El cardenal Scola con algunos jóvenes de la diócesis.

«Lo que más les sorprende es encontrarse con hombres que viven de una certeza»

Alessandra Stoppa

«Hasta el Papa se ha dado cuenta. Al final de la audiencia, ante una festiva plaza de san Pedro, ha dicho: “¡Estos milaneses son realmente entusiastas!”». Era casi de noche cuando volvían a casa y Pierluigi, un seminarista de veintinueve años, contaba su peregrinación a Roma con la poca voz que le quedaba. Parecía que regresaba de un viaje de estudios. Sin embargo, había pasado tres días con doscientos jóvenes visitando la capital italiana.
De su parroquia salieron cuatro autobuses, pero en total eran diez mil los participantes en la peregrinación de la diócesis de Milán y guiada por el cardenal Angelo Scola, celebrada del 1 al 3 de abril. Estaba destinada a chavales de catorce años que se preparan para su profesión de fe, y también como gesto de agradecimiento tras el Encuentro Mundial de las Familias el pasado mes de junio. Llegaron a Roma el Lunes de Pascua para visitar las catacumbas, el martes tuvieron la misa con Scola y la visita a las basílicas, y el miércoles, por último, la audiencia con el Papa Francisco.

«Es fácil, sobre todo cuando somos tantos, que para los chavales la peregrinación se reduzca a una excursión por Roma», dice Pierluigi. Pero estos tres días se han convertido en un camino precioso, porque ha hecho posible que cada uno pueda recuperar el sentido de su estar juntos, allí, visitando ciertos lugares. «Lo que más les ha llamado la atención, aunque no ha sido lo único, fue el encuentro con Scola y con el Papa: el encuentro con dos hombres. Escuchar sus palabras y ver su humanidad».
A la audiencia el Papa llegó temprano y con su habitual saludo, que ya resulta familiar: «¡Buenos días!». La plaza estalló. Y él retomó la catequesis del Año de la Fe, hablando de la Resurrección: «La alegría de saber que Jesús está vivo y la esperanza que llena el corazón no se pueden contener. Esto debería suceder también en nuestra vida. Que sintamos la alegría de ser cristianos. Nosotros creemos en un Resucitado que ha vencido al mal y a la muerte. Tengamos el coraje de “salir” para llevar esta alegría y esta luz a todos los ámbitos de nuestra vida».
Luego se dirigió a los jóvenes: «A vosotros os digo: llevad adelante esta certeza, el Señor está vivo y camina a nuestro lado en la vida. ¡Esta es vuestra misión! Permaneced anclados a esta esperanza, a esta ancla que está en el cielo; agarrad las amarras con fuerza. Vosotros, testigos de Jesús, llevad adelante la esperanza en este mundo envejecido por las guerras, por el mal, por el pecado. ¡Adelante, jóvenes!».

Pierluigi estaba con ellos, les miraba y sobre todo les escuchaba cuando le bombardearon con sus preguntas. A contrapelo, mientras iban caminando y él pensaba en sus cosas: «¿Cuál es tu vocación?». «¿No te aburres? ¿Eres feliz?». Las mismas preguntas que le hacen a una hermana de la Madre Teresa durante uno de los momentos de la peregrinación. «Están confusos, hechos un lío», dice Pierluigi, «pero el encuentro con hombres que viven de una certeza saca a relucir su parte más verdadera, que a menudo tienen escondida».

En Roma, con ochenta chavales de las parroquias de Valceresio (entre Varese y Suiza), estaba también el padre Simone Riva: «Son muchos los particulares que distinguen un “viaje” de una “peregrinación”. Pero lo que siempre me ha llamado más la atención es el hecho de que en la peregrinación debe estar clara sólo la meta. El modo de llegar a ella lo establece Otro». Ha acompañado al grupo en sucesivos gestos y encuentros que han llenado sus jornadas de intensidad y estupor, «ha sido ocasión de mirar el método de Dios para volver a decir personalmente ese “sí” de la fe que sostiene la vida en pie». Un camino donde el inicio estaba determinado por la espera: «Yo salí de la parroquia así, esperando ver qué haría suceder el Misterio ante nuestros ojos».

Se podrían dar muchas cosas por descontado, por ya sabidas. Pero el imprevisto, conformado por rostros y miradas, no ha tardado en aparecer. «Yo sabía que iba con los chavales de confirmación a la tumba de Pedro, que compartiríamos este gesto, como cada año, con otros seis mil chicos de la diócesis de Milán, pero no sabía cómo iba a salir. La Providencia ha hecho suceder ciertos encuentros que se me han quedado grabados en el corazón».
El primero fue su encuentro con los ojos de los chavales a los que acompañaba. Cuando Simone llegó con ellos a Roma les miró e inmediatamente «percibí los signos del estupor ante lo que estaban viendo y haciendo». Recuerda las palabras de la homilía pronunciada ese mismo día por el cardenal Scola en la Basílica de san Pedro: «Nos reclamó a todos al hecho de que el cristiano “en la profesión de la fe recibe la vida eterna”. Y aclaró que la “vida eterna” está formada por dos factores: la “vida” y el “para siempre”». Inmediatamente entendió que lo que estaba en juego era exactamente lo mismo para él que para los chavales: «La posibilidad de “ver y seguir” los signos de esta realidad presente que es la “vida eterna”, sin esperar la muerte».

Esa noche, en el hotel tuvieron un encuentro con el padre Bernardo Cervellera, misionero del PIME, que les contó cómo descubrió él la fe y qué era para él la vida eterna. Hechos, episodios, encuentros que los mismo sucedían en Italia que en China, Hong Konk o la India, y que conformaban la vida de aquel hombre que se había limitado a decir “sí” a Cristo. Al terminar todos se levantaron en silencio, en «uno de estos silencios que lo dicen todo», rezaron el Credo, «con una conciencia», dice Simone «que yo, personalmente, no tenía desde hacía mucho tiempo».

El miércoles llegó por fin el encuentro con el Papa Francisco, «en cuyos ojos brilla la certeza de la fe», dice de nuevo Simone. En sus palabras, este párroco reconoció la “confirmación” de lo que el Señor ya había empezado a obrar. «Tengamos el coraje de “salir” para llevar esta alegría y esta luz a todos los ámbitos de nuestra vida». Un reclamo que Simone hace suyo inmediatamente: «Reiteró la invitación que nuestro cardenal nos lleva haciendo dos años: derribar todos los muros, “salir”, contagiar todos los ambientes de la existencia humana con nuestro testimonio». Hasta desear pedir que siga sucediendo: «Si pienso en las veces en que, por gracia, yo he tenido este coraje y en todo lo que se ha generado a partir ahí, no puedo evitar conmoverme y pedir que vuelva a suceder, no sólo a mí, sino también a estos jóvenes amigos con los que he compartido estos días».

«Todo sol que nace, toda campanilla que suena, todo rostro, toda circunstancia, todo encuentro… es ocasión para que otros se enamoren de aquello que nos ha enamorado a nosotros. Sólo así el eco de aquel “sí” seguirá siempre en la historia. Qué regalo, y qué responsabilidad».