Ese Padre Nuestro rezado con el mundo entero

Luca Fiore

Largos segundos de silencio. El tiempo se detiene en la plaza de San Pedro cuando el nuevo papa, Francisco, pide a la multitud una oración en silencio. Antes de dar la bendición solemne, pide una oración por él. «Pero antes, antes, os pido un favor: antes que el Obispo bendiga al pueblo, os pido que vosotros recéis para el que Señor me bendiga: la oración del pueblo, pidiendo la Bendición para su Obispo. Hagamos en silencio esta oración de vosotros por mí...». Este fue el momento más intenso y conmovedor de la jornada que ha visto la elección del jesuita argentino Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires. Es el primer Papa sudamericano, el primero argentino, el primero que elige llamarse Francisco, como el santo que un Papa soñó que sostenía la Iglesia en peligro.

Cuando el cardenal Tauran se asomó a la Logia de las bendiciones, nadie, o casi nadie, se esperaba el nombre que iba a pronunciar. La multitud reunida en la plaza, tras la euforia que siguió a la fumata blanca de las 19.06, vivió un momento de cierta desorientación. Un nombre que nunca habían oído. Aunque sí era muy conocido para los cardenales que lo han elegido; por lo que se cuenta, fue el segundo más votado después de Ratzinger en el Cónclave de 2005.

Bajo los paraguas, una multitud llegada desde todo el mundo. Estadounidenses, mexicanos, polacos, alemanes y, naturalmente, romanos. Mucha gente. Los smartphone y las tablet se elevaban por encima de las cabezas para dejar registrado un recuerdo del nuevo Papa. El estupor inicial – como una emoción colectiva – dio paso a las preguntas y a las interpretaciones. «¿Pero quién es? ¿Cómo será? ¿Es progresista?». Lo habitual en los periódicos de los últimos días.

El Papa que se asomó al balcón de la Logia con las cortinas de terciopelo rojo era un hombre de 76 años emocionado pero con el rostro sereno. Saludó a la multitud con gestos contenidos. Y sus primeras palabras parecían casi un guiño: «Hermanos y hermanas, buenas tardes. Sabéis que el deber del cónclave era dar un Obispo a Roma. Parece que mis hermanos Cardenales han ido a buscarlo casi al fin del mundo..., pero aquí estamos. Os agradezco la acogida». Viene de un país lejano, como Karol Wojtyla. Tiene el perfil tranquilizador de Juan XXIII. La mansedumbre de Benedicto XVI. Sin embargo, es otro. Alguien que el mundo aprenderá a conocer.

Dio las gracias a su diócesis, la de Roma, y luego su primer pensamiento fue para su predecesor. Un pensamiento en forma de oración: «Y ante todo, quisiera rezar por nuestro Obispo emérito, Benedicto XVI. Oremos todos juntos por él, para que el Señor lo bendiga y la Virgen lo proteja». Entonces el Papa empezó a recitar el Padre Nuestro en italiano. Luego, el Ave María. La multitud le seguía en voz baja.
«Y ahora, comenzamos este camino: Obispo y pueblo. Este camino de la Iglesia de Roma, que es la que preside en la caridad a todas las Iglesias. Un camino de fraternidad, de amor, de confianza entre nosotros. Recemos siempre por nosotros: el uno por el otro. Recemos por todo el mundo, para que haya una gran fraternidad. Deseo que este camino de Iglesia, que hoy comenzamos y en el cual me ayudará mi Cardenal Vicario, aquí presente, sea fructífero para la evangelización de esta ciudad tan hermosa».
Los que le conocen dicen que el cardenal argentino es un hombre tímido, que rehuye del ajetreo mundano. En Buenos Aires se trasladaba en transporte público y hasta hoy no frecuentaba mucho los palacios de la Curia Vaticana.

Eran más de las ocho en Roma. La lluvia sólo dio una tregua a los fieles cuando la chimenea de la Sixtina hizo el anuncio del “gaudium magnum”. Al terminar el silencio que el Papa había pedido, llegaron las palabras de despedida: «Hermanos y hermanas, os dejo. Muchas gracias por vuestra acogida. Rezad por mí y hasta pronto. Nos veremos pronto. Mañana quisiera ir a rezar a la Virgen, para que proteja a toda Roma. Buenas noches y que descanséis».
Buenas noches. Las mismas palabras que pronunció su predecesor en la logia de Castel Galdolfo el pasado 28 de febrero. Benedicto XVI, primer Papa emérito de la historia, que seguía por la televisión la elección de su sucesor.