos signos de cercanía no pueden ser simples coincidencias» (Kommersant, 20 de marzo).
Pero lo entendí aún mejor cuando un sacerdote ortodoxo, que justo estos días nos había invitado a su casa con motivo del carnaval (este año la Pascua ortodoxa será el 5 de mayo), quiso sin embargo dedicar la velada a festejar al para Francisco.

Todos los medios se hicieron eco inmediatamente del testimonio del padre Gennadij Geroev, hoy párroco en una iglesia central de Moscú, que entre 1988 y 1993 fue párroco en una parroquia ortodoxa de Buenos Aires: «El cardenal Bergoglio era un hombre con raras dotes morales, generoso y comprensivo. Una persona sencilla, accesible, nunca tuvimos problemas en la relación con él». «Los jesuitas se hacían cargo de muchos de nuestros compatriotas, sobre todo ucranianos», recordaba el padre Gennadij. «La Iglesia ortodoxa rusa en la época soviética no podía asegurar la atención espiritual a sus fieles, y ellos frecuentaban las iglesias greco-católicas, donde celebraban los jesuitas». Quien conoce mínimamente la historia de las difíciles relaciones entre católicos y ortodoxos puede darse cuenta de lo extraordinario de este relato. «Yo volví hace veinte años, pero aún mantengo correspondencia con los jesuitas de Buenos Aires», afirma, añadiendo que durante su infancia Bergoglio fue educado por un sacerdote ucraniano, y por eso conoce muy bien la tradición oriental: «Cuando fue nombrado cardenal (por aquel entonces yo ya no estaba allí) iba frecuentemente a nuestra iglesia de la Anunciación en la calle Bulnes, con motivo de su fiesta».

Tal vez el Papa Francisco pensara precisamente en sus amigos orientales la noche del 13 de marzo, al llamarse «obispo de Roma, que preside en la caridad a todas las Iglesias». La reflexión sobre el significado del primado de Pedro, iniciada por Juan Pablo II, proseguida por Benedicto pero también, por desgracia, encallada a menudo en las arenas de las comisiones teológicas mixtas, encuentra ahora un nuevo impulso a partir de esas expresiones y las palabras de Ignacio de Antioquía, mártir y Padre de la Iglesia.

A nadie ha sorprendido que el diario gubernamental Rossijskaja gazeta titulara, al día siguiente del inicio del pontificado, «Francisco de las sorpresas». Silencio y estupor se han renovado muchas veces desde la noche del 13 de marzo ante la fantasía de la Providencia y la primavera de la Iglesia, que se impone en los gestos del papa Francisco, superando de golpe los temores y los pesimismos, y convirtiéndose en una camino de esperanza también para los ortodoxos.