El profeta Simón y la profetisa Ana

EL AÑO LITÚRGICO
Carmen Pérez

Comprender la escena profética de Lucas nos ayuda a ser más conscientes de lo que dice el cántico de Simeón que rezamos todos los días en las Completas.

De la mano de Benedicto XVI miramos la escena: el viejo profeta Simeón y la profetisa Ana, movidos por el espíritu de Dios, se presentan en el templo y saludan como representantes del Israel creyente al “Mesías del Señor”.
A Simeón se le describe como hombre justo, piadoso y que espera la consolación de Israel. Es hombre “justo”, como san José, porque vive en y de la Palabra de Dios, vive en la voluntad de Dios descrita en la Torá. Es “piadoso” porque vive en una íntima apertura personal hacia Dios. Y espera la consolación de Israel porque vive orientado hacia lo que salva y redime, hacia quien ha de venir.
Benedicto XVI quiere hacernos sentir la actitud de Simeón que espera la “consolación” de Israel. Por eso al tomarlo en sus brazos sabe que el Espíritu de Dios, el Paráclito, el Dios consolador, está en este Niño, y bendice a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa puedes dejar a tu siervo irse en paz». Este texto está presente en la liturgia y, desde los tiempos antiguos, forma parte de la oración de la Iglesia tanto en las iglesias de Oriento como de Occidente. Y junto con el Benedictus y el Magnificat, transmitidos también por Lucas en el relato de la infancia de Jesús, pertenecen al patrimonio de plegarias de la iglesia judeocristiana.
Nos pueden ayudar mucho en nuestra situación concreta las dos afirmaciones cristológicas que centran el himno que entona Simeón: Jesús es «luz para alumbrar a las naciones» y existe para la «gloria de su pueblo Israel». Están tomadas del profeta Isaías. Jesús es esa figura, llena de misterio, que aparece en el primer y segundo canto del Siervo de Yahvé. La esencia de su misión conlleva la universalidad, la revelación a las naciones, a las que el siervo lleva la luz de Dios. Las palabras de consuelo del profeta están dirigidas al Israel atemorizado al que se le anuncia una ayuda mediante el poder salvador de Dios.
¿No estamos necesitadísimos nosotros de ambas afirmaciones? Luz para alumbrar nuestro camino y el de todos los pueblos y consuelo ante todo lo que nos angustia y atemoriza, ante todo lo que sucede.

Junto al profeta Simeón estaba la profetisa Ana, una mujer de ochenta y cuatro años que, después de estar siete años casada, vivía viuda desde hacía decenios. Simeón y Ana dos ancianos que esperan el nuevo Israel, y que ofrecen la acción de gracias de cuarenta generaciones a ese Niño que acaba de nacer, y la confianza y seguridad en la Historia de la promesa, de la historia de la salvación que ha llegado a su punto cumbre. Ana confiesa la esperanza de sus padres por parte de Israel. No descendía de la tribu de Judá, pero Jesús venía para todo Israel, y para ser luz de los gentiles. Se nos dice que era hija de Fanuel, de la tribu de Aser, que estaba en las tribus dispersas. Y comenzó a expresar su acción de gracias y reconocimiento a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Su profecía consistió en su anuncio, en la transmisión de la esperanza de la que ella vivía.
«No se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones». Dice Benedicto XVI que Ana es la imagen por excelencia de la persona verdaderamente “piadosa”. En el templo se siente como en su casa, se siente a gusto y segura en las cosas de Dios, como un niño a gusto y seguro en los brazos de su padre o de su madre. Es una mujer colmada por el Espíritu. La piedad es esa disposición habitual que nos abre a un amor confiado a Dios. En el Nuevo Testamento sabemos que es un amor filial hacia Dios. «Habéis recibido el Espíritu de adopción filial por el que clamamos: ¡Abba! ¡Padre!». Dice san Agustín que la piedad nos da Espíritu de hijo para con Dios y, desde este Espíritu, espíritu de hijo para con los superiores que gobiernan, espíritu de padre para con los pequeños, de hermano para los iguales y de entrañas de compasión para con los que tienen necesidades y penas, y una tierna inclinación para socorrerlos.

Los ancianos Simeón y Ana son testigos de la memoria del pueblo. Transmiten las promesas y las esperanzas a las nuevas generaciones. El testimonio de estos dos ancianos fue la última voz de la profecía que había cumplido su cometido. El antiguo testamento había iniciado su historia de salvación con las vidas de hombres y mujeres tan concretos que los conocemos por sus nombres. Ahora en el pórtico del nuevo testamento tenemos a estos dos ancianos. También el Evangelio de Lucas nos presenta a Zacarías y a Isabel. Su hijo Juan, el precursor, estaba ya en el umbral del Nuevo Testamento, del nuevo comienzo de la creación, de la “nueva creación”, que es la redención. En el templo de Jerusalén estaba el Redentor, un Dios que, para cumplir la promesa y redimir al hombre, se había encarnado en el seno de una mujer y había nacido de la manera más humilde, sencilla y silenciosa.
Dios los sostuvo en la esperanza y respondió al anhelo de estos ancianos. Les llegó el día del consuelo y vieron a su Redentor. En ellos se hicieron realidad las palabras de Isaías: «el Señor consuela a su pueblo y rescata a Israel».